Fue en una mañana del mes de mayo de 1992, cuando me acogieron en la Farmacia Vaticana los hermanos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. «A partir de hoy trabajaremos juntos. ¡Bienvenido!» me dijo el Superior de la Comunidad, el Hno. Fabián. Y añadió: «Te presento a los hermanos que trabajan aquí». Muchos ya los conocía desde que era niño. Y continuó: «Hno. Augusto, el vice director. Hno. Arcangelo, que trabajará contigo. Hno. Martino, Hno. Giovanni, Hno. Claudio, Hno. Mariano y el Hno. Anselmo». Les recuerdo a todos con cariñó, simpatía y gratitud: he aprendido mucho de ellos.

No soy un hermano, no soy un colaborador y no soy un voluntario: soy un farmacéutico de la Farmacia Vaticana. Llevo más de veinte años trabajando con los hermanos de la comunidad de la Farmacia Vaticana de la Orden de San Juan de Dios. Todos trabajadores de la Santa Sede, religiosos y laicos, desempeñando una labor que a veces no es fácil, disfrutamos del privilegio de colaborar con el Santo Padre en su apostolado.

Con el tiempo se han ido marchando los hermanos australianos y han ido llegando nuevos hermanos, españoles, indios, polacos, ingleses, africanos y vietnamitas y, con espíritu de hospitalidad hemos compartido con ellos los sufrimientos, las satisfacciones, las comidas. A veces, superando ciertos problemas, hemos construido una verdadera fraternidad. Esto es lo que ha hecho que, cuando la vida ha sido especialmente dura con alguno de nosotros, y lo se por mi experiencia personal, nunca nos hemos sentido solos. Aún estando rodeados por la mundanidad, por las tentaciones provocadas por el dinero, por el poder, nunca hemos perdido de vista las enseñanzas de San Juan de Dios: un corazón y un espíritu abierto a las personas que sufren y a las miserias del hombre.

Así es como los Hermanos de San Juan de Dios gestionan y han gestionado la Farmacia Vaticana. Y… el día de San Andrés siempre se acuerdan de felicitarme.