La Hospitalidad de los Hermanos de S. Juan de Dios hacia el año 2000
Documento del P. Pierluigi Marchesi
Renovación, fuente de satisfacción
1. La
primera reflexión nacía de la profunda necesidad de cambio interior, advertida
por todos como urgente para mantener orientada proféticamente nuestra vida
espiritual.
En aquel documento
estaba claramente expresada la finalidad de renovarse continuamente para no
perder las conexiones con Dios, la Iglesia y San Juan de Dios. Nuestra renovación
se convirtió así en algo tangible, fuente de auténtica satisfacción.
2. En el
segundo, con la preciosa aportación del Consejo, he tratado de llamar la
atención de toda la Orden y de los colaboradores laicos sobre el fin último de
nuestra acción: la relación, humana y humanizante,
con el enfermo; relación basada sobre la conciencia de que el testimonio de
nuestro carisma no se realiza si se pierde de vista la figura central de
nuestro hacer cotidiano, a saber, el necesitado, el hombre que sufre, el pobre:
nuestro «ser» y «hacer» para él,
nuestra relación personal — además de profesional — con él representan de hecho
un factor terapéutico y al mismo tiempo un testimonio de amor misericordioso,
una reedición viviente del amor de Cristo en nuestro tiempo y de su pasión por los más
necesitados.
3. El
presente documento, que se inspira en los fermentos que expresan las Provincias
de la Orden, se coloca, pues, idealmente a mitad de camino entre los dos
primeros, en cuanto trata de llenar el espacio existente entre nuestra dimensión
interior de personas y de religiosos y la actitud de humanidad que el enfermo
espera hoy de nosotros cada vez con mayor insistencia.
Abrirnos a nuestro
futuro
no por miedo, sino
por amor
4. Estas
son páginas escritas mirando al 2000, con el sentido de futuro que debemos cultivar
para ofrecer a los necesitados de hoy y de mañana la esencia de nuestro carisma
específico: la Hospitalidad. Se trata, pues, de reforzar nuestra identidad de
hombres, de religiosos, de agentes en el mundo de la salud, no sólo para
mantener viva nuestra Institución, sino sobre todo para proyectarla hacia el
futuro, para responder adecuadamente a las exigencias de la sociedad en que
estamos y estaremos llamados a actuar, teniendo la mirada puesta en el bien
supremo de la vida humana, a la cual cada vez se atiende menos según principios
de respeto, de atención, deferencia y consuelo. Además, estas páginas contienen
más de una provocación a fin de que, con el apoyo de las nuevas Constituciones,
cada uno de nosotros se sienta impulsado a asumir con coraje funciones y
tareas más conformes a nuestra característica peculiar de religiosos «hospitalarios».
5. Continuando
el diálogo con los hermanos, no pretendo fijar tales funciones sino estimular
(de modo radical, donde sea necesario) el análisis crítico de
nuestros comportamientos, de nuestros puestos profesionales, de nuestra relación
con la comunidad donde la obediencia nos ha destinado, con las Comunidades de
cada una de de las Provincias y con el Gobierno central de la Orden; sin
olvidar, obviamente, la relación con los colaboradores laicos y con las
complejas realidades en que estamos inmersos. Y esto con espíritu de confianza,
en una perspectiva de creatividad dictada por el amor al prójimo y no por el
miedo al futuro.
6. He
tratado de dialogar con vosotros como quien tiene necesidad de reciprocidad en
la confrontación de opiniones, en una atmósfera de confianza. Con tal ánimo
querría que nos preparásemos a afrontar sincera y gozosamente la búsqueda,
jamás agotada en nosotros mismos, del mejor modo de ser y de actuar; búsqueda
que no es fin en sí misma, sino orientada a la mejor valoración del voto de
Hospitalidad que nos apremia a pensar, experimentar y comunicarnos entre nosotros
todo cuanto sirve para realizarlo del modo más perfecto.
Enfermarnos de la enfermedad
del hombre, nuestro hermano
7. La
pregunta de fondo es ésta: ¿cómo puede prepararse el hermano de San Juan de
Dios a cumplir, a la vista del año 2000, la misión misteriosa e histórica de acoger
al hombre — en especial al hombre necesitado — de esta sociedad?
Aquí acudimos a nuestros «yacimientos» interiores,
a nuestras Constituciones, a nuestras extasía para inventar, sacando del tesoro
de nuestras tradiciones las soluciones adaptadas a los tiempos, para
redescubrir aquellas tareas de «servicio» (no de poder, de prestigio o de pura
y simple realización personal) sólo las cuales nos permiten llamarnos
«Fatebenefratelli», o sea, hermanos que se preocupan de hacer el bien al
prójimo.
8. El buen
éxito de la búsqueda depende de nosotros, del empeño que pongamos en mirar adelante,
sin negar el presente o el pasado, aceptando la pesada, pero exaltante, tarea
de interrogarnos de modo escueto y sincero sobre lo que estamos haciendo y
deberíamos hacer para ser coherentes con nuestra identidad de hombres y de
religiosos.
Estoy firmemente convencido de que la consecución de nuestro fin
específico — testimoniar el amor misericordioso — requiere una serie de
compromisos, que a menudo son pesados e incómodos, pero que por otra parte nos
dan la medida del espacio que se abre a los Hermanos de San Juan de Dios en el
mundo contemporáneo, sobre todo en el industrializado y técnico. Un campo desmesurado
— contrariamente a lo que algunos piensan — que, si a veces incluso nos
asusta, sin embargo nos hace tocar con la mano la actualidad, aún más, la
urgencia de nuestro carisma y de nuestra Institución.
9. Queridos
hermanos, vuestro general percibe en ciertos momentos las incógnitas del presente:
no porque haya poco que hacer, sino porque no siempre estamos preparados
adecuadamente para dar las respuestas que la Iglesia espera de nosotros. Me preocupa
nuestro estar parados, nuestro replegarnos a veces sobre posiciones cómodas,
de seguridad o de resignación malentendida. Sin embargo sabemos que el mensaje
evangélico mantiene almas generosas. Y nunca como hoy el hombre nos
interpela, pidiéndonos que nos ocupemos de su persona, que estemos a su lado
para testimoniarle algo que es típico de nuestro ser religiosos, a saber, la
capacidad de «enfermarnos de su enfermedad», identificarnos no sólo con sus
necesidades, sino sobre todo con sus motivaciones existenciales, con su deseo
insatisfecho de felicidad (y por consiguiente de Dios). Además del techo de un
hospital y de nuestra profesionalidad — que no deben faltar en sus niveles más
dignos — debemos saber dar esto al enfermo; si no lo hacemos, lo defraudaremos
definitiva e irremediablemente.
Nuestras funciones, nuestras tareas,
nuestra pasión por el hombre, nuestras
tentaciones.
10. En el intento de iluminar las funciones y las tareas mediante las cuales
realizar en el próximo futuro la Hospitalidad de los hermanos de San Juan de
Dios, podemos individuar dos tentaciones frecuentes. La primera es la de
recortarnos un puesto, una hornacina, donde desarrollar un oficio o una
profesión, quizá en competencia con los hermanos o (sobre todo) con los laicos.
La segunda, más sutil y maligna, nos impulsa a delegar al numeroso ejército de
nuestros valiosos colaboradores las tareas de asistencia al enfermo, es decir,
a distanciarnos de las vicisitudes de nuestro asistido. Esta tentación es mucho
más evidente allí donde los progresos de las ciencias y de la técnicas han
alcanzado niveles elevados, o donde, por razón del buen funcionamiento del
complejo sistema de nuestras obras, el proceso de delegación y de racionalización
dé funciones es indispensable. Pero donde delegar significara abandonar las
estructuras a sí mismas o, es más, abandonar al enfermo, entonces deberíamos
revisar con extrema claridad nuestros modelos de comportamiento, para impedir
que los cambios organizativos y tecnológicos se trasformen para el enfermo en
la trampa del anonimato, de la pura y simple eficiencia, condenándolo al aislamiento-abandono
en ambientes racionales sí, pero fríos y distantes desde el punto de vista
humano.
11. No es ciertamente esto lo que nos propusimos
cumplir el día de nuestra profesión solemne, al emitir el voto de la
Hospitalidad. Entonces no se nos garantizó un puesto de trabajo, ni el control
a distancia del enfermo y de nuestros colaboradores. Prometimos fidelidad a
nuestro carisma que nos obliga a cambiar las actividades, las funciones, las
actitudes, las estructuras, pero no a renunciar a la pasión hacia nuestros
asistidos, hacia los familiares del enfermo, hacia los colaboradores, así como
el empeño por las iniciativas culturales, formativas, religiosas y sociales
apropiadas para favorecer el crecimiento personal, religioso y profesional en
nosotros, en nuestros colaboradores y en el mundo de la sanidad.
Yo — lo repito — no tengo la receta para definir las funciones presentes y
futuras, entre otras razones porque éstas sólo se pueden precisar mediante un
examen atento de nosotros mismos, a la luz de los fines últimos del carisma
hospitalario. No obstante, todos nosotros debemos dedicar tiempo y empeño para
una verificación de nuestros comportamientos actuales.
12. He hablado
de dos tentaciones principales. Pero hay otras. Por ejemplo, la de mantener o
desear cargos para los cuales no tenemos competencia; o la de apuntar hacia un
alto nivel organizativo y tecnológico de nuestros hospitales no teniendo
siempre bien claros nuestros fines específicos. La gente nos mira con ojo
atento, nos examina, quiere comprender por qué motivo nos hemos hecho
religiosos. No siempre logramos darles una respuesta convincente. A veces no somos ejemplares porque no cumplimos bien
nuestras tareas, hacemos sólo las cosas que nos agradan, bloqueamos el
crecimiento de nuestros colaboradores, o bien permanecemos lejanos del enfermo,
nos cerramos en funciones rígidas y repetitivas, buscamos «fuera» espacios que
deberíamos encontrar «dentro», o evitamos el arduo pero necesario trabajo de búsqueda
de funciones más útiles aL enfermo. Somos más frecuentemente capaces de captar
el mal del mundo (a veces lo encontramos incluso en el progreso, en cosas de
por sí neutrales o buenas) que de individuarlo dentro de nosotros, no ya para
deprimirnos o culpabilizarnos, sino para salir de la pereza y las costumbres
perjudiciales.
13. Obviamente ninguno nace santo. ¡El camino de
la perfección espiritual es entusiasmante pero largo, fatigoso, salpicado de
desviaciones que afectan a nuestra realización humana, profesional y religiosa!
Es necesario corregir tales desviaciones y reconocer los propios errores, como
hombres fuertes, de coraje, abiertos con autenticidad al misterio. Esta
actitud de sana autocrítica nos impulsa por un lado a beber en nuestros
recursos, por otro a pedir ayuda a todos, a Dios y a los hombres que están
cerca de nosotros, para devolver el equilibrio a la relación con el mundo que
nosotros queremos y debemos servir, para crecer en nuestra verdadera identidad.
I
EL CAMBIO DEL MUNDO Y
NUESTRA CEGUERA
Una paradoja: no hacer nada
14. Cito de un
conocido volumen del Padre Bartolomé Sorge, «El futuro de la vida religiosa».
«La crisis actual
de la vida religiosa — como por lo demás la crisis más general que atraviesa la
Iglesia — no ha nacido desde dentro, como había sucedido otras veces, sino que
ha sido inducida desde el exterior, por el traspaso de cultura y de civilización
que el mundo está viviendo...
La crisis llegó de
improviso por una rápida transformación social y cultural... La nuestra, por
tanto, no es una crisis de enfermedad, sino de desarrollo y crecimiento...
En estos últimos
años se acabó una civilización, un cierto tipo de ideología, han cambiado totalmente
las relaciones de autoridad, se han trasformado roles y estructuras
consolidados desde hace ya decenios, modos de comunicación y de ejercicio del
poder. El hombre mismo tiene una diversa actitud hacia el mundo, la historia,
los semejantes, la organización del saber, hacia la vida misma. Nosotros hemos
sido arrastrados por estos cambios, el mundo está resultando cada vez más
pequeño, más dinámico, más socializado».
El diagnóstico es
fiel. Y nosotros nos encontramos frecuentemente obligados a decidir en un
clima de desilusión porque no hemos logrado unir lo viejo con lo nuevo, con las
necesidades nacientes, con la sed de libertad, de conocimiento y de solidaridad
de muchos estratos de nuestra población.
15. El mundo de hoy no es ni mejor
ni peor que el de ayer: solamente ha cambiado, incluso se ha revuelto. Si
queremos servirlo, éste es el mundo que debemos conocer y asumir.
En el fondo la crisis es saludable, puesto que nos permite salvar lo que
hay que salvar y desechar lo que se debe desechar. Pero abandonar viejas
funciones es tanto más difícil cuanto más se han posesionado de nuestro ser,
empobreciendo nuestra personalidad y nuestra dimensión de religiosos, es
decir, las dos raíces de nuestros modos de actuar.
16. Desechar lo viejo, sin embargo, no significa correr tras de
las modas. Se necesita discernimiento y equilibrio, porque puede nacer una situación
de incertidumbre: se nos pregunta, en efecto, si debemos ir todos a misiones,
lanzarnos a iniciativas que incidan sobre la sociedad, o convertirnos todos
en animadores, quizá sin saber de qué, de quién, cómo y por qué. Frecuentemente
no encontramos la respuesta a nuestros interrogantes. La primera cosa que se
debe hacer cuando nos encontramos en esta condición de confusión, o peor aún
de resignación o de apatía, paradójicamente es precisamente «renunciar a
hacer». Me explico: antes de actuar y de asumir nuevos roles, debemos detenernos
para reflexionar largamente sobre nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras
posibilidades, sobre las enseñanzas de nuestro Fundador y de la Iglesia, sobre
las experiencias de los laicos creyentes. Detenernos para interiorizar, para
«entrar en nosotros mismos» según la indicación de S. Agustín.
Derribar las torres o comprender mejor su sentido
17. El documento sobre la «Humanización»
animaba a recuperar la «personalización» de la relación con el asistido, en un
contexto social profundamente cambiado
La historia de nuestra Orden se identifica con la imagen de S. Juan de Dios
y sus seguidores que toman sobre sus espaldas al enfermo, al abandonado, al
necesitado. Durante siglos nuestros predecesores atendieron, y en primera persona,
a quien se encontraba en el sufrimiento. Entonces no existían otras
estructuras de ayuda: el Hospital religioso era una «seguridad», porque allí
encontraban un techo, alimento, cuidados y asistencia. Hoy nos encontramos
frente a una situación profundamente cambiada, que se caracteriza — como
señalaba antes — por el debilitarse de la relación directa y exclusiva con el
enfermo. Si pensamos cómo era un Hospital nuestro apenas hace 40 años, vienen
conseguida a la memoria los enfermos (tantos y agradecidos) casi temerosos de
pedir nuestra intervención; comunidades de religiosos de número hoy impensable,
con los hermanos comprometidos en las más diversas tareas: farmacéutico,
cocinero, enfermero, jardinero. Se parecían, nuestras obras, a las aldeas de
un tiempo, autosuficientes gracias a las funciones bien distribuidas. Los
médicos eran escasos, pero la gente se fiaba de nosotros: salas enteras
estaban dirigidas por nosotros o por religiosas. El mundo del hospital, digámoslo,
estaba en nuestras manos. El personal externo tenía sí una función, pero
subalterna y no interfería en nuestra actividad. El mundo del sufrimiento y de
la miseria estaba casi completamente separado de la comunidad civil; y en
este mundo muchos de nosotros nos hemos formado desde jóvenes, trabajando
duramente, en condiciones de extrema precariedad de medios, pero con la gran
satisfacción de tocar, «oler», sentir cada día al enfermo, del que ninguna
barrera nos separaba.
18. Igualmente sucedía a otras clases profesionales.
Pensemos en el médico de aquellos años.
Era un profesional de prestigio, dotado de
un ascendiente sobre las familias inimaginable en el día de hoy; tan es así
que hay nostalgia de aquel tipo de médico, que ejercía su función sin filtros,
con la ayuda si acaso de algún especialista
La alegría y el
sufrimiento de la familia atendida eran las suyas, en un clima de profunda confianza
y de recíproca comunicación. Así sucedía también con el párroco, cuya autoridad
era indiscutible: ostentaba el saber religioso, frecuentemente mayor cultura,
y no era casi nunca puesta en discusión en su ámbito de apostolado. La torre,
al lado de la iglesia, llamaba a los fieles a las funciones sagradas, marcaba
el ritmo de los acontecimientos gozosos y tristes de la aldea... hacía de
pararrayos, de observatorio, de punto seguro de referencia en cualquier caso.
19. Los tiempos hoy han cambiado. ¿Debemos, entonces, derribar las torres puesto
que hoy la gente tiene el reloj en la muñeca? O bien ¿debemos tirar los
relojes de pulsera para permitir a la torre que continúe cumpliendo sus
antiguas funciones?
No es ésta la pregunta que
debemos hacernos. Preguntémonos, más bien, cuál es la función auténtica de la
torre, aquella para la cual el hombre de fe la ha levantado junto a la iglesia:
hacerse ver desde lejos, más que hacerse sentir.
La torre expresa el deseo
del hombre de unir la tierra al cielo, el hombre a Dio5, la naturaleza
al Creador. Es para el hombre la atracción más primaria a su origen, a su
destino, a Aquél que está en los cielos. Aun cuando ya no es el
edificio más alto, sobrepasada tantas veces por orgullosos rascacielos,
permanece y permanecerá siempre como símbolo de un anuncio, de una presencia
que remite a la «Presencia»
Estar a la escucha del hombre
20. Volviendo
a nosotros, queridos hermanos, es cierto que hemos seguido paralelamente el
destino del médico, del sacerdote y de la torre, perdiendo numerosas funciones
que hace algunos años nos parecían indispensables. Pero esto no significa que
debamos desaparecer. Nosotros podemos, es más, debemos vivir y dar testimonio
de nuestro carisma, con modalidades diversas respecto al pasado. El médico,
el sacerdote, la torre tienen aún mucho que decir y hacer, con tal de que
expresen algo perenne y fundamental para la humanidad, a saber, el valor de la sacramentalidad
del hombre. Dice Juan Pablo II: «Es la disponibilidad a servir al hombre lo
que nos abre hacia Dios y hacia los hombres, hacia el Creador y las criaturas.
El Concilio nos enseña precisamente esto, en el espíritu del Evangelio y, a la
vez, en la dimensión de los tiempos en que vivimos» (21 octubre 1985).
21. En
nuestro tiempo, y más aún en el futuro, nuestras tareas serán sometidas a
pruebas y cambios radicales. Pero quedará la esencia del carisma. Nuestra tarea
más propia y más gratificante es la de estar cerca del enfermo y atenderlo, con
un cuidado intenso y directo. Esto aún hoy se le debe asegurar al enfermo, en
el espíritu de nuestro Fundador: sólo que esta asistencia, que nosotros llamamos
integrada, ya no puede ser realizada completamente por cada persona individualmente,
mediante el recurso a cada una de las profesiones aisladamente. El concepto
mismo de asistencia integral e integrada reclama una pluralidad de funciones
porque, con el pasar de los siglos, de las necesidades elementales del hombre
se ha pasado a necesidades mucho más ricas y articuladas, que implican un número
extraordinario de respuestas y, por consiguiente, de figuras profesionales. El
resultado es que nosotros no tenemos ya la exclusiva del enfermo, ni el
derecho de imponerle desde fuera nuestra concepción religiosa de la vida. Pero
hay más: el enfermo de hoy tiene a su disposición una gama de respuestas
terapéuticas y asistenciales impensable hasta hace algún decenio. En algunos
hermanos de San Juan de Dios este progreso ha generado frustraciones incluso
la sensación de sentirse inútiles. Es doloroso constatar cómo algunos de
nosotros juzgan que ya no es interesante trabajar con el hombre de hoy, como
si este hombre estuviera menos angustiado, menos solo, menos necesitado,
fuera menos merecedor de nuestra dedicación que el de ayer. Al contrario, me
atrevo a decir que aunque el hermano de San Juan de Dios debiera renunciar a
todas sus tareas profesionales, él cumpliría igualmente con su presencia,
su bondad y alegría y con su estilo de vida, la propia misión dando testimonio
de la sacralidad del hombre y del amor de Dios por el hombre, según su carisma
específico, en las formas adecuadas a los tiempos.
22. Ha
dicho recientemente Juan Pablo II:
«S. Tomás, comentando el tratado aristotélico acerca del alma, afirma
netamente: el hombre es totalidad del ser (De Anima, III, lec. 13), encierra en sí una infinita
profundidad del ser, imagen del Infinito por esencia que es Dios mismo.
Querría imprimir profundamente en el alma y en el corazón de todos esta
grandiosa concepción del hombre, pensando en la cual desde el primer día de mi
ministerio pontificio he exclamado: con qué veneración debemos pronunciar esta
palabra: hombre». Y ¿no es nuestro tiempo el de la atención, de la escucha, del
respeto, de la promoción de la libertad de los hombres, de su identidad, de sus
motivaciones?
23. Estar cercano al enfermo de hoy requiere
comportamientos técnicos, morales, humanos, sociales, religiosos que ninguno de
nosotros puede desarrollar por sí solo. Esto comporta en nosotros un crecimiento,
es decir una dilatación en nuestro modo de vivir, de actuar, de servir al
mundo: es el hombre quien se dirige a nosotros para pedirnos algo más,
aquel algo que ha modificado totalmente no sólo nuestros hospitales, sino también
el número y la calidad de los colaboradores laicos. Este mismo hombre nos
apremia a delegar tareas, a trabajar en grupo, a estudiar, a profundizar, a
salir de la rutina, de nuestros esquemas mentales. El no nos pide ser
mejores como enfermeros, como administradores, sino que nos pide estar
atentos, totalmente disponibles a «hospedar» su entera humanidad, la persona en
su conjunto, a entender y saciar su sed de ser atendido, porque nunca como hoy
el hombre — rico en dinero — es pobre de relaciones humanas sinceras y desinteresadas.
Transmitir el perfume
de la sacralidad del hombre
24. Mis queridos hermanos, cuando
oigo a alguno de nosotros lamentarse por la pérdida de la relación directa y
exclusiva con el enfermo me pregunto qué pensaría nuestro Fundador viendo al
enfermo acompañado por más personas, provisto de medicinas, de espacios
decorosos, de estructuras acogedoras... Ciertamente estaría satisfecho constatando
la presencia de todo lo que, en el fondo, él mismo buscaba ya hace siglos,
cuando tocaba a las puertas de los ricos y de los poderosos para conseguir
ayuda para distribuir a los enfermos de entonces, necesitados de todo y carentes
de tantísimas cosas. Si acaso, Juan de Dios nos estimularía a identificar a los
desheredados de hoy en los minusválidos, en los ancianos, en los drogadictos y
en los pobres. Y eventualmente nos reprocharía no por nuestro estar menos
cercanos al enfermo, sino porque junto a una «cercanía técnica» a veces no
existe en nosotros y en nuestros colaboradores que giran en torno al enfermo
la «cercanía humana». S. Juan de
Dios nos ha dejado en herencia la pasión por el necesitado, que se expresa
no sólo estándole cercano físicamente, sino inspirando, sosteniendo, iluminando
a cuantos (colaboradores laicos, familiares, etc.) actúan en torno a él, para
que a su vez, con la inteligencia del corazón además de la mente, sepan
testimoniar la esperanza, la confianza, el amor hacia el prójimo.
25. La
Hospitalidad del futuro podrá cambiar aún mucho en sus formas exteriores, pero
no deberá nunca disminuir nuestra capacidad de testimoniar el mensaje
evangélico del amor, definido como nuevo por el Señor Jesús (cf. Jn.
13, 34).
Su primera novedad es la unión de los dos mandamientos «La caridad hunde
sus raíces en una entrega sin reservas a Dios: toda la persona con sus
cualidades, sus proyectos, sus capacidades operativas debe confiarse a la
voluntad de Dios, al proyecto de amor que Dios tiene sobre los hombres. La
manifestación visible y dinámica de esta confianza es la entrega a todo hombre,
considerado como un hermano, un prójimo, un otro sí mismo». (Card. Martini). No
se pueden separar o reducir los diversos aspectos de aquel acto unitario que es
la caridad. Si tuviéramos que privilegiar alguna perspectiva nuestra limitada,
perderíamos de vista los inmensos horizontes abiertos por la mirada de Jesús.
26. La segunda novedad del mensaje es la
sorprendente y revolucionaria concepción del prójimo (cf. Lc 10,
29-37). Para Jesucristo el prójimo no es aquél que tiene ya conmigo relaciones
de sangre, de afinidad psicológica o de necesidades que yo puedo satisfacer.
En prójimo nos convertimos nosotros mismos en el acto en que ante un hombre —
también ante el enfermo o el necesitado que no conozco — decidimos dar un paso
que nos acerca, nos «aproxima» a El.
Los hombres, como
los judíos y Salomón, y como los constructores de nuestras catedrales, han
querido expresar simbólicamente todo el cosmos material y humano en sus
templos. El Cuerpo de la comunión con Cristo tiene ciertamente su forma
visible y señalable, la Iglesia; pero, como dice Pablo Evdokimov, si se
puede decir dónde está la Iglesia, no se puede decir dónde no está. Los límites
y los modos de la Acción del Espíritu en el mundo se nos escapan.
Por esto todo
consiste en «hacerse prójimo», como afirma el Cardenal Martini en su bella
carta pastoral (1985-1986). A nuestro Ricardo Pampuri no se le recuerda porque arrancaba
muelas antes de curar minusválidos, sino porque — aun realizando trabajos
simples y humildes — de su persona emanaba el perfume de Dios. Perfume que él
había sabido cultivar dentro de sí con el estudio, con la oración, la capacidad
de escucha del hombre de su tiempo, en el lugar donde vivía no olvidándose
jamás de ser ante todo un testigo, un portador de luz, aparte de ser un
trabajador, un técnico.
27. Mis queridos hermanos, de Pampuri aprendamos la lección de que nuestra
primera y auténtica función es la de encaminarnos hacia nuestra
santificación personal, independientemente del hecho de ejercer ésta o
aquella profesión. La función profesional, si se da, manifestará y dará plenitud
a la humanidad de nuestra persona. Si cultivamos en nosotros — a través de un
largo trabajo de elaboración interior esta dimensión de lo divino, y la difundimos
en torno a nosotros para la salud de nuestros enfermos, logrando «contagiar»
del mismo espíritu a nuestros colaboradores, a los familiares y a la gente que
vive en torno a nuestras obras, entonces habremos cumplido la tarea que nos
compete, la de testigos y la de guías morales antes aún que
técnicos.
II
NUESTRO TESTIMONIO
SE FUNDA
SOBRE LA APERTURA
AL ESPIRITU SANTO
28. «Nuestra apertura al Espíritu, a
los signos de los tiempos y a las necesidades de los hombres nos
indicará cómo debemos encarnarlo creativamente en cada momento y situación».
La cita, sacada de las Constituciones (art. 6a), nos ayuda no sólo a comprender
sobre qué bases realizar nuestras opciones de función, sino también a delinear
sus consecuencias «prácticas» para estar abiertos al Tiempo, al Hombre.
Abrirse a la energía del Espíritu
29. Durante una meditación, me ha impresionado
el pensamiento expresado por un psicoanalista: «Cuando leo la Biblia, quedo
impresionado siempre por la figura del Espíritu Santo». Este
impulso, esta fuerza vital — si queremos definirla así — es la herencia
dejada por Cristo a los apóstoles, es la vida transmitida a los hombres por la
Vida misma. Antes de recibirla, los discípulos han debido recorrer numerosas
etapas: una larga dependencia del Maestro, acompañada de toda la gama de
sentimientos humanos (admiración, resentimiento, celos, etc...); la caída de
las ilusiones narcisistas a lo largo del camino, unida a la pérdida de la seguridad
del poder; la separación final, vivida tanto en sus aspectos dolorosos (la
muerte de Cristo) como en los gloriosos (la resurrección y la ascensión).
Sólo al final de
semejante recorrido — me urge subrayarlo — puede el hombre apropiarse de sí
mismo, llega a ser en verdad persona y reconoce la divinidad «dentro» de
sí desarrollando sin temor todos sus talentos. «Se llenaron todos de Espíritu
Santo y empezaron a hablar en lenguas diferentes, según el Espíritu les
concedía expresarse» (Hech. 2, 4).
30. Si de la interesante aproximación
psicológica pasamos a la bíblica y teológica, la meditación, sobre el Espíritu
se enriquece desmesuradamente. Me complace referir aquí un párrafo del
eminente teólogo Y.M. J. Congar, que, ahora ya al término de su vida, parece
dejarnos en herencia para nuestros tiempos la contemplación de Espíritu.
«Hoy abundan los testimonios de los Padres, de los teólogos, de los
místicos, del Concilio Vaticano II, que reconocen una presencia activa del Espíritu
en el mundo y en los afanes que lo atormentan. Esto no significa que todo en
esta historia venga del Espíritu Santo. El mal también se apropia su parte. El
hombre permanece «incurvatus in se», tentado incesantemente a replegarse sobre
sí mismo, a buscarse y hacerse autosuficiente en el olvido y el desprecio de
Dios. El Espíritu Santo, abogado de Jesús y de los discípulos, es también aquel
que “convence al mundo de pecado” (Jn. 16, 9) y que anima la lucha contra la “carne”».
31. La acción del Espíritu en la historia
de nuestro mundo tiende a constituir un cuerpo de hijos de Dios y un templo de
adoración «en espíritu y verdad» que no puede ser solamente el cuerpo de
Cristo (cf. Jn. 2, 21).
32. Tratando de precisar las razones
que impulsan a la Iglesia a la actividad misionera, el decreto conciliar «Ad
Gentes» afirma que «finalmente se cumple el designio del Creador, quien creó
el hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan de la
naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando
unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: “Padre nuestro”» (n. 7-3). Y esta
idea viene documentada con abundantes citas de los Padres
de la Iglesia,
entre las cuales, la siguiente de San Hipólito: «El no rechaza a ninguno de sus
servidores... queriendo y deseando salvar a todos, queriendo hacer a todos
hijos de Dios y llamando a todos los santos a formar un solo hombre perfecto».
Existe, efectivamente, un solo Hijo (Siervo) de Dios: por medio de él nosotros
obtenemos también la regeneración (el nuevo nacimiento) mediante el Espíritu
Santo, aspirando a formar juntos un único hombre celeste y perfecto. «Es uno
solo, en definitiva, el que dice “Padre nuestro”. Y nosotros, su Iglesia, formamos, dentro de la amplitud del mundo, lo que
San Pablo llama “las primicias”.
33. Nosotros conocemos e invocamos a
Cristo y al Espíritu. Tenemos la Palabra inspirada, los sacramentos, los
ministerios instituidos. Si el Espíritu actúa más allá de los límites visibles
de la Iglesia, ésta es para el mundo el sacramento de Cristo y de su Espíritu.
Nosotros asumimos este vasto mundo en nuestra oración, rindiendo por él gloria
al Padre mediante Cristo en el Espíritu.
34. El Espíritu, en efecto, es
Aquel que secretamente recoge y anota todo lo que, en el mundo, trata de balbucir
“Padre nuestro”. Este es el sentido que, personalmente, damos cada día a la doxología
que termina la Anáfora y introduce el “Padre nuestro” «Sólo por su medio
nosotros gritamos, o él grita por nosotros, ¡Abba, Padre! (Rom. 8, 15; Gal. 4, 6). (Cit. de La parola e
il soffio, Borla, Roma 1985, pp. 157-159).
35. Estas rápidas referencias a la
acción del Espíritu del Señor llegan a una conclusión que siento
profundamente: debemos abrirnos al Espíritu. Incesantemente y con urgencia. Ser
espirituales no es una opción facultativa entre otras, sino que es
nuestro deber, nuestro destino.
Para una cultura de la atención
36. Sólo en el
Espíritu Santo tenemos la capacidad de comprender y asimilar el Evangelio —
fundamento perenne del Cristianismo — y su mensaje.
Pido excusa si
recurro una vez más a una cita para aclarar el sentido de mis palabras. G.
Prezzolini, escéptico, pero atormentado a la vez por la búsqueda de Dios
hasta el punto de entablar una preciosa correspondencia con Pablo VI, escribe:
«El Evangelio no contiene un mensaje social o político.. El cristianismo busca
la transformación del hombre en nuevo Adán: es, el del Evangelio, un mensaje
puramente interior… Estos cristianos, estos viajeros de paso por el mundo,
pero no pertenecientes a este mundo, deben ocuparse de las cosas de este
mundo siendo indiferentes a sus formas. Lo que temo hoy en los cambios que la
Iglesia se propone justamente es que siga una línea política.., o sea, la
tendencia a seguir a los más fuertes...» Y también: «Pero un campo le ha
quedado a la Iglesia. Ni la ciencia ni el Estado han podido jamás tocarlo: el
corazón humano que está inquieto... En este campo, que no mira ni a ricos
ni a pobres, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, esclavos o amos, blancos o
negros, de derecha o de izquierda, la Iglesia tiene un poder absoluto sobre
las conciencias de todos aquellos que sienten la insatisfacción de los
bienes terrenos y no tienen el coraje desesperado de aceptar el mundo árido,
indiferente al destino humano, puro choque de fuerzas sin ninguna finalidad...
La Iglesia debería... recordar... que vive para defender valores contrarios a
los honores, a la riqueza, al poder, al lujo, al placer de los sentidos, a la
apatía, a la conquista... Pero ningún Estado y ningún partido se propuso jamás
ni tiene la posibilidad de elegir y hacer hombres buenos: he aquí el campo de
la Iglesia...
Un santo, un religioso caritativo, un
poeta inspirado por la conciencia religiosa son más importantes que muchas
afirmaciones, reducciones, modificaciones del culto, del hábito, de la
doctrina eclesiástica» (de la «Sombra de Dios»).
37. Queridos
hermanos: nuestra apertura al Espíritu comenzó cuando nosotros, inquietos, sentimos
insatisfacción de los bienes terrenos y juzgamos la aridez del mundo y la
indiferencia hacia el mal como situaciones a modificar ante todo dentro de
nosotros; así, tocados por el soplo del Espíritu, nos encontramos con S. Juan
de Dios que nos ha invitado a ocuparnos del corazón humano con el corazón
abierto a El. Nosotros estamos en línea con el Evangelio cuando testimoniamos
el valor-caridad: no nos mueve otra cosa que el interés por cuantos, pobres en
la carne y en los afectos, se dirigen a nosotros. Nosotros, cuando estamos
abiertos al Espíritu, somos portadores, más que de la prestación técnica, de
una cultura de la atención hacia el alma humana, hacia el Yo esencial e inmortal,
mediante la acogida de la persona en su integridad. Pero para mantener esta
apertura integral al hombre, debemos buscar nuestra continua transformación
interior. Esta es, por lo demás, la condición necesaria para otras
transformaciones referentes a nuestras Comunidades, a las Provincias, a nuestras
obras, a las relaciones con los colaboradores laicos y con nuestros mismos
enfermos.
El sonido de la Palabra se hace eco en el Espíritu
38. Esta es,
por consiguiente, la primera revolución que debemos hacer. Ella nos impedirá embalsamar
el Evangelio, nuestro Carisma, el Hombre que sufre, el Tiempo y el Mundo en
que vivimos. Pero requiere un empeño nada ordinario, que tiene su centro en la
escucha de la Palabra, unida a la contemplación total en el Espíritu. Uniendo
entre ellos la Palabra y el Espíritu, encontraremos también el sentido unitario
para nuestra vida. Cuando nos sentimos molestos porque quieren cambiar nuestras
costumbres y nuestra seguridad operativa, nos preguntamos enseguida cuáles son
las cosas prácticas que debemos hacer, olvidándonos el primum movens de todas nuestras acciones: el Espíritu, el
soplo vital que debe inspirarlas.
39. Mis
queridos hermanos: lo que nosotros realicemos en el futuro en términos de
obras, funciones, direcciones, estará exactamente en relación al puesto y a la
dimensión que demos al Espíritu, es decir, en definitiva, a nuestro crecimiento
personal, al cuidado con el que sepamos evitar perdernos en actividades poco
productivas y sin relación al sentido que nosotros queremos dar a la vida.
Nosotros hemos elegido estar de parte del que ama con amor sin medida y acoge
al débil, al indefenso, al olvidado; hemos elegido vivir largos momentos de
abandono, de desierto, de meditación, de oración no «rutinaria», para adquirir
esa capacidad de amor incondicional. El secreto de la Palabra espera ser
descubierto por nosotros: «Ella es la perla preciosa, el tesoro escondido, para
cuya conquista es necesario vender todo. En la escucha silenciosa, la Palabra...
aflora a la conciencia y enciende allí el deseo irresistible de ordenar a su ritmo,
percibido como la armonía del destino personal, la propia realidad. Sin el
despertar de este deseo, el hombre se priva de su paso, de su cualidad
esencial, y termina por perderse en las confusiones del ambiente en que vive.
La plegaria evangélica es el encuentro, en el silencio, de nuestro misterio personal
con el misterio divino, el reencuentro nuestra verdad en Dios...
La crítica que la gente nos dirige es una
sola: nos ocupamos demasiado del tiempo, del mundo, y poco del espíritu; y por
esto ya no nos distinguimos de cualquier colaborador laico, cuando no lo
tenemos sujeto con nuestro freno. Nosotros que servimos a la vida, la creación
(tratando de liberarla de las deformaciones de la pobreza, de la enfermedad,
del escepticismo y de la soledad) debemos poseerla. Una vida completa que late,
corpórea y espiritual, rica y disponible, capaz de prestaciones humanas y religiosas
útiles al otro y no sólo a nosotros mismos. Lo repetiré hasta la saciedad: la
vida práctica, activa, nuestra función, son importantes, pero no salvarán
nuestra alma ni a la Orden, si nosotros no dedicamos mucho de nuestro tiempo a
enriquecer la vida interior, a cultivar nuestras capacidades de amor, en la búsqueda
de la unión personal con el principio de la vida» (Vannucci).
40. Nuestra
Orden ha recibido en herencia una grande y preciosa cultura del trabajo: conocemos
todos el valor y la utilidad del trabajo para nuestro equilibrio biopersonal.
Hoy nuestra actividad nos está apartando hacia funciones más directivas, de
guía: nos pone, si somos capaces, en condiciones de establecer relaciones
humanas, además de profesionales, que son una gran ayuda psíquica para
nosotros y para los enfermos.
A veces es
escaso en nosotros el trabajo intelectual y el espiritual: si los olvidamos, acabaremos por vaciar de
significado nuestras actividades manuales y profesionales.
No mentir, no
traicionar
41. La mía
os parecerá una provocación; pero debemos centrar más nuestra jornada sobre el
cultivo del espíritu y de la persona, revisando sin prejuicios nuestras
actuales tareas, de modo que se garantice a través de ellas la realización de
nuestro carisma. En efecto, como hombres, a través del trabajo, damos al mundo
nuestra humanidad y demostramos nuestra capacidad de amar. Como religiosos
debemos expresar al mundo indicaciones y también criticas, si es necesario;
pero para hacer esto debemos conocer «los impulsos de la humanidad actual, para
afirmarlos y purificarlos». Y debemos reavivar en nosotros la oración, llevándola
a un nivel de madurez. Esto es posible si a la cultura del trabajo manual y
profesional sabemos juntar la del hombre y la de nuestra civilización, además
de aquella fundamental del Espíritu.
Sólo con esta
condición nuestras comunidades se animarán y cada religioso, según las propias
experiencias y actitudes, podrá comprender el mundo en su autenticidad, interpretar
el profundo anhelo humano de dar un sentido a la vida, rechazando todo
modelo, según el famoso dicho: aprender de todos, no imitar a ninguno. También
nosotros, por consiguiente, en espíritu de búsqueda, de verdad y amor, de
autenticidad y libertad, debemos reinventar nuestros modelos de vida religiosa,
operativa, comunitaria, social. Hagamos juntos este trabajo evitando las
tentaciones de repetir modelos ya superados (que es mentir) o de imitar esta
o aquella Orden (que es traicionar la coherencia con nuestros orígenes).
La apertura al Espíritu
en nuestras comunidades
42. Nuestro
abrirnos al Espíritu — se ha dicho — presupone un trabajo individual de crecimiento
humano, intelectual, religioso y una acción coherente con la realidad específica
de nuestras obras. Nuestro crecimiento comienza desde los años del noviciado
junto a nuestros hermanos, nuestros colaboradores y junto a los enfermos, con
los cuales nosotros estamos (o deberíamos estar) en perenne comunión.
Comienza, por consiguiente, en la comunidad religiosa, que hoy nos da quizá más
angustias que satisfacciones. Esto era menos cierto en un tiempo cuando la
comunidad, como un gran regazo materno, nos protegía, nos daba seguridad, aun
mostrándose muy severa en términos de prescripciones, prohibiciones e incluso
obstáculos a nuestra realización personal. Hoy algo ha cambiado: la comunidad
de religiosos ya no es una entidad totalizante, hay más espacio para las libertades
personales, la función jerárquica se vive de modo menos opresivo. Sin embargo,
persiste una cierta desilusión en todos nosotros; de vez en cuando esperamos
que la comunidad debe corresponder mejor a nuestras necesidades; quizá
cultivamos el deseo infantil de ser amados por los otros, tal vez sin
merecerlo; quizá nuestra idea de la comunidad religiosa ha quedado bloqueada a
mitad de camino entre la nostalgia del pasado (o su total rechazo) y el impulso
de abrirla al Espíritu, además de a cada uno de los hermanos.
43. Creo
que nos toca a nosotros reinventar nuestras comunidades, que no se nos
regalan en esta o aquella Casa. Nosotros hemos sido víctimas de un error: el
de pretender que el amor sea un don y no una conquista. Es bien cierto que
en los primeros años de nuestra vida, en la familia y en
el colegio, nuestros
padres, igual que nuestros superiores, nos han mostrado frecuentemente un rostro
sonriente, benévolo, acogedor: en el fondo, cada niño debe recibir el amor
gratuito de los adultos. Pero con el pasar de los años hemos experimentado
que amar y ser amados es una cosa increíblemente compleja, comprometida, cada vez menos espontánea, siempre en
suspenso, rica en experiencias contradictorias, cuando no portadora de verdaderos
y auténticos sufrimientos. La comunidad ha llegado a ser antes o después para
cada uno de nosotros, de algún modo, fuente de sufrimiento.
Podemos sentirnos en apuros para admitir la pesadez, la casi imposibilidad
de crear una comunidad rica en comprensión, en actividad, en confianza. Pero
tenemos el deber de buscar soluciones. En la comunidad de hoy son más
evidentes los signos de desgaste, de desconfianza, de incomprensión, también
porque más que en el pasado es posible la huída de la comunidad-comunión, de
diversas formas: trabajando más, frecuentando estudios, emprendiendo
actividades sociales, viajando, reuniéndose para discutir, etc.
44. En términos humanos, la comunidad podría
ser comparada a un grupo que se constituye para alcanzar cierta meta. Es
típico el equipo profesional que — una vez logrado el objetivo — se disuelve y
cada uno vuelve a sus ocupaciones. Nosotros somos un grupo también en este
sentido, pero no solamente en éste. También nosotros nos reunimos para orar,
para trabajar, para estudiar; pero esto aún no hace la comunidad-comunión:
frecuentemente, en efecto, nosotros deseamos la comunidad, pero al mismo
tiempo la huímos, quizá para evitar riesgos. Creo que sucede esto no por maldad,
miedo o escaso sentido de la religiosidad, sino más bien por el deseo de
impedir el aplastamiento del Yo personal en la vida comunitaria, de evitar la
exploración afectiva por parte de algunos hermanos no suficientemente maduros
como personas y como religiosos; en otras palabras, se tiene la convicción de
que en comunidad no es posible desarrollarse a sí mismos, crecer como personas
y como religiosos, y que en comunidad sobreviene solamente el empobrecimiento
del Yo y su explotación.
45. Queridos
hermanos, todo esto en parte es cierto; cuando en comunidad no se tiene la sensación
de ser respetados, de caminar juntos aún en la diversidad de las personas,
entonces se considera inútil participar en ella.
Pero la comunidad religiosa es algo más que un grupo, en cuanto que sus
miembros están juntos en el nombre de Alguien que les ha hecho encontrarse
para realizar el ideal de dar testimonio de su amor hacia el prójimo. Este
ideal unas personas con una fuerte identidad personal y religiosa, interesadas
no en mendigar adulaciones o reconocimientos, sino en ofrecer su persona al
diálogo real con el otro. Nosotros como hombres, como cristianos y como
religiosos, estamos llamados a la comunión. Como afirma el Vaticano II, «la
razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vocación a la comunión
con Dios» (GS, 19). No se trata
de una simple actitud humana hacia el diálogo y la disponibilidad, sino de un don
que se nos ha desvelado y comunicado en la palabra de Dios. La comunión es misterio,
cuya participación es ofrecida al hombre; es «el proyecto de Dios que se
actúa en la historia con el anuncio de la fe, fundado sobre la comunión
trinitaria» (CEI, Comunión y comunidad, documento 1981, n. 16). De ello
se sigue que tanto la Iglesia en su ser comunidad, como las comunidades de
Iglesia — como es nuestra comunidad religiosa — son siempre un «icono» de la
Santísima Trinidad, una manifestación del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. La comunión testimonia el amor mismo de Dios, un amor puro y exigente.
46. Queridos
hermanos, debemos reconocernos por lo que somos, con nuestras luces y nuestras
sombras, por lo que queremos conseguir a través de nuestra vida, y después
interrogarnos si somos «auténticos», además de con nosotros mismos, también
con nuestros hermanos. De otro modo, la comunidad no llega a ser comunión,
lugar de crecimiento y de intercambio, donde se encuentran personas vivas, de
carne y hueso, unidas en la diversidad de caracteres, de carismas y de
formación, para dialogar respetándose siempre, caminando juntas, aunque sea con
misiones y tareas diferenciadas. La comunidad no es el paraíso terrestre, sino
un lugar necesario para el crecimiento de todos a través del encuentro
realmente fraterno en las intenciones y en las formas, no cegado por las
ilusiones o por nuestros deseos narcisistas.
47. La
incomprensión y el conflicto en las comunidades muy frecuentemente manifiestan
el deseo de salir de la inmadurez, del conformismo, de la hipocresía de ciertas
reuniones celebradas sólo por deber y no porque son funcionales para nuestra
vida. Pero ¿cómo podemos hablar de amor si no poseemos la conciencia de
nuestros límites y de los de los otros, si no nos respetamos y si no respetamos
al otro?
Seamos seres humanos, vivamos en comunidad no para replegarnos sobre
nosotros mismos, sino para crecer con cuantos tienden a nuestros mismos
objetivos.
48. Nuestra principal preocupación, por
consiguiente, debe estar dirigida a esta ya no más eludible situación de
malestar de la comunidad religiosa; situación que se afronta no reforzando mecanismos
ilusorios, sino redescubriendo la pasión originaria y original del crecer juntos
mediante el amor con que nos ha amado Cristo (Jn. 12, 14).
Nosotros podemos
dar a cambio nuestro empeño por ser cristianos y religiosos cada vez más
auténticos, independientemente de las desviaciones y de los errores
inevitables; vigilándonos, pues, a nosotros mismos, y sin juzgar a los demás.
Dice un poeta: «Juzgar a una persona por su acción mezquina es como calcular
la potencia del océano por su ligera espuma». Mucho más autorizados el Evangelio
y San Pablo, de los cuales os invito a leer las citas concernientes. (cfr. Lc.
6, 37-38; Gal 5, 13-15).
49. De
cuanto he dicho, resalta la importancia que asume para la identidad y eficacia
de nuestro carisma la formación de comunidades en las que actúen personas
auténticas, conscientes del hecho de que tales comunidades se construyen día a
día entrando en ellas con las propias energías y con las propias debilidades,
con la propia experiencia y con el deseo de permanecer unidos en el nombre de
Jesús, porque en tal caso El está presente (Mateo, 18, 20).
Nuestra
hospitalidad podrá cambiar, surgirán nuevas obras, otras podrán y deberán
extinguirse. No es esto lo que preocupa, sino más bien el hecho de que sean
protagonistas del futuro comunidades verdaderamente renovadas.
III
NUESTBA APERTURA AL TIEMPO
Y AL HOMBRE
50. Si tuviera que expresaros
completamente mi pensamiento sobre este tema, necesitaría otro espacio bien
distinto. Los cambios sucedidos en estos últimos decenios en el campo de la
salud y, más en general, en los de las necesidades y sufrimientos de la
humanidad, con innegables progresos pero también con imprevisibles paradas y cambios
de dirección, son tan numerosos y desconcertantes que requerirían una reflexión
de por sí. Aquí pueden ser suficientes algunas notas, unidas a alguna propuesta,
que nos estimulen a las necesarias aperturas al Tiempo y al Hombre sin
abandonar nunca la apertura (central) al Espíritu.
Un Tiempo diverso, un Hombre diverso
51. Una primera reflexión concierne
a la humanidad de hoy: somos todos conscientes de que ella ha sido sorprendida
por la rapidez de las transformaciones y estímulos que han interesado las
ideologías, la economía y la política, provocando auténticas «revoluciones»
dentro del alma humana. «Un mundo diverso invade el mundo conocido, y este
mundo es tan imprevisible que hace del todo insignificantes las previsiones de
la vida ordinaria. En este mundo diverso existe el misterio de todos los
fundamentos de la vida». (W.B. Kristensen).
En este mundo
diverso nace el hombre diverso de nuestro tiempo, que una vez más se bate entre
las exigencias divinas y las del mal, como nos enseña la historia. En este
mundo diverso nosotros debemos-queremos vivir, nosotros debemos-podemos
actuar. Pero nuestra acción resultará eficaz sólo si poseemos la fuerza interior
y la conciencia de que la humanidad tiene necesidad de testigos de la
verdad, de guías morales además de operativos, de anticipadores con
coraje. Nos lo recuerda Pablo VI con fuerza inigualable: «El hombre contemporáneo
escucha más gustosamente a los testigos que a los maestros, o si escucha a los
maestros lo hace porque son testigos. S. Pedro expresaba bien esto cuando
describía (1 Ped. 3, 1) el espectáculo de una vida recatada que conquistaba sin
necesidad de palabras a los rebeldes a la Palabra» (Evangelii Nuntiandi, n.
41).
52. Este empeño personal que hace avanzar a
la humanidad pone al hombre de nuestro tiempo en una condición nueva, quizá la
más nueva y perturbadora desde su aparición cotidianamente enfrentado con realidades
que lo manipulan y lo alejan del «centro» vital del espíritu, de aquel Dios por
quien él ha sido creado «a imagen y semejanza». Quien no es capaz de recoger
el desafío de esta soledad, resulta presa de las modas del tiempo, se arroja a
actividades frenéticas, se retuerce, se dispersa, ofuscando su identidad,
perdiendo en definitiva su libertad.
Guardianes y artífices del bienestar de la gente
53. Hoy más que ayer son, por consiguiente,
necesarias al hombre la libertad de pensamiento personal, la riqueza del
corazón y una nueva y más coherente operatividad.
Y todo esto ¿qué
relación tiene con nuestra vida de religiosos hospitalarios? Una relación muy
estrecha en cuanto que nosotros debemos asirnos mucho más a nuestro Yo
interior, a nuestra libertad, a la fuerza de nuestros sentimientos si queremos
actuar de modo coherente en favor de la humanidad de nuestro tiempo.
Frecuentemente se
ha alimentado en nosotros un vicio mental, anticristiano: el hábito de vivir
con la enfermedad, la incomodidad, el sufrimiento de nuestros pacientes nos ha
hecho olvidar el verdadero objetivo, que es el de garantizarles, también a
través de la actividad sanitaria en sentido estricto, el máximo de bienestar
posible. Nosotros no somos solamente distribuidores de medicinas, o reparadores
de cuerpos, sino también y sobre indo guardianes y, por nuestra parte, artífices
en muchos casos del bienestar de la gente que se dirige a nosotros cargada de
necesidades y motivaciones nuevas e incluso conmovedoras para nosotros, habituados
a una visión esquemática y reductiva en nuestra acción.
54. Nuestra apertura al Tiempo y al Hombre
nos debe comprometer no sólo profesionalmente, sino también personalmente y
culturalmente en la búsqueda de este hombre de hoy, diverso del de ayer.
Es precisamente de este hombre de quien nosotros queremos huir cuando decimos
que en la rica sociedad capitalista no hay ya lugar para los hermanos de San
Juan de Dios. Como si ser ricos equivaliese a tenerla llave de la felicidad, de
la salud, del bienestar. El bienestar no se confunde con el «bien-tener».
Advertimos la gran tentación de abandonar a sí mismo a este hombre occidental
que con gran esfuerzo trata de emanciparse de la pobreza, de la superstición,
de tradiciones absurdamente obligatorias, para encontrar un propio equilibrio
nuevo para proponerlo al resto de la humanidad; y abandonarlo precisamente
mientras vive la vulnerabilidad de su condición de buscador de nuevos caminos.
¿Acaso no es también hijo de Dios, llamado a la salvación, y comprometido
frecuentemente en ayudar a los hermanos que sufren por la carencia de alimento,
medicinas, viviendas?
55. Ciertamente el hombre técnico
actual no ha resuelto del todo sus problemas: es más libre, más responsable, más
activo, pero paga todo esto con una mayor fragilidad de los lazos afectivos,
mientras la misma innovación tecnológica lo expone más a los riesgos de la
desocupación, de la movilidad en el trabajo, de la pérdida del rango social,
de la soledad y del anonimato, sobre todo dentro de los grandes aglomerados
urbanos. Paga, en definitiva, este progreso con un difuso malestar de la persona
que se manifiesta en la búsqueda frenética de diversión, de evasión, de
psicofármacos, para encontrar un mínimo de serenidad.
56. Una de las aspiraciones prevalentes del hombre, al menos en la cultura
occidental e industrial, es la aspiración a la autonomía, es decir, a
una condición en la que, cada vez menos condicionado por la tradición, pueda
experimentarse a sí mismo, vivir en plenitud sus dimensiones, ser cada vez más
libre. Esta sed de autonomía, de verdad sobre sí mismo y sobre los demás, en
otras palabras, de autenticidad, representa, sobre todo para nosotros los
religiosos, el aspecto más traumatizante, más duro de aceptar. Efectivamente,
nos inclinamos a condenarlo, también porque su comportamiento va acompañado a
veces de impulsos amorales, de sed de placeres, de negación de lo trascendente,
de perturbaciones en las relaciones familiares y sociales. Sin embargo, el
impulso a la emancipación, a la búsqueda y a la asunción de responsabilidades
personales por parte del hombre de nuestro tiempo no es sólo expresión de
rebelión, sino también de autenticidad, de compromiso. Después de siglos en los
que pocos hombres poderosos han dominado las conciencias y las expresiones de
las masas, la humanidad trata de configurarse el propio destino según modelos
internos más que externos: y esto de por sí es un bien, no un mal. El hombre
que quiere hacerse libre, auténtico, responsable, busca dentro de sí, además de
fuera, los recursos principales para realizarse en estas direcciones. Y no tolera
muy fácilmente las imposiciones, los códigos morales abstractos y no suficientemente
motivados, la esclavitud de la costumbre y de la tradición.
Al mismo tiempo, el
ejercicio de la propia autonomía lo expone inevitablemente a errores y
desviaciones, a momentos de angustia a pesar de las conquistas obtenidas en el
plano material. Y esto porque e] hombre no es sólo lo que tiene, sino
sobre todo, lo que es.
57. Dice un proverbio chino que «el
hombre rico siempre tiene miedo». Y lo tiene sobre todo cuando se enferma.
Quizás el hombre más en crisis hoy es el que entra en nuestros hospitales. De
esta crisis, con nuestra ayuda y la de Dios, el puede renacer a una vida
nueva, más integrada, más orientada al bien de la familia y de los hermanos, más
cristiana y humana. Me viene a la mente este pensamiento de un conocido
sacerdote escritor, A. Pronzato, a propósito de la parábola del sembrador: «El
sembrador no escoge el terreno, no decide cuál es el terreno bueno y cuál el
desfavorable, el apropiado y el menos apropiado, aquél del que se puede
esperar algo y aquél por el cual no merece la pena trabajar. El terreno se manifiesta
por lo que es después de la siembra, no antes. Si todos los que anuncian la
Palabra recordasen esto... Nuestra tarea no está en clasificar los
diversos tipos de terreno, ni en trazar el mapa de las posibilidades (una
tentación siempre presente). Nosotros debemos probar todos los terrenos.
Debemos arriesgar la Palabra por todas partes. Quisiera decir que debemos
aprender a gastar la semilla. Aprender a realizar numerosos gestos inútiles».
Sin olvidar que la semilla puede transformar el terreno.
Entrar en el templo del tiempo
y del hombre contemporáneo
58. Dedicarse a nuestros hermanos y al
Hombre contemporáneo no es perder tiempo si tenemos la cultura y la fuerza
necesarias. Ayudar a los hambrientos y vestir a los desnudos son obras
meritorias, igual que asistir a quien — encerrado en su egoísmo — es incapaz de
compartir con los demás los bienes materiales y morales. Pobre es todo hombre que
ha perdido el equilibrio psico-físico y la esperanza en una vida más rica en
todos los sentidos; quien se acerca al misterio de la muerte o, aunque sólo sea
temporalmente, se ve obligado a separarse de los afectos familiares, de los
deberes laborales, de las relaciones sociales. Si es
noble la opción misionera, no lo es menos la de quien se decide a estar
con el Hombre del «progreso» y con sus obras, en estas realidades avanzadas
donde están más difundidas la indiferencia y la insensibilidad, humana y
espiritual, hacia el hombre. Un hambriento, un desnudo, un minusválido es mucho
más visible que quien, acomodado, no tiene necesidad tanto de alimento, vestido
o custodia, cuanto de esperanza, de atención, de respeto, de identificación. El
pan psíquico y espiritual es un pan menos visible, pero igualmente útil al
enfermo, aunque sea más difícil de suministrar.
59. Queridos
hermanos, cuidémonos de los complejos de superioridad o de inferioridad producidos
en nosotros por el color de la piel o el tamaño del portafolio de nuestros
asistidos. Cuidémonos del prejuicio según el cual las necesidades del hombre
son solamente de carácter económico-material-científico, afrontables de modo
técnico y basta. Así no se hace justicia a la complejidad y a la riqueza del Hombre contemporáneo,
ni a la esencia de nuestra vocación; es más, puede ser un pretexto para
sustraernos a la asunción de nuevas y comprometidas actitudes orientadas no a
nuestras necesidades (de poder, de prestigio, de rápida respuesta del enfermo a
nuestras intervenciones materiales) sino a las de la persona a nosotros confiada.
A esta persona más libre, más emancipada, más despierta y más sola debe
dirigírsele una atención diversa, si queremos responder realmente a sus necesidades
y respetar los significados más profundos de su estilo de vida. Nuestro carisma,
que tiene una riqueza increíble, no sufre ni sufrirá jamás la falta de
destinatarios: puede ser ejercido en todo lugar habitado por el hombre, el cual
tendrá siempre en el alma el deseo de un alimento no sólo biológico. Nuestro
Carisma nos invita, pues, a entrar en el Templo del Hombre concreto de hoy. Nos
advierte también que debemos cambiar a medida del Tiempo y del Hombre, sin
garantizarnos que tal cambio sea sin dolor. Quizás es más fácil afrontar los
riesgos de la sabana o del desierto que anunciar nuestro Carisma a gente instruida,
con facultades críticas notables, pero con necesidades nuevas que se han de
satisfacer.
60. «En el
ambiente tecnificado y consumista de la sociedad moderna en la cual se
descubren cada día nuevas formas de marginación y de sufrimiento nuestro
apostolado hospitalario es plenamente actual». Lo leemos en nuestras
Constituciones. Somos nosotros, queridos hermanos, los que corremos el riesgo
de no ser actuales si no fijamos la mirada sobre las marginaciones y sobre los
sufrimientos del hombre contemporáneo. Aliémonos, por consiguiente, con
cuantos — también colaboradores laicos — quieren crecer junto a nosotros y a
menudo caminan delante de nosotros. Juntos responderemos mejor a nuestra llamada,
a nuestra misión, conscientes de que ella exige hoy una nueva cultura del
Hombre, del Tiempo y de la Vida, un esfuerzo de búsqueda y de
experimentación que quizá jamás nuestra Orden ha debido afrontar tan urgentemente.
Esta visión del Hombre puede parecer demasiado espiritual y poco técnica,
pero seguramente está línea con las Constituciones y con el Espíritu que las
anima. En ellas encontramos, efectivamente, el impulso para realizar nuestro
apostolado como religiosos «nuevos», actuales, genuinos, en favor del hombre
al que siempre debemos mirar. «Himalaya está en todas partes, nuestro verdadero
maestro es cada hombre y cada mujer que sufre» (Gandhi).
IV
NUESTRA FUNCION EN LA ORDEN
61. Lo que he dicho a propósito del
religioso en particular y de la comunidad, se puede aplicar también a nuestra
Orden. La búsqueda de las necesidades del hombre contemporáneo, la ubicación
de nuestras Obras, la capacidad de proyectar actividades que respondan cada vez
más a las exigencias de la sociedad afectan a la trama conexiva de la
Institución. También ella debe cambiar para vivir en la actualidad y en el
futuro. Y debe cambiar — como en parte ya está sucediendo — en dirección a
una unión cada vez mayor entre casas y Provincias, entre Provincias y Gobierno
Central, entre este último y la periferia.
Unidad en la autonomía
62. Frecuentemente, a nivel individual
y de comunidad, vivimos con cierto desagrado las invitaciones que, desde hace
ya tiempo, viene haciendo el Consejo General a establecer una relación, cada
vez más estrecha, entre las diversas componentes de nuestra Institución. La
falta o la insuficiencia de tal conexión, contraproducente para nosotros y
para las relaciones con los colaboradores laicos, no depende de la distancia
geográfica entre cada una de las Casas y la Provincia, o entre ésta y el
Centro, sino más bien de una escasa percepción de la complejidad y de la
riqueza de nuestra misma Institución. Extraño: en una época en que se viaja con
extrema facilidad de un continente a otro y se dispone de informaciones en
tiempos rapidísimos, nos cuesta aún comportarnos como un cuerpo único, bien
articulado en sus estructuras.
No podemos, no
debemos recibir con sospecha las iniciativas que tienden a favorecer nuestra
unión. Al contrario, es absurdo pensar resolver nuestros problemas de gobierno,
de vida interior, de respuesta a las necesidades del enfermo, de gestión económica
y de programación sin un fuerte espíritu de comunión tanto a nivel horizontal
como vertical.
63. En estos últimos años la Orden ha hecho
un esfuerzo notable en esta dirección: pero aún no basta, no hemos llegado aún
a un nivel satisfactorio. Todos nosotros debemos sentirnos obligados a pensar
soluciones nuevas al problema en un clima de mayor confianza recíproca y de
colaboración por parte de todos. La distancia y las diferencias sociales y
culturales que nos caracterizan no deben convertirse en una excusa de nuestro
desinterés, ¡como si el Centro
no formase parte de la Orden! Queridos hermanos, cuando el Prior General os invita
a vivir intensamente vuestra función, cuando insiste en la necesidad de la
sintonía entre cada uno de vosotros y la Provincia, entre cada una de las
Provincias — también entre vosotros — y el Centro, no pretende quitaros
autonomía, tiempo, recursos, sino realizar aquel intercambio, por otra parte
previsto por las nuevas Constituciones, que nos permite a nosotros y a vosotros
crecer a todas los niveles, favorecer decisiones más sabias. La autonomía no
debe convertirse en autarquía, por ningún motivo; la unidad en la autonomía
es, por consiguiente, un proyecto que no podemos olvidar. La tarea más
desagradable para un Superior General es la de tener que obligar a uno de sus
hermanos a hacer lo que se hace. Es verdaderamente doloroso constatar la pereza
de ciertas Provincias no sólo frente a las indicaciones del Gobierno Central,
sino también frente a resoluciones tomadas en la propia Casa: de palabra nos
manifestamos disponibles y después, de hecho, o no trabajamos o trabajamos
desunidos, cuando no incluso enfrentados. Al Prior General no le molesta la
diversidad de opiniones: surge una inestimable riqueza al considerar un
problema de modo diverso. Lo que, en cambio, empobrece es la falta de
discusión, la falsa obediencia, el espíritu de prevaricación, el miedo de
perder autonomía.
64. Si queremos prepararnos al 2000 en plena coherencia con nuestro carisma de
la Hospitalidad, no podemos renunciar a un mayor acercamiento, humano y
espiritual, entre nosotros, entre Periferia y Centro, entre cercanos y
lejanos. Ninguno de nosotros puede considerarse superior a otro, ninguno puede
sentirse más situado que otro. En el ejercicio de nuestras funciones todos
somos importantes, todos somos útiles, independientemente de la función actual,
de la edad, de la nacionalidad de proveniencia o de aquella donde trabajamos. Y
seremos aún más útiles, más testigos, más conciencia crítica, más guía, más
innovadores si nuestros recursos, nuestros corazones, nuestras inteligencias,
nuestra espiritualidad confluyen hacia proyectos de vida compartidos,
transparentes, participados.
65. Nuestra Orden debe caracterizarse por una visión
verdaderamente comunitaria, por lazos más sinceros y leales, por programas inspirados por un genuino
sentido de pertenencia. El mundo se asombra cuando ve hermanos desunidos,
bloqueados en la auténtica comunión por celos y envidias infantiles, porque se
espera de nosotros, además del testimonio auténtico del amor cristiano, una
disposición para el perdón, la tolerancia, la alianza entre nosotros. Uno de
los grandes miedos de nuestro tiempo, el miedo atómico, está producido
por la astucia, por la prepotencia, por la convicción de estar de la parte justa,
por la discordia continuamente alimentada y jamás resuelta en un espíritu de
diá1ogo. Somos nosotros mismos quienes, desde nuestro interior, todos juntos,
debemos encontrar, la manera de testimoniar al Mundo la capacidad de encontrar
el entendimiento, de soportar las diferencias, de echar un velo sobre las ofensas
recibidas. Saber perdonar es indispensable para construir la unidad, para dar
lugar a la crítica no destructiva, en el respeto y en el amor recíproco.
Vuestro Prior General os pide ser generosos hacia las inevitables debilidades
humanas, para contribuir a la construcción de una Orden más unida y abierta.
Testigos y guías morales para nuestros colaboradores
66. Sobre este aspecto de nuestra vida religiosa
he dicho ya mucho en estos últimos años. Sin embargo, prefiero repetirme, porque
nuestro futuro dependerá mucho de lo que logremos hacer frente a nuestros cada
vez más numerosos colaboradores. Nuestra función ha sufrido y sufrirá ulteriores
cambios radicales: está en nosotros el anticiparlos, inventarlos a la luz de
nuestro carisma y de los signos de los tiempos.
Sobre un punto
quiero ser rápidamente claro: quien entra en los Hermanos de San Juan de
Dios no lo hace por una elección profesional, sino por una vocación interior. Y aun cuando nuestras Obras
preven, dentro de la elección espiritual, un puesto de trabajo profesional,
para nuestros futuros religiosos la formación directiva es secundaria: ellos
no han entrado en la Orden para dirigir. Aunque se adquiere el conocimiento
del arte de dirigir, la preparación cultural, religiosa y profesional no debe
ser la de quien ocupará puestos de mando, porque tenemos la fortuna de tener
colaboradores laicos especializados en esta tareas específicas, que han
empleado en ello más tiempo e inteligencia. Algún religioso, en determinados
momentos y lugares, podrá también asumir funciones directivas y de
gestión, pero ésta no es nuestra meta final, es una fase transitoria y
contingente. Hemos perdido demasiado tiempo en impedir el crecimiento y la
inserción en funciones directivas de nuestros colaboradores laicos: ¡ha llegado
el momento de cambiar!
67. Estoy convencido de que San Juan de Dios
hoy no crearía nuevos Hospitales, ni se pondría a dirigirlos, sino que dedicaría
su esfuerzo a formar hombres, a crear en el laicado mentes y corazones capaces
de asegurar a nuestras Obras aquel clima profesional, humano y administrativo
que frecuentemente falta. Lo repito: nosotros no llegamos a ser religiosos,
Priores, Provinciales, Generales para ser ‘managers’, sino para testimoniar,
para orientar, para formar a nuestros colaboradores para la misión de atender
de forma integral al enfermo, al necesitado. Ya en algunas Provincias de
la Orden la función de coordinador de la comunidad ha sido separada de la de
director administrativo del Hospital.
Debemos continuar
en este camino, cambiando ante todo nuestro ánimo. Ciertamente es más
gratificante, en una óptica puramente humana, administrar el poder por el poder
que no dirigir un servicio en una posición de guía moral, dejando la dirección
técnica a colaboradores laicos — que casi siempre lo saben hacer mejor — oportunamente
elegidos y formados permanentemente. Pero la gran tarea que nos espera
en el futuro próximo es precisamente ésta: ser, dentro de nuestras Obras, guía
moral, es decir, conciencia vigilante y, si es necesario, crítica, a fin de que
nuestros colaboradores se alíen con nosotros en el servicio al enfermo. Es una
opción decisiva que no podemos postergar más, que nos costará notable esfuerzo,
quizás incluso la pérdida de prestigio en algún caso, pero permitirá que
nuestras Obras funcionen mejor incluso bajo el aspecto administrativo. Más
concretamente, nuestro colaborador debe convertirse en objeto-sujeto de
nuestras atenciones, como lo es el enfermo; debemos identificar y comprender
sus necesidades y sufrimientos, provocados quizá por nosotros. De este modo
creamos en el Hospital aquella «ecclesia» que de palabra todos queremos, pero
que en realidad tememos.
68. Sin embargo, la función de guía moral no
se improvisa. Se proyecta, programa y actúa según criterios de honestidad
moral, en armonía con las características de nuestros Obras.
Para comunicar nuestra humanidad y nuestra
pasión por el enfermo a los colaboradores debemos poseer esta pasión, no la de
la silla de mando. Asumir una función de guía comporta una crisis de identidad
para muchos de nosotros, habituados sobre todo a actuar en primera persona. El
tiempo de los «fac-totum» se acabó, es necesario concentrarse en tareas
primarias que nuestra opción vocacional nos impone. De aquí la necesidad de
un estudio y una búsqueda continuos para traducir en
orientaciones concretas los ámbitos de comportamiento donde desarrollar las
funciones de guía moral, de animación y de conciencia crítica frente
a nosotros mismos, los colaboradores y el mundo. Esto nos permitirá valorar
mejor nuestra relación con los demás, llegar a una alianza auténtica, eliminar
toda sombra de contraposición, de sospecha y desconfianza.
69. Nuestros colaboradores son en la gran mayoría laicos. Desde el Vaticano II
hasta hoy se
ha descubierto y valorado la
función singular de los laicos en la Iglesia y lo «específico» que los distingue,
la secularidad.
Del documento
preparatorio para el Sínodo de los Obispos de 1987, sobre el tema: «Identidad y
misión de los laicos en la Iglesia», señalaré alguna referencia
particularmente útil para nuestra correcta relación con los colaboradores. Según
el Concilio Vaticano II, la función eclesial de los laicos está inseparablemente
ligada a su vocación bautismal y a su condición secular.
En cuanto
bautizados, son a título pleno fieles incorporados a Cristo y a la Iglesia. Y su inserción en las
realidades temporales y terrenas, o sea su «secularidad», es un dato teológico,
es la modalidad característica según la cual ellos viven la vocación
cristiana.
70. Los laicos poseen una única e indivisa
«identidad», en cuanto son a la vez miembros de la Iglesia y miembros de la
sociedad. De su peculiar condición se deriva coherentemente su participación
en la misión salvífica de la Iglesia: en cuanto bautizados,
pueden y deben vivir su responsabilidad apostólica no sólo en las realidades
temporales y terrenas, sino también en las propiamente eclesiales; en virtud
de su específica condición secular están habilitados y comprometidos
como cristianos no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también y
propiamente en el del mundo y el de sus estructuras y realidades. Lo afirma
claramente el Concilio Vaticano II en la «Apostolicam Actuositatem»: «La obra
redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres,
se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la
misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia
de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con
el espíritu evangélico. Los laicos,
por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su propio
apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden
espiritual que en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están íntimamente
relacionados en el único propósito de Dios, que lo que Dios quiere es hacer de
todo el mundo una nueva creación en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente
en el último día. El laico, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe
guiarse, en uno y otro orden, siempre y solamente por su conciencia cristiana»
(AA, 5).
71. En la misión salvífica de la iglesia frente
a las realidades temporales y terrenas — que es misión de toda la iglesia y,
por consiguiente, también de los pastores — los laicos en virtud de su típica
secularidad tienen un puesto original e insustituible: «A los laicos
corresponde asumir como tarea propia la instauración del orden temporal y
trabajar directamente y de modo concreto en ello, guiados por la luz del
Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad
cristiana; como ciudadanos cooperar con los demás ciudadanos según su
competencia específica y bajo la propia responsabilidad; buscar en todas partes
y en todo la justicia del reino de Dios».
Pablo VI en la
exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi» escribe de los laicos: «El campo
propio de su actividad evangelizadora es el amplio y complicado mundo de la
política, de la realidad social, de la economía; igualmente el de la cultura,
de las ciencias y las artes, de la vida internacional, de los medios de
comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a
la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y
adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos
haya penetrados de espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente
comprometidos en ellas, competentes, en su promoción y conscientes de tener que
desarrollar toda su capacidad cristiana frecuentemente mantenida oculta y
sofocada, tanto más estas realidades, sin perder ni sacrificar nada de su
coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente frecuentemente
desconocida, se pondrán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por
consiguiente, de la salvación en Jesucristo (EN, 70).
72. La presencia de los laicos cristianos en el
mundo debe ser valiente y profética y podrá asumir diversas formas de
testimonio acompañado siempre por el discernimiento evangélico. En efecto,
como advierten S. Juan y S.
Pablo, el mundo es una realidad en la que coexisten el bien y el mal, y que requiere
un trabajo de discernimiento y de libre opción.
Debe ser
reconocida, entonces, y promovida dentro de y para el pueblo de Dios la responsabilidad
de todos y cada uno, por consiguiente, también la de los fieles laicos.
Para definir de modo preciso tanto la legitimidad como la determinación
concreta de los ministerios confiados a los laicos, Pablo VI invitaba a releer
la historia de la Iglesia y a estar atentos a las necesidades actuales: «Una
mirada a los origines de la Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio
de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto más válida en
cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y extenderse. No
obstante, esta atención a las fuentes debe ser completada con otra: la atención
a las necesidades actuales de la humanidad y de la Iglesia. Beber en
estas fuentes siempre inspiradoras, no sacrificar nada de estos valores y
saber adaptarse a las exigencias y a las necesidades actuales, tales son los
ejes que permitirán buscar con sabiduría y poner en claro los ministerios que
necesita la Iglesia y que muchos de sus miembros querrán abrazar para la mayor
vitalidad de la comunidad eclesial» (EN, 73).
73. Cada
subrayado merecería un comentario y una puntualización en relación a nuestra
función de guío moral y de compañeros de trabajo en el edificar
la Iglesia y, en ella, el reino de Dios.
En seguida es
evidente que los laicos, con los que tenemos una relación de colaboración, no
sólo son profesionalmente cualificados, sino que tienen una valía apostólica:
también ellos son «edificadores de la Iglesia», en el sentido de que la Iglesia
crece cada día gracias a nuestro carisma de religiosos y gracias a los dones-ministerios
propios de los laicos.
La meta ideal para
nosotros sería ver a nuestros 40.000 colaboradores sintonizados en nuestra
longitud de onda, aun en la diversidad de la tarea profesional. Nuestros
Hospitales cambiarían como por encanto: no habría ya más cargos o “poltronas”
que defender con los dientes, ni serían ya necesarios ciertos controles penosos
y pedantes, sustituidos por el autocontrol. Debemos también reconocer que, en
muchas Obras, nuestros colaboradores van mucho más por delante que nosotros, y
no sólo profesionalmente. Por lo tanto, debemos abrirles nuestro corazón,
presentarles nuestras dificultades, nuestros problemas y nuestras esperanzas.
Con ellos
podemos-debemos aliarnos: muchos de ellos esperan sólo una señal nuestra para
darnos una mano, para ayudarnos, para aliarse con nosotros y no por interés personal
o para obtener favores, sino porque se dan cuenta de que juntos se puede hacer
más y mejor.
74. Aprendamos, pues, de los colaboradores más
cercanos a nuestro carisma, dialoguemos con ellos, intercambiemos con ellos la
experiencia de las vicisitudes profesionales y personales: sólo así juntos
podremos trabajar por el interés exclusivo de los enfermos. En el esfuerzo de
formación para esta nueva función de apoyo y de guía os apoyarán y os
iluminarán el Consejo General y los Provinciales; pero dejaos inspirar y
ayudar también por los colaboradores laicos «puros de corazón», interesados en
la creación del «Hospitium pietatis» del que se ha hablado. Mis queridos
hermanos, sé que a alguno de vosotros os estoy pidiendo un gran sacrificio. No
siendo contemplativos, en un cierto sentido estamos obligados a dividirnos en
el mismo día en funciones activas y contemplativas. Si queremos no solamente
permanecer en los Hospitales, sino llevar la luz de lo divino al enfermo, debemos
preocuparnos de hacer encender otras luces, aquellas que poseen nuestros
colaboradores, quizás opacas por un velo de pereza, de costumbre y de
fatalismo. Saber quitar estos velos, con discreción pero con confianza en los
colaboradores y en nosotros mismos, entra en la función de guío moral, que
debemos asumir para permanecer en línea con nuestra opción de vida.
Cuestión ética y función de conciencia crítica de
los Hermanos de San Juan de Dios
75. El fin del siglo XX nos sorprende con una
exigencia de ética que proviene precisamente de los ambientes culturales que
parecían ya irremediablemente desenganchados de la referencia a valores y
normas. Se abre camino una fuerte conciencia de que la técnica no basta. Precisamente
el éxito de esta última,
poniendo en mano del hombre posibilidades antes impensables (división del átomo
e intervención sobre la estructura genética de la célula viviente), ha abierto el
nuevo frente de demanda.
La estructura íntima de la exigencia
contemporánea de ética es familiar al creyente, porque tiene un ritmo idéntico
al de la moral que se deriva de la Palabra revelada. Esta última converge
estructuralmente sobre dos polos: el de la
fidelidad y el de la responsabilidad. El cristiano, en su
acción moral, quiere esencialmente ser fiel a Cristo, en cuanto reconoce en su
persona al Hijo de Dios y al Hermano universal, y responsable frente a las
exigencias concretas que la historia dirige a su vocación. También la ética,
de la que se siente hoy una nostalgia difusa, nace en torno a la fidelidad y a
la responsabilidad. Se pregunta, en efecto, bajo qué condiciones el hombre
continúa aún siendo hombre.
Los interrogantes antropológicos son
particularmente fuertes en el campo bio-médico; en la prolongación artificial
de la vida, en las tecnologías aplicadas a la reproducción, en la manipulación
farmacológica del comportamiento y en la praxis psiquiátrica, en el uso de
los individuos para la investigación y la experimentación, en las manipulaciones
genéticas. Se advierte un sentido del límite, más allá del cual se traiciona al
hombre.
76. Bajo el aspecto de la responsabilidad, la
cuestión ética exige que se interrogue sobre la calidad moral de la acción, refiriéndola
no sólo al modelo del hombre al que se quiere permanecer fieles, sino también
al proyecto de un futuro. La primera exigencia, obviamente, es, por cuanto depende
del hombre, que exista futuro. El filósofo Hans Jonas ha reformulado el
imperativo kantiano para la acción moral en estos términos: «Obra de tal modo
que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la supervivencia de una
vida verdaderamente humana sobre la tierra». Hoy estamos en capacidad de
destruir tanto la vida, como la calidad humana de la vida. La exigencia ética
se identifica con la asunción de la propia responsabilidad, renunciando a las
delegaciones y al papel de espectadores marginales del proceso histórico. Ser
sujeto y ser protagonista son dos exigencias equivalentes.
La doble exigencia de fidelidad y de responsabilidad hace afín la
exigencia ética del hombre contemporáneo, aun en la diversidad, a aquella de
quien en su acción moral se inspira en la fe en Jesús de Nazaret.
77. La
fe no proporciona al cristiano o al religioso un territorio privilegiado o
protegido, al abrigo de las agresiones que todos los hombres sufren por el hecho
de vivir en el tiempo y en el espacio. Lo experimentamos en el campo de la sanidad,
en el cual se desarrolla de modo privilegiado nuestro compromiso evangélico y
humanitario. Nos alegramos ciertamente por la exigencia de ética, que pone en
crisis el modelo de medicina «científica», es decir, positivista, que pretendía
estar dispensada de la tarea de plantearse problemas de orden antropológico y
ético. Sobre todo allí donde está en juego la salud, como coágulo de valores
que afectan al hombre en su totalidad, el simple respeto de las reglas de procedimiento
no basta (se podría, a modo de ilustración, recurrir al ejemplo, propuesto por
Kant, del médico y del envenenador: las prescripciones del médico, para curar al
paciente, y del envenenador, para matar a un hombre, son las mismas... El saber
cómo hacer — to know how — no responde
a la exigencia de la ética, que tiene que ver con el «reino de los fines».
78. Mientras nuestros contemporáneos revalorizan
la ética en el ámbito de las ciencias de la vida y de la salud, nos damos
cuenta de que nosotros, en cuanto creyentes y religiosos, no estamos en
capacidad de dar «la» respuesta. Somos orgullosamente conscientes de que la fe
en Cristo nos ofrece un estímulo creativo para buscar, junto a los demás
hombres, creyentes o no, reglas de conducta fiel y responsable. Pero,
precisamente por la trascendencia de la fe, no tenemos un modelo histórico
concreto que proponer (¡tanto menos imponerlo!). El pasado puede depositarse
sobre nosotros como polvo, o quizá también como una costra. Para el Vaticano
II, los creyentes tienen una cierta responsabilidad en el ateísmo, causado por
una presentación inadecuada de la doctrina y por los defectos de la propia vida
religiosa, moral y social. (cfr. Gaudium et spes, 19). Algo análogo puede verificarse respecto al
«contratestimonio» en el plano de la ética (falta de respeto por la conciencia
ajena, instrumentalización de los cuidados del cuerpo en vista de las
preocupaciones espirituales, preferencia dada a la “ley del sábado” — reglas
morales — más que al hombre concreto.
Una nueva situación
de diálogo se ha creado en el campo de la ética: el humanista está llamado a
participar en él con su «fe» (que es por lo menos fe en el hombre; fe en que el
hombre es la medicina para al hombre...); el religioso está llamado a participar
en é1 con la «buena voluntad». Esta inversión de los papeles tradicionalmente atribuidos
al uno y al otro es índice de la revolución operada en la ética, pero también
del camino en el interior de la conciencia cristiana, sobre todo después de la
reflexión conciliar sobre la teología de la Iglesia y de la Historia.
79. Ya he señalado al comienzo del documento
que además de ser testigos y guías morales, debemos también
intervenir críticamente en el mundo de la Sanidad. No basta,
en efecto, trabajar duramente en nuestros Hospitales, es necesario dedicar
tiempo al estudio de los fenómenos ligados al progreso sanitario, para
orientarlos hacia el máximo bienestar de la persona. En el anterior documento
sobre la Humanización he tratado de expresar algunos conceptos al respecto.
Aquí quisiera insistir más bien sobre el hecho de que hoy se tiende a tener
una excesiva confianza en los recursos técnicos que (y no siempre por motivos
humanitarios) se ponen a disposición del mundo sanitario. Esto explica
también la facilidad con la cual por parte de algunos gobiernos y parlamentos han
sido aprobadas leyes en materia de aborto, eutanasia, intervenciones
manipuladoras sobre estructuras genéticas. Estas tendencias van siendo combatidas.
Pero para hacerlo de manera eficaz es necesario estar al tanto, conocer a fondo
los diversos problemas, evitando estériles acusaciones o posiciones defensivas
abstractamente rígidas.
Para cumplir
seriamente una función no sólo crítica, sino también prepositiva, debemos
unirnos más con nuestros colaboradores laicos, con el mundo de la Iglesia, con
la ciencia. Frecuentemente, faltándonos esta conciencia, nos limitamos a constatar,
sin intervenir, mientras deberíamos ser capaces de ofrecer al mundo sanitario
ideas y proyectos abiertos a cuanto de positivo nos viene de la ciencia y de
la técnica.
80. Y,
sobre todo, cuando vemos amenazada la sacralidad del hombre, de cualquier
parte que venga la amenaza, debemos tener el coraje humano y religioso de intervenir. No
podemos callar frente a injusticias, traiciones, perezas, soluciones diferentes
a lo que la humanidad y la fe nos sugieren. Está de por medio nuestra vocación,
nuestro compromiso de aliados de la humanidad que sufre. Callar en semejantes
casos equivale a consentir. Pero, una vez más, para hablar, para señalar caminos
nuevos y justos, debemos poseer una preparación adecuada, estar a la altura de
la tarea. Desgraciadamente no siempre es así. Y volvemos a la indispensable
colaboración de los laicos. Para recoger victoriosamente los retos del tiempo,
nos sirve una conexión, un intercambio constante con expertos de las diversas
materias: profesionales de las ciencias médicas, biológicas, humanas, capaces
de garantizarnos aquella preparación, sin la cual hoy no se puede pasar.
Vuestro Prior General ha practicado siempre este intercambio, recibiendo
por ello frecuentemente críticas, como si el Carisma de la Orden se contaminase
o desnaturalizase por el hecho mismo de que hubiesen sido consultados por mí
colaboradores laicos, dentro y fuera de la Orden. Más que nunca estoy
convencido de lo contrario: nuestro carisma liberará toda su fuerza cuando
estemos abiertos al carisma, humano y científico, de los colaboradores
laicos.
81. Nadie posee todo el saber sanitario, como no existe casi nunca un
acercamiento exclusivo hacia el enfermo. Por esto, es necesaria la contribución
de personas que trabajan en el mundo de la salud; muchas de ellas tienen un
gran respeto, a veces admiración, por nuestra Orden. Ello no podrá traer más que
ventajas si, con determinación, nosotros somos capaces de construir relaciones
de estima, de amistad, de mutuo apoyo con nuestros colaboradores y con cuantos,
fuera de la Orden, pueden ofrecernos su ayuda. Con ello ganarán en eficacia y
en incisividad nuestra acción y nuestra función de conciencia crítica hacia los
atentados cometidos, quizá en nombre de la ciencia, contra el débil, el
enfermo y el necesitado.
Nuestra función de anticipadores
82. Además de la tarea de testigos, de guías
morales y de conciencia crítica, nos espera la de anticipadores,
innovadores. El primer gran anticipador fue nuestro Santo Fundador, y
después de El cuantos, a pesar de la indiferencia y el desprecio de la mayoría,
han sabido recorrer nuevos caminos en el campo de nuestro Carisma. ¡Quedan
otros por descubrir, mis queridos hermanos! No es verdad que todo haya sido ya
descubierto y realizado: las necesidades materiales y espirituales del hombre
están amenazadas también en nuestras Obras, cuando ciertas necesidades son
ignoradas, despreciadas o incluso manipuladas a nuestra conveniencia.
Para convencerse de que existen muchas necesidades no satisfechas en el
campo de la asistencia al enfermo de nuestro tiempo, basta recorrer la lista
de las Asociaciones de Voluntarios que pululan en todo el mundo. Ellas se
ocupan de los minusválidos, cardiopáticos, drogadictos, alcoholizados, de los
enfermos de cáncer, de los espasmódicos, de los diabéticos, de los afectados de
laringotomía, de los psicóticos, de los epilépticos y así sucesivamente. Es
impresionante advertir el ingente número de personas que se dedican con pasión
y de modo gratuito a la satisfacción de necesidades materiales, sanitarias,
psicológicas que nuestro triunfante mundo de la Sanidad no logra a veces ni
siquiera rozar.
83. ¡A veces creemos haber agotado nuestra
tarea, convencidos de que no existan más necesidades que descubrir y satisfacer!
¡Cuánta suposición e ingenuidad en esta actitud nuestra! El mundo del
voluntariado, espléndida realidad de nuestro tiempo que atestigua cuántas
personas generosas trabajan fuera de las órdenes religiosas, nos demuestra que
en nuestra sociedad llamada avanzada hay para nosotros tanto que hacer, en los
próximos años, fuera de nuestro mundo hospitalario. Quienes fundan estas
asociaciones de Voluntariado son frecuentemente personas que han vivido la
enfermedad en carne propia o en sus familiares; y después de haber comprendido
que las estructuras sociales y sanitarias no son capaces de sostener
patologías tan llamativas y tan poco gratificantes desde el punto de vista del
prestigio profesional, han decidido actuar por si mismos, consiguiendo una tal
cadena de solidaridad que hace enrojecer de vergüenza a alguno de nosotros, en
cuanto a espíritu de entrega, de sacrificio, de gratuidad. Mis queridos
hermanos, estas personas cumplen una función de primerísimo orden, son
ejemplo también para nosotros y sobre todo están anticipando en la
sociedad del bienestar, a precio de enormes esfuerzos, las nuevas fronteras
de la salud
84. El hombre del próximo futuro no podrá
afrontar solo los desafíos e incomodidades que 1levará consigo, paradójicamente,
el progreso científico. ¡Este progreso ha alargado la duración de nuestra vida
y esto es muy positivo; pero no ha hecho mucho por la calidad de la vida del
anciano, del enfermo crónico, del incapacitado! Y es de prever que aumentarán cada vez más las variedades
de patologías crónicas y el malestar de los jóvenes que, frente a las
seducciones de la sociedad del consumo y del bienestar, buscan vías opuestas —
droga, violencia, indiferencia para afirmarse o para dar de algún modo un
sentido a su existencia. Por consiguiente, nosotros debemos buscar a este
hombre de nuestro tiempo, estudiarlo, amarlo, esforzarnos en comprender las
necesidades y sufrimientos y, sobre todo, las motivaciones vitales. Nosotros
que tenemos la tarea de restituir la salud, no podemos limitarnos a ser simples
reparadores de cuerpos.
Debemos seguir a
este hombre que, una vez dejado el hospital, se encuentra a veces sin trabajo,
sin un apoyo, con muchos problemas también de orden psíquico. Debemos tener
para él una auténtica capacidad de comprensión, utilizando no sólo la tarjeta
clínica, sino también la ficha invisible del malestar emotivo de nuestro
paciente hospitalizado. El miedo que percibe el enfermo (de morir, de perder el
trabajo, afectos y vida de relación) es en muchos casos tremendo y nunca desapercibido.
Al contrario, nosotros devolvemos al mundo a un hombre herido e incomprendido,
y esto ofende a Dios, al hombre, a nuestra fe, a la caridad. Nuestra función de
anticipación pasa a través del reconocimiento de estas necesidades: cuántas
iniciativas nuevas y meritorias pueden nacer, con el resultado de eliminar la
antigua escisión entre alma y cuerpo, entre naturaleza y cultura, entre necesidad
corporal y necesidad espiritual; una escisión que por comodidad hemos hecho
nosotros, la medicina llamada científica, el Hospital transformado en oficina
de reparación, separando lo que está íntimamente unido en la persona humana.
85. En el Hospital, por consiguiente, se abre un
campo inédito a nuestra actividad futura, que requiere la implicación de muchas
personas, incluido el mismo enfermo; una actividad que compromete en mucha mayor
medida nuestra profesionalidad y nuestra humanidad Ya he tenido ocasión de
decirlo, pero lo repito aquí aún con una profunda convicción que quisiera
comunicar a todos vosotros: el enfermo es nuestra Universidad el que nos proporciona
el trabajo, aquél que nos guía en
nuestras opciones profesionales. Debemos captar e interpretar sus mensajes,
sus protestas, sus dramas, sus exigencias. Escuchando al enfermo, podremos
modificar radicalmente nuestro modo de ser hombres y religiosos, nuestras
estructuras y nuestros organismos. Quien de nosotros estuviese tentado de
abandonar nuestras Obras para dar testimonio de la buena nueva en otras
partes, queda invitado a permanecer aunque sólo sea media hora al día al lado
de un enfermo: cambiará pronto de idea. ¡También el hospital es tierra de misión,
quizás incluso más que el Tercer Mundo, donde hay miseria pero aún hay tanta
humanidad!
86. Este
ejercicio de escuchar a un enfermo al día os lo recomiendo a cada uno de
vosotros. Después de poco tiempo descubriréis que ser anticipadores, hoy, en
nuestras Obras significa saber escuchar al enfermo y actuar en consecuencia.
De la escucha
brotarán proyectos de estudio, de investigación, de experimentación, de cambio
de nuestras viejas e inútiles costumbres.
Al principio esto
podrá ser particularmente costoso para quien ha perdido la capacidad de sintonizar
la longitud de onda de los otros o ha levantado barreras protectoras que
impiden al enfermo abrirse a nosotros. Pero si tenemos el valor de continuar,
los resultados no se harán esperar. Mientras tanto, preparémonos a sacudir
nuestro Yo interior: si «sabemos enfermarnos» con el enfermo, nuestra Orden no
sólo se renovará, sino que irá mucho más allá del 2000.
Nuestra relación con la Iglesia
87. La
Iglesia, finalmente, ha afirmado de modo concreto su interés por las Obras
hospitalarias de los religiosos, por medio de la institución de la Comisión
Pontificia para los problemas Sanitarios. Es un reconocimiento importante que
sitúa nuestra vocación y nuestra acción en el puesto justo. Por lo que nos
afecta, debemos sentirnos orgullosos por este acontecimiento y, a la vez, estimulados
a compartir cada vez más la misión de la Iglesia, es decir, la evangelización que está siempre en conexión con la
promoción humana.
88. Debemos
encontrar en ello motivos de impulso para el crecimiento de nuestra fe, para la
práctica evangélica en nuestra vida cotidiana y para una presencia más
incisiva en el mundo eclesial. Es decir, se trata, no sólo de saber hacer
sino también de hacer saber a la
Iglesia lo que nosotros estamos realizando y pretendemos realizar para el bienestar
del hombre y su alma. Quizás, alguna vez nos acompaña aún un antiguo sentimiento
de inferioridad, una actitud de modestia que, sin embargo, no tiene sentido:
nosotros somos, a pleno titulo, testigos y agentes concretos de aquel mensaje
evangélico que la parábola del buen Samaritano resume de modo tan
significativo. Nuestra búsqueda, nuestro actualizarnos, nuestros proyectos
para el futuro no pueden permanecer sólo en el ámbito de nuestras casas, sino
que deben llegar también para obtener respuestas y confirmaciones, a todos los
hombres de Iglesia, clero y comunidades eclesiales.
89. La Iglesia tiene necesidad de nosotros como
nosotros tenemos necesidad de Ella, y esto será cada vez más cierto en los próximos
años. Es indispensable la comunicación dentro de la Iglesia. Nuestra vocación
y el carisma de nuestra Orden, en su identidad y en sus programas, deben estar
bien presentes en el mundo de los creyentes, convertirse para ellos en un
estímulo y un modelo, un camino para realizar la común vocación bautismal a la
santidad. Las beatificaciones de fray Ricardo Pampuri (1981) y del Padre Benito
Menni (1984) nos confirman todo esto; también nuestro carisma forma parte del
patrimonio de la Iglesia.
Contribuyamos, pues, a crear una verdadera
Comunidad eclesial, manifestando el significado profundo de nuestras actividades
y haciéndonos conocer por lo que somos. Los creyentes, sobre todo los jóvenes,
deben comprender que nuestra actividad es meritoria no sólo a los ojos del
mundo, sino también y sobre todo a los ojos de Dios; esto puede lograr que
hombres valientes elijan unirse a nosotros y a nuestra Orden para continuar dando
testimonio de la sacralidad del hombre necesitado.
90. En estos últimos años se ha notado un
confortante despertar de vocaciones; esto debe
comprometernos aún más y responsabilizarnos hacia
una mayor y mejor divulgación, en el mundo de la Iglesia y de los creyentes, de
nuestra imagen y de nuestra actividad. Abramos las puertas de nuestra casa,
utilizando los medios más apropiados, para que la Orden de S. Juan de Dios
muestre al mundo toda su carga actual y moderna de amor al prójimo.
V
LA COMPRENSION DE LAS NUEVAS
CATEGORIAS DE NECESITADOS
En el espíritu de las nuevas Constituciones
91. En
esta parte trataré de ilustrar, acudiendo a la tradición de S. Juan de Dios, a
los signos de los tiempos y a las Nuevas Constituciones, las categorías de los
nuevos necesitados para una búsqueda que comprometa a las Comunidades y a las
Provincias a una constante revisión de nuestro proceder, confrontado con la
evolución de los problemas y de las situaciones particulares, como nos invitan
a hacer las Novísimas Constituciones. Ciertamente no podemos agotar las
respuestas indicando el camino verdaderamente difícil de la rotura de las
costumbres y del cambio de las funciones profesionales.
Es necesario
proponer la alternativa de una auténtica experiencia religiosa en defensa de
los valores humanos como modelo y orientación de nuestras Obras. Además, es
oportuno ampliar nuestro concepto de necesitado proyectándonos en nuestro
tiempo y sus problemas.
Ya en los capítulos precedentes, este concepto ha sido redefinido para
evitar los peligros de confusión; el espíritu en necesidad — se ha dicho — se
encuentra en todas partes, también en el hombre de apariencia poderosa y rico
en medios materiales. La humanidad es ofendida de diversas formas.
Increíblemente, como
monstruo invencible, el mal se transforma con diversos semblantes, se presenta
en las más variadas situaciones aun cuando parece casi derrotado. Está en
nosotros el identificar las nuevas necesidades del enfermo y, sobre todo,
las nuevas categorías de necesitados.
92. En
ciertas regiones de la tierra aún encontramos, como en los tiempos de S. Juan
de Dios, enfermos y pobres inermes, expuestos crudamente a la intemperie, sin
atención, por las calles de la ciudad; pero en otras áreas estas situaciones de
dolor han desaparecido casi totalmente: en los países económicamente avanzados
el mal no se manifiesta de modo tan evidente; es más engañoso, ligado a veces
a las ideologías y modas culturales. Ahí existe, por consiguiente, la necesidad
de un juicio sagaz y una atenta revisión de actitudes que no se resuelvan en
pura y simple imitación, sino que estén constantemente referidas a los valores
morales. Es tarea de nuestras comunidades afrontar seriamente estos problemas;
nuestras Provincias deben identificar, en su territorio, las nuevas situaciones
de necesidad y diversificar las intervenciones, con los medios terapéuticos
oportunos. En las páginas siguientes tocaremos algunos temas fundamentales de
la experiencia terrena del hombre: de modo particular la vejez y la muerte,
momentos de la existencia que hoy van asumiendo valencias diversas y han sido
redefinidos cultural y socialmente. Trataremos también de ilustrar mayormente
con ejemplos el tema de las «nuevas categorías» de necesitados, entendiendo con
este término no sólo el pobre y el enfermo, sino cualquiera que lucha por
recuperar su identidad de persona.
El planeta de los jóvenes
93. Una casuística muy variada y abundante,
que confirma una vez más una realidad: el hombre necesitado, sin asistencia,
existe todavía y se presenta, bajo diversos aspectos, en todas las sociedades
contemporáneas. En su amplia gama advertimos hoy la triste y cada vez más sólida
presencia de los jóvenes. No podemos permanecer indiferentes frente a tantísimos
drogadictos, enfermos en el alma, golpeados en la edad más vulnerable y más
ingenua. Frente a ellos resulta imperativa una respuesta nuestra que recoja el
desafío del mal, aun superando la normal estructura de nuestros centros de
atención, organizando ayudas terapéuticas de nueva concepción capaces de
afrontar y combatir con intervenciones eficaces, reduciéndola, la progresión
del fenómeno.
Si observamos más
atentamente, los podremos ver, a estos nuevos necesitados, como los veía S.
Juan de Dios por las calles de Granada: hoy son los ancianos, los drogadictos,
los hombres espiritualmente frágiles.
San Juan de Dios dio
ejemplo, indicó el camino a seguir cuando aún pocos entendían: confortó a los
pobres, a los marginados de todo tipo, llevó alivio a los enfermos sin ninguna
distinción. Su ejemplo, hoy como ayer, está cargado de frutos por todas partes:
su intuición se ha traducido en realidad concreta, en una verdadera conquista civil.
A nosotros,
enriquecidos por su enseñanza, nos corresponde imitarlo no sólo recorriendo el
camino ya conocido, sino sobre todo interpretando su perenne novedad: buscar
al necesitado allí donde se encuentre, incluso en los edificios de la gran ciudad,
confortarlo, ayudarlo, respetarlo en el contexto de nuestros tiempos. En este
sentido entendemos hoy la tarea fundamental, en continuidad con nuestra tradición
carismática, sabiendo discernir entre los aspectos contingentes y los valores
inmutables.
94. He
hablado de continuidad: pero ella no reside en el mantenimiento de
funciones, sino en el ejercer verdaderamente nuestro carisma, en el
identificar los nuevos campos en los que intervenir con renovado impulso.
La diversidad de
nuestros tiempos, si por un lado nos aconseja adecuarnos a los nuevos métodos
y al uso de aquellos instrumentos que la inteligencia humana ha sabido ofrecer
para rescatar al hombre de las miserias y males de la vida, por otra, sobre
todo, nos impone redescubrir en su frescura el mensaje imperecedero del
Evangelio y el de S. Juan de Dios, que ha sabido ser un intérprete formidable
de las necesidades de su época.
Aún más: una
continuidad que no es conservación del «status quo», sino atención a lo
esencial más allá de las modas efímeras y los lugares comunes, que se propone
como valor innovador, verdaderamente revolucionario en una sociedad que recompensa
la masificación, el consumo, el éxito, la
eficiencia productiva y el poder, olvidando al hombre en su irreductible individualidad y soledad tal como se
manifiesta problemáticamente en la dimensión de la enfermedad.
95. Finalmente, debemos recordar que una
auténtica misión de guía espiritual no se agota en el ámbito de nuestras
estructuras, sino que se extiende en un radio más amplio alimentado por el eco
que suscitan nuestras acciones, que se presentan como modelos de intervención
auténticamente humanos, innovadores, expresión de una cultura «del hombre» y
«para el hombre». No de otro modo en su tiempo San Juan de Dios, con su humilde
magisterio, reclamó la atención del soberano, al que convenció de tal modo con
su ejemplo que financió la construcción de nuevos hospicios para los pobres en
una dimensión completamente diversa del pasado.
VI
LA BUSQUEDA COMO MOMENTO DE
RENOVACION DE NUESTRA HOSPITALIDAD
El ejemplo del Fundador
96. Corría el año 1495. Hacía poco que Cristóbal
Colón había visitado algunas islas del continente americano. Aún no se podían prever
las grandiosas consecuencias culturales y humanas de aquellos descubrimientos,
porque ni siquiera Colón sabía, cuando emprendió su viaje, que no había alcanzado
el Oriente, sino que había encontrado en su ruta, inesperadamente, tierras
desconocidas, un desconocido y grandioso continente. El, sin embargo, deseaba
ampliar los conocimientos, probar nuevos caminos, que sustituyeran o flanquearan
los viejos.
Colón, partícipe de
aquel espíritu de búsqueda y de aventura tan frecuente en los talentos de la
civilización humanística, que creían firmemente en la centralidad del hombre y
entendían la inteligencia como don divino para conocer, comprender y gobernar
la naturaleza circundante, se dejó guiar por este espíritu de búsqueda y,
confiándose a la protección de Dios, se atrevió a desafiar el Océano
desconocido. No fue un temerario irresponsable. Antes de afrontar los peligros
de la navegación en alta mar había estudiado, analizado, discutido y sufrido
su proyecto.
97. Pues bien, en aquel año de 1495 mientras
Europa aún se asombraba de las narraciones maravillosas de los navegantes, Juan
Ciudad nacía en la provincia de Evora, en Portugal, en una localidad no muy distante
del puerto de donde había zarpado Colón. Juan, impulsado por la inquietud
interior y por la sed de aventura, recorrió diversos lugares, hasta que viendo
cómo eran tratados los enfermos, sobre todo los mentales, y los pobres enfermos
abandonados a lo largo de las entradas de las calles de la ciudad, intuyó el
camino a seguir y se atrevió a dedicarse con todas sus fuerzas a la construcción
de un hospicio para ayudarlos, pero con otros métodos y espíritu bien distintos
a los comunes de su tiempo.
Y cuando, saliendo de la
Catedral de Granada, vio en la calle Lucena un edificio apropiado a sus
exigencias, no dudó en seguir la voz del corazón poniendo en práctica el plan
por largo tiempo meditado, aun consciente de los limitados medios de que disponía.
Era el año 1537. El, en aquel momento, ni siquiera pensaba que su gesto de
caridad, de entrega a la causa de la humanidad doliente — un gesto que en
aquel momento podía parecer temerario, aislado e insostenible económicamente,
impulsaría a los espíritus más generosos a ayudarlo en las fatigas cotidianas y
a compartir su pasión de caridad; él tampoco sabía que su ejemplo sería
recogido y perpetuado por tantos seres generosos que gastarían la vida para
mantener vivo el mismo espíritu de caridad cristiana.
98. Juan de Dios
se atrevió a pensar y proyectar. Inventó de la nada — si nos referimos a los
criterios de asistencia a los enfermos usados en aquellos tiempos — su modelo,
subdividiendo de modo racional los locales, distinguiendo grupos de
enfermedades por departamentos, diversificando las terapias, transformando
también, y sobre todo espiritualmente, el acercamiento a los enfermos. San
Juan de Dios, sin embargo, no improvisaba sin lógica: traducía a la práctica la
lección del Evangelio, sus experiencias interiores de conversión y su
meditación religiosa, que le hacía intuir la ruta luminosa que señalaría a
los demás. Así nuestra Orden ha llevado aquel modelo de espiritualidad a
tantos países del mundo.
Viaje de búsqueda
99. Si
he acercado a Juan de Dios a Colón, ha sido no para compararlo, sino más bien
para presentarlos a la luz de la metáfora. Frecuentemente las metáforas son más
útiles que el microscopio para ver lo infinitamente pequeño, y más potentes que
el telescopio para observar los astros. Ellas, más que los razonamientos
mentales, pueden estimular nuestra fantasía y nuestro espíritu, ayudándonos a ver
de modo diverso lo que quizá ya está frente a nosotros, pero que no logramos
enfocar. Por esto quisiera profundizar algunos conceptos.
El viaje de búsqueda no es un motivo nuevo para nosotros los cristianos. Es, al contrario, una
exigencia vinal. No podemos continuar recorriendo caminos ya trillados, a
veces insatisfactorios, tortuosos; caminos que, si en el pasado han tenido el
valor de intuiciones pioneras, hoy aparecen unívocos y limitantes.
La inercia es enemiga de la fe. Cristo se
encarnó para revelarnos el camino del Reino de los Cielos, en el que quiso
precedernos con Su ejemplo y Su muerte redentora.
¿Podemos nosotros religiosos permanecer anclados
en nuestros tranquilos puertos, temerosos de emprender un nuevo viaje hacia el
hombre, cuando nuestra misma existencia es un viaje, atormentado y fatigoso,
hacia la salvación? Nuestro deber es buscar al hombre, al necesitado.
100. No encontraremos en nuestra ruta continentes desconocidos; San Juan de
Dios ya señaló a la conciencia individual y social el universo de los pobres y
su humanidad ofendida.
Durante nuestra navegación descubriremos
casi con certeza otras almas atormentadas por nuevas formas de necesidad.
Hoy los Estados civiles
reconocen el derecho insuprimible de todo individuo a la salud; la enfermedad
no es sólo un malestar personal, sino un hecho social colectivo del que se hace
cargo el Estado garantizando también a los pobres la asistencia necesaria.
Cuando San Juan de Dios
inicié su empresa con la temeridad de los justos, las cosas no sucedían de
este modo. Pero él había asimilado bien la lección evangélica, y de ella arrancó
el proyecto de rescate del que sufre marginado. Un proyecto que, a lo largo de
los siglos, encontraría solidaria a toda la Iglesia.
101. Nuestro Santo Padre, Juan Pablo II, en el discurso
de clausura del Sínodo, recordó efectivamente que la Iglesia desea con todas
sus fuerzas servir a la humanidad, a fin de que la vida del hombre sea cada
vez más digna, y desea también defender los derechos inalienables de la
persona, fiel al Espíritu
Santo engendrador de vida y a la enseñanza de Jesucristo, que se sacrificó por
nosotros para persuadirnos a buscar en el bien y en el amor la verdadera vida,
revolucionando la jerarquía de valores.
Debemos recoger esta
invitación apremiante a trabajar al servicio de la humanidad, luchando para
asegurar el respeto del hombre y rechazando — o revolucionando donde sea
posible — ciertos modelos culturales que no tienen en cuenta la auténtica
dignidad humana.
102. Todo cristiano, todo religioso debe ser como
un pionero en camino hacia la Tierra Prometida. Debemos, por consiguiente,
comportarnos como intrépidos navegantes que creen posible llegar a la
comunicación con las almas, y por esto no se cansan de rastrear el alma humana,
de revelar su grandeza, de conocer sus necesidades
para aliviarlas. Estas son nuestras metas.
En la primera parte
del documento se han especificado algunas funciones particulares de nuestro
ministerio. En primer lugar la de testigos, luego la de guía moral y
de conciencia crítica, finalmente la función de anticipadores.
Sucesivamente he llamado vuestra atención sobre la necesidad de comprender las
nuevas clases de necesitados, mientras en el apéndice he indicado algunas de estas
clases, que forman parte del Océano que es el «hombre que sufre». Pero para dar
claridad de motivos y eficacia concreta a nuestras intervenciones es necesario
que nos encaminemos hacia una auténtica búsqueda religiosa, profesional,
humana, individual y colectiva. Ayudado sobre todo por las Constituciones, me
he esforzado en infundiros y alimentar a través de este documento precisamente
este espíritu de búsqueda, para realizarlo y potenciarlo en todas las
comunidades.
Al paso con los tiempos
103. Me excusaréis si insisto sobre el tema, pero
me parece necesario: no permanezcamos insensibles a los progresos del
conocimiento médico; y por ejemplares que sean el empeño y el espíritu de solidaridad
de nuestros hermanos, corremos el riesgo de encontrarnos faltos de
preparación cultural, profesional y espiritualmente frente a las exigencias
del Hombre y de la Iglesia de nuestro Tiempo, frente a las instancias de la
tecnología avanzada que tocan de cerca las posibilidades de supervivencia y
desarrollo de nuestra Orden.
104. Nosotros estamos llamados a trabajar sobre esta tierra por
nuestra salud-salvación y la del
enfermo. Nuestra fe y
nuestra conciencia de religiosos deben impulsarnos a intervenir en todas
aquellas situaciones en las que, a causa de perezas, costumbres, incultura y escasas relaciones, la salud
y la salvación del enfermo (y, por consiguiente, también nuestra) están en
peligro.
Todo esto nos obliga
a escuchar, a comprender, a tratar de aprender, a coordinar, a prevenir, a reflexionar
en último análisis, siempre abiertos y prontos a poner en discusión nuestras
actitudes. Sin dejarnos arrastrar por el desaliento si — por ejemplo — en
algunas Provincias los hermanos disminuyen o si los colaboradores están mejor
preparados que nosotros. De nuestra crisis podemos obtener un fruto mayor
porque nuestros esfuerzos, en vez de agotarse en intervenciones particulares y
limitadas, tendrán una amplitud mayor, insertándose en un programa de trabajo
mucho más amplio y constructivo.
105. Seguramente
hace falta energía y sacrificio, pero nosotros, queridos hermanos, hemos elegido
precisamente servir a Dios y al hombre, con paciencia y devoción, cuando
decidimos entrar en la Orden.
La cerrada dimensión
de especialistas no es para nosotros, aun cuando podría aparecer gratificante
a primera vista e inmediatamente válida y operante; acabaría por encerrarnos
en una jaula, impidiéndonos la visión de los hechos en su dimensión espiritual
y universal, arideciéndonos con una técnica llevada a la exasperación. Por lo
demás, si decidiéramos seguir este camino, dispersaríamos energías, robaríamos
un tiempo precioso a nuestro trabajo perdiéndonos en el laberinto de
conocimientos técnicos particularmente sofisticados. Nosotros no podemos
limitarnos al papel de técnicos adscritos a máquinas y monitor; no es para
esto para lo que hemos emitido los votos. En estas funciones — lo repito una
vez más — pueden actuar mejor que nosotros y con mayor eficacia nuestros colaboradores
laicos. No nos privemos, pues, de un tiempo precioso que podemos dedicar a la
salvación de las almas y a la salud del hombre. Nuestro bagaje de
conocimientos se orienta a un ámbito mucho más amplio, para orientar nuestra
acción hacia un plan de conjunto en el que prevalezca una cultura de dimensión
humana, dirigida a la salvación espiritual, a la recuperación de la armonía
psicofísica y del bienestar,
como testimonio del servicio humilde y desinteresado hacia el necesitado.
106. De este modo, abiertos al mundo, intelectualmente
curiosos, atentos a los cambios, fuertes en la fe y generosos en el esfuerzo,
como religiosos individualmente y como comunidad continuaremos el carisma de
nuestra tradición adecuando nuestra acción a las nuevas necesidades humanas.
APENDICE
INTRODUCCION
En la parte que sigue, he pensado descender a lo concreto, especificando
tres clases de necesitados de nuestro tiempo, entre los cuales podemos poner a
prueba nuestra «madera» de religiosos en las funciones de testigos, de guías
morales, de conciencia crítica y de anticipadores. Ciertamente, hubiera
podido ampliar el abanico de las situaciones, pero comprendéis lo que quiero
decir. Más aún, estoy abierto a toda sugerencia o integración, a la aportación
de experiencias nuevas y singulares que cada Provincia o cada Comunidad pueda
ya haber afrontado en esta misma óptica. Lo que me interesaba era comunicaros
el espíritu que ha dictado estas páginas, y que se inspira en las nuevas Constituciones,
es decir, en el texto sobre el que he reflexionado y orado largamente antes de
ponerme a trabajar.
El anciano, el moribundo, el drogado: tres grupos de personas humanas que
se resienten más que otras de la marginación, de la soledad y del abandono. En
un mundo donde sólo cuenta producir y consumir, el que no es joven ni está sano
pierde totalmente en relieve social. He aquí, pues, un campo en el que — con
la indiferencia y el abandono de los que frecuentemente son responsables las
instancias políticas — el mensaje y el testimonio de los modernos samaritanos
(y nosotros estamos y queremos estar entre ellos, como auténticos seguidores
de Cristo y de Juan de Dios) pueden realmente «salvar» al hombre y devolverle
serenidad y confianza. Son las nuevas fronteras de nuestro apostolado, los «signos
de los tiempos» que deben guiar a la orden Hospitalaria en la construcción del
propio futuro estable.
I
LA VEJEZ
Un fenómeno en
explosión
Una de las nuevas realidades de nuestro tiempo está representada por el
envejecimiento de la población, tanto más acentuado cuanto más participa el
hombre de los enormes beneficios del progreso económico, social, cultural y
sanitario. El fenómeno no se manifiesta solamente en el aumento de la duración
media de la vida, sino también en el porcentaje absoluto de ancianos en la
sociedad: la contracción de los nacimientos, modificando las relaciones,
determina efectivamente un aumento relativo de los ancianos
En el reciente encuentro de «Milán Medicina» se propusieron como hipótesis
algunas cifras para el Dos mil: en Italia — por ejemplo — tendremos 131
ancianos por cada 100 niños. Nos encontramos, por consiguiente, frente a una
verdadera explosión demográfica de la «tercera edad», si se piensa que al
comienzo del siglo en Italia había apenas 28 mayores de sesenta años por cada
100 niños. La situación se manifiesta idéntica en todos los Estados tecnológicamente
desarrollados.
La ciencia, que se había propuesto la gran tarea de ayudar a la humanidad
a vivir más, ahora se ha fijado la meta de vivir mejor la época de la vejez.
El problema del
anciano, por consiguiente, frente a estas cifras, asume en la sociedad actual
un relieve incluso cuantitativo Hasta ahora las sociedades occidentales se habían
interrogado, sobre todo, por el peso económico de millones de pensionistas, lo
que ha provocado revisiones y dudas sobre el concepto de estado asistencial.
Ahora parece que, de improviso, los científicos y la «explosión demográfica»
han suscitado una mayor atención sobre este problema, cogiendo casi de sorpresa
a los interesados y a los responsables.
La cultura del «juvenilísimo»
La cultura de nuestro tiempo no está muy preparada para afrontar este fenómeno.
En efecto, si observamos los comportamientos de los estados nacionales, nos
encontramos con una inversión elevada en escuelas maternas, escuelas,
universidades, es decir, una inversión dirigida a los jóvenes, mientras que se
verifica una brusca caída de la atención pública
hacia la misma persona cuando llega a una cierta edad. Naturalmente, esto
dentro de ciertos límites, en cuanto que los políticos de nuestros países se han
esforzado en organizar algo para los ancianos, sobre todo para aquellos que se
encuentran en la soledad y marginados. Este algo se mueve en dos direcciones:
asistiendo a los más pobres de entre ellos en centros especializados, que
frecuentemente son la antecámara del cementerio, y tratando de implicarles en
algunas actividades que les mantengan en contacto con los jóvenes.
Sin embargo, no podemos ignorar, con ojo critico hacia los modelos culturales
de nuestra época, que muy frecuentemente estas intervenciones son parciales o
se resienten de la mentalidad dominante, la así llamada «young culture»,
centrada en el ‘juvenilismo’, en la eficiencia física y en el hedonismo, a
expensas de otros valores.
El modelo paradigmático está constituido por el individuo joven: y juventud
significa belleza, salud, vitalidad, eficiencia. Estas parecen ser las categorías
para juzgar la vida digna o no digna del hombre, los parámetros de la ‘vivibilidad’
de la existencia. El hombre joven, por consiguiente, en
plenitud de la
posibilidad psicofísica y productiva, representa el hombre «tout court».
Este modelo explica tantas cosas. Por ejemplo, la moda según la cual tantos
voluntariosos animadores sociales inducen a muchos mayores de sesenta años a hacer
piernas en bailes o a practicar «jooging» y «footing» con la seguridad de
cumplir una obra noble y apreciable. Pero ésta es solamente una respuesta
parcial y, por añadidura, con aspectos insidiosos, en cuanto que el anciano
situado en esta posición es impulsado a rechazar su edad y a recuperar la
juvenilidad perdida, con la esperanza de ser aceptado.
La sociedad
puede también aceptar al viejo, pero a condición de que haga el joven, que imite una edad que ya no tiene. Qué
tristeza frente a estas situaciones, que constituyen una barbaridad agradable,
no justificable tampoco por un presunto amor a la juventud. Es una barbaridad
porque se limita una vez más a la vida en su integridad, se la divide en
épocas, reduciéndola, forzando a quien no tiene la «fortuna» de ser joven a
asumir actitudes incoherentes con la propia edad psico-física, que hacen
incongruente y por esto ridícula a la persona misma. Este tipo de actitud puede
generar procesos patológicos de rechazo de la propia edad, del propio aspecto
y de la propia función, así como de sufrimientos psíquicos, puesto que se rompe
la unidad cuerpo-espíritu, el tiempo cronológico y el tiempo psicofísico de
nuestro Yo profundo. Este proceso colectivo de desprendimiento cultural de la
vejez recuerda aquél otro análogo de la muerte.
Sobre la mujer, sobre el hombre, sobre el niño y el adolescente existe una
abundante literatura; sobre la vejez nos encontramos frente a otro tabú de la
sociedad civil de hoy, según el cual la vejez coincide con el preludio de la
muerte, con la edad gris, con el afán y el dolor, el hundimiento físico la
marginación de las alegrías de la vida. ¡Cuántos jóvenes dicen superficialmente que no
desean llegar a viejos! Y esto porque se imaginan la vejez como parálisis física,
sufrimiento, angustias, limitaciones, arteriosclerosis, artrosis y cuantas cosas
parecidas se ocurran.
El lenguaje refleja estas resistencias psíquicas: «los menos jóvenes», la
«tercera edad», la «cuarta edad», son términos que casi siempre sustituyen a
«viejo», «vejez», «ancianos». Como si este nominalismo, como si las palabras
pudiesen cambiar la esencia de las cosas. «¡La vejez no existe, es sólo psíquica!» exclaman los
defensores del ‘juvenilismo’.
La sociedad, por consiguiente, frente a este problema se comporta de modo
hipócrita. Los economistas discuten sobre la carga social de los «no activos»
(todavía el nominalismo, con connotaciones económico-productivas). Pero nos
preguntamos: y los «activos», manteniendo a los «no activos» ¿no aseguran
también para sí mismos una «tercera edad» mejor?
Enfatizar la edad juvenil puede ser también operación fácil cuando ya no se
es joven: este énfasis esconde la voluntad de no recordar que también la
juventud tiene sus problemas. La visión de la edad de oro contrapuesta a la
edad gris revela plenamente su infidelidad a la realidad y sus limites. El
hombre, una vez más, angustiado por la muerte, por la falta de una cultura
global de la vida, y por consigue de la muerte, trata de superarla, de exorcizarla,
de alejarla, recurriendo a la fábula de la maravillosa edad juvenil, en una
especie de evasión colectiva y fantástica de la realidad, recreando el mito de
una moderna Arcadia. Esta dimensión cultural carga de injustas y exasperadas
expectativas, que inevitablemente conducen a dramáticas desilusiones, la vida
de los jóvenes, haciéndola todavía más injusta hacia el anciano, porque lo
mortifica y no le permite
envejecer.
Dimensión existencial de la vejez
Como todas las situaciones humanas, la vejez tiene una dimensión
existencial: modifica la relación del individuo con el tiempo y, por
consiguiente, su relación con el mundo y con la propia historia; pero si esta
situación es culpabilizada y negada
socialmente, sucede que la relación se parte produciendo efectos perversos que
llegan hasta la negación de sí. En otras palabras: si la vejez biológica es
un factor que no puede ser condicionado ni por la historia ni por la sociedad,
el destino y la situación individual del viejo son, en cambio, un hecho social
y histórico, por lo tanto determinado por la cultura humana. Más aún, los datos
fisiológicos y psicológicos se
pueden influenciar recíprocamente determinando fenómenos psicosomáticos.
El anciano es objeto de manipulación social también con la sugestión
publicitaria, que manteniéndolo dentro del circuito producción-consumo, lo
modela como consumidor de ilusiones juveniles y estéticas.
Algún estudioso ha querido comparar la vejez a una enfermedad y, partiendo
de esta hipótesis, ha creado una geriatría físico-reconstructiva. Pero he
aquí que siempre y sea como fuere nos encontramos ante un error: vejez no
es enfermedad, es decir, hecho accidental, sino ley de la evolución física,
así como reconstrucción del físico reclama la ilusión de la juventud.
Ciertamente, el mejoramiento del tono físico del anciano influye positivamente
en su ‘psiche’, crea un mayor bienestar y
retarda la aparición de algunos procesos degenerativos óseos. Pero a lo
que debemos oponernos no es a la terapia física sino a los modelos subyacentes
de tipo estético, no moral.
Fue Hipócrates el primero en comparar las etapas de la vida humana a la
sucesión de las estaciones de la naturaleza. Esta referencia nos hace comprender
mejor el tipo de negación y desprendimiento operado por el modelo cultural que
hemos analizado: es como si un árbo1 debiese aparentar no entrar en la exfoliación
invernal, cubriéndose de hojas simuladas, tomadas en préstamo... Se da la ilusión
de inhibir el «proceso de crecimiento», de evolución biológica, de modo
artificial e indigno, poniendo en marcha un mecanismo de rechazo que termina
procurando mayores sufrimientos sí mutilaciones, estructurando una personalidad
patológica, en crisis de valores y sin conciencia de sí.
Una vez el viejo era sabio
Conocía cosas que frecuentemente resultaban indispensables para la vida y
la supervivencia; poseía un saber que era transmitido a las sucesivas generaciones.
En África, aún hoy, cuando muere un viejo, los supervivientes exclaman: «¡Hoy
se ha cerrado un libro!». En otro tiempo el viejo gozaba de gran respeto y era
incluso quien, por esto, como observa el historiador P. Laslett, «exageraba la
propia edad».
Pero era en un contexto social diverso. Como observa el historiador Cipolla,
«Una sociedad industrial está caracterizada por el continuo y rápido progreso
tecnológico. En esta sociedad las instalaciones se vuelven rápidamente
anticuadas y los hombres no escapan a la regla. El agricultor podía vivir
aprovechando las pocas nociones aprendidas en la adolescencia. El hombre de la
era industrial está sometido a un continuo esfuerzo de actualización y aún así
queda superado inexorablemente. El viejo en la sociedad agrícola es el sabio;
en la sociedad industrial es un despojo. Se comprende entonces por qué hoy muchos
viejos terminan la vida sin función alguna y paradójicamente, como si se
hubiera realizado una ‘némesis’, se da la venganza de lo antiguo sobre lo
nuevo: pierde su función en la sociedad quien ha gozado del privilegio de
producir y vivir en la sociedad industrial, mientras quien, como los artesanos
y agricultores, ha vivido en actividades autónomas, conserva a diversos
niveles (mental, familiar y social) una mejor capacidad de tener una función
también en la vejez.
Es otro hecho paradójico de nuestra sociedad tecnológica: «peso» social y
porcentaje más alto de ancianos crean contradicciones, a lo que se añade la
incertidumbre sobre la identidad y las funciones.
¿No os parece, queridos hermanos, que en esta tan decantada edad tecnológica
no es oro todo lo que reluce? ¿Que tiene razón no quien sabe utilizar los
descubrimientos técnicos, sino quien comprende la cultura del hombre integral,
para el arco completo de la existencia humana, con sus necesidades
materiales, culturales y espirituales?
Cultura humanista y fe religiosa
La cultura dominante facilita la marginación
porque es una cultura incompleta, parcial, reductiva. Para salir indemnes de
la trampa del mito tecnológico sirven de ayuda una cultura humanística y la fe
religiosa. La primera, con el apoyo de todas las ciencias, denuncia lo ilusorio
de pensar poder salvar el universo hombre. La segunda, la fe en Dios, hace
volver a la dignidad del hombre, a su sacralidad en todo tiempo y en todo
lugar. Sacralidad que viene sancionada por la esperanza de la resurrección:
efectivamente «El Resucitado ha
liberado al hombre de las tres fuerzas antidivinas: el pecado, la ley, la
muerte…creer en la Resurrección de Cristo es afirmación de la vida sobre la
muerte, del Espíritu sobre la ley, de la Gracia que es verdad, belleza y
amor, sobre el pecado que es cerrazón, mezquindad, fealdad... vivimos sin
miedo» (Vannucci).
La cultura humanista y la fe asignan al hombre una función en todo
momento, considerándolo capaz de ser él mismo: en toda época o etapa de la
existencia, incluso después de la muerte física. ¿Cómo podemos nosotros,
religiosos hospitalarios, responder de modo concreto a estos problemas,
después de haber indagado las razones de esta nueva forma de marginación?
Ciertamente no podemos pensar en cambiar totalmente la sociedad. La
respuesta, muy simple, está ya implícita en las precedentes consideraciones. La
vejez presenta tres aspectos distintos y relacionados entre ellos: aspectos
biológicos, psicológicos y sociales.
En el campo biológico hay interesantes intervenciones que realizar: desde
la gimnasia educativa, preventiva y reeducativa, hasta la cura especializada
de las enfermedades y fenómenos típicos de la edad; intervenciones que
requieren colaboración y ayuda de expertos cualificados en diversos sectores.
Sin embargo, sabemos que ni siquiera ellos son capaces de devolver
completamente la salud, porque no existe la posibilidad de alterar el hecho biológico
y, por consiguiente, el destino del individuo hacia la vejez.
Ciertamente un campo de acción menos espectacular respecto al proclamado
triunfo de la medicina o de los inventos terapéuticos, pero que permite una
cura más eficaz del anciano, es el psicológico y social, centrado en la
deshabituación a los modelos introyectados por la cultura dominante.
En otras palabras, todos nosotros juntos, Hermanos de San Juan de Dios y
laicos, debemos buscar respuestas adecuadas, soluciones aptas para devolver un
sentido a la vejez, una identidad y una función al anciano. Si éste es el fin
al que debemos orientarnos, debemos concentrar la atención sobre los modos y
los medios para alcanzarlo.
Ante todo, es necesario identificar la necesidad del enfermo, remontarse a
las causas y encontrar las terapias adecuadas, que garanticen una existencia
integral, según el sistema de valores inspirados en el Cristianismo. No
podemos permitir que nuestros Centros se conviertan en estacionamientos para
ancianos desadaptados.
Estar a la altura de la tarea
Para estar a la altura de la tarea se necesitan dos elementos
fundamentales.
En primer lugar, el Hermano de San Juan de Dios debe asimilar una
cultura de la vida, reafirmar decididamente la propia visión religiosa de
la existencia. En segundo lugar, debe preocuparse de escuchar pacientemente al
anciano, entrar en contacto con él, día tras día, sin prejuicios.
El intercambio recíproco de informaciones, favorecido por esta experiencia
cotidiana con el enfermo, hará más constructiva la relación con los expertos
laicos de las diversas disciplinas. Además, no debemos temer afrontar nuevos
conocimientos, incluso mediante la lectura, para poder comprender mejor los
delicados y complejos mecanismos psicológicos del anciano.
A este propósito, liberémonos del complejo del humilde Hermano de San Juan
de Dios que se pone a prueba en un encuentro desigual con la cultura contemporánea.
Un religioso nuestro armado de caridad de fe, de humildad, desarrolla
un servicio precioso de amor, dejándose guiar por el corazón y por su cultura
religiosa. En este viaje hacia nuevas tierras, es cierto, no conoce con certeza
las aguas en que le tocará navegar, ni los obstáculos que encontrará. Sin
embargo, dispone de los instrumentos para no perder la orientación. Sabe que no
puede combatir la vejez en su proceso físico, biológico; pero puede actuar eficazmente
en el terreno psíquico, mediante aquellas pequeñas atenciones que hacen al
sujeto sentirse a gusto, favoreciendo en él la serena aceptación de su estado.
Depende mucho de nosotros el que nuestros huéspedes vivan su condición en
paz consigo mismos y con los otros, y no como una prisión encubierta.
Un auténtico
bienestar, que puede incluso
hacer pasar a segundo plano los achaques dolorosos de la vejez, pasa a
través de la recuperación del sentido de la propia edad.
En los ancianos la caída de la moral puede provocar un brusco declinar. Es
también éste un fenómeno psico-somático.
A pesar de la madurez alcanzada, la “psique” de los ancianos se revela muy
frágil; puede bastar una desilusión, un cambio de costumbres, una disminución
de ciertas funciones para provocar un trauma que origina el declinar físico. A
veces, y conviene recordarlo siempre, el trauma se origina precisamente en el
paso a la vida en hospital, en el hospicio o en la clínica: son momentos
vividos frecuentemente por los ancianos como el final real de su vitalidad,
como la desaparición de la dimensión social, es decir, como el inicio del
declinar definitivo, preludio de muerte inminente. Estas caídas de moral crean
una indiferencia y una apatía
que han de ser combatidas.
Si nosotros, seres
mortales, no podemos alterar la fisiología humana, ni ilusionarnos de que
existan recetas milagrosas, podemos, sin embargo, recurrir a las disciplinas
psicológicas para interpretar las debilidades y las exigencias de los
ancianos, para darles respuestas satisfactorias y estimulantes.
No se trata, ciertamente,
de devolverles los años perdidos, sino más bien de colaborar para una mejor
calidad de su vida, respetando su “background” socio-cultural, teniendo
presente, sin embargo, que el síndrome que hemos descrito golpea
indistintamente tanto a las personas acomodadas como a las pobres.
Más bien, si puede
tener valor una distinción, es la relativa al sexo del anciano.
La mujer, en
efecto, mientras está en familia, mantiene ciertas funciones suyas ligadas a la
precedente condición de madre, mantiene la relación afectiva con los hijos y
nietos, se hace útil y a menudo es responsable de la marcha doméstica.
Para el hombre, en
cambio, la edad de la pensión es un trauma gravísimo: pierde la función de
soporte activo de la familia sin adquirir aquella otra típica del pasado,
cuando el anciano era reconocido como el sabio, el patriarca, el guía autorizado.
Se siente inútil, que no produce, una boca más que alimentar: estamos frente a
un fenómeno cultural y social y en este piano debemos intervenir.
A estos factores de
carácter psicológico se añaden los efectos de las enfermedades crónicas más
extendidas: hipertensión, diabetes, artritis y otras. Y aquí tienen su lugar
las necesarias terapias sugeridas por la geriatría. Pero el gran problema
sobre el cual nosotros nos debemos concentrar con atenciones es el psicológico.
Restituir una función al anciano
La tarea del Hermano de
San Juan de Dios es la de restituir al anciano su función. Es necesario ser
conscientes de ello ante todo en primera persona,
puesto que muchos de nosotros somos ancianos o están a punto de serlo. Y entonces debemos preguntarnos: ¿cómo
vivimos nuestra tercera estación? ¿Sabemos envejecer?
De la auscultación de
nosotros mismos debemos extraer importantes consecuencias y conocimientos que
trasmitir. Debemos hacer partícipe al anciano de nuestros conocimientos, de
modo que aprenda a aceptar su estado. Esto puede darle serenidad y confianza:
frecuentemente el anciano tiene miedo de no ser amado y escuchado; teme incluso
que se interpreten ciertas ideas suyas como degeneraciones psíquicas debidas al
envejecimiento. Puede hacerse presente en él la tristeza de ver que en la
propia vida ya no hay lugar para los proyectos y los sueños, sino sólo para
lamentos, para el fardo de recuerdos que pesa como un pedrusco en su progresiva
lejanía y mitización. Está en nosotros el convencerlo de que la vejez es
también la estación en la que se exaltan valores como la amistad, el amor
y la sabiduría.
El anciano tiene mucho
tiempo libre, no estando ya cargado por las ocupaciones de la rutina
productiva; él puede, por consiguiente, dar mucho precisamente en el momento
en que cree valer poco. La edad de la vejez podría ser verdaderamente la edad
de los valores humanos, más que de las necesidades materiales.
Pero a condición de que el espíritu se
mantenga joven, aceptando la vida tal como es. Sin huidas hacia atrás o hacia
adelante. Decía a este propósito Juan XXIII: “A veces veo asomarse la tentación
de considerarme viejo. Es necesario reaccionar: a pesar de las apariencias exteriores,
es necesario conservar viva la juventud del espíritu”.
Nosotros podemos ayudar
al anciano también a recuperar las funciones justas, si somos capaces de vivir
nuestra edad, de convivir con nuestra vejez.
A quien me
preguntase “¿Qué debo hacer para ayudar al viejo marginado, frági1, débil,
empobrecido?”, yo le respondería: dime cómo vives o cómo piensas vivir tu
futura vejez y te diré si y cómo serás capaz de ayudar a tu prójimo anciano.
En concreto, la primera cosa a realizar es tener una relación madura,
adulta, que nos prepare a la vejez. La Orden vive de los dones espirituales y
humanos de sus componentes: sin jóvenes no tendría futuro, sin ancianos no
tendría guías expertos. Por esto es deseable que entre las diversas generaciones
no disminuya nunca el intercambio de ideas, experiencias y de proyectos, en
otras palabras, que no disminuya la creatividad. Un estudio sobre las personas
centenarias ha enfocado interesantes situaciones de vitalidad psíquica.
La mayor parte de ellas hacen planes
precisos para el futuro, se dedican a los pasatiempos preferidos, tienen un
agudo sentido del humor, un sólido apetito y también una cierta resistencia física;
llenan perfectamente sus jornadas con ocupaciones y actividades y no
manifiestan, al menos en apariencia, miedo a la muerte.
Otro interesante testimonio es el del gerontólogo inglés Alex Confort, que
ha dicho: “Probablemente es nuestra perspectiva cultural y no el número de las
células cerebrales lo que nos induce en la vejez a la rigidez o, al contrario,
a la disponibilidad y al cambio”.
Por consiguiente, la actividad intelectual, la capacidad de proyectar, la
expresión de la creatividad personal, los intereses en ocupaciones realizadoras,
impiden un precoz y brusco declinar mental. Y las consecuencias de esto se
reflejan en el humor, en el gusto de vivir, en una relación con ellos mismos y
con la propia edad seguramente positiva.
El anciano tiene tiempo para reapropiarse de sus intereses y para descubrir
otros nuevos. Pero, una vez más, será necesario valorar estas reflexiones y
estas experiencias de modo no reductivo, es decir, en una visión integralmente
humana, que no prescinda del conjunto de valores y de los comportamientos
necesarios para resolver el nudo de la identidad y de la función de
los ancianos. En otros términos, las actividades creativas y recreativas, por
importantes y necesarias que sean, no pueden ser pretexto para una evasión,
una huida del aburrimiento, de la crisis existencial. Quien quisiera brindar
estos modelos solamente para llenar los vacíos de tiempo no comprendería el
núcleo del problema. Precisamente el anciano seria el primero en darse
cuenta del subterfugio y sentiría una íntima insatisfacción.
Tampoco debemos intentar retornos imposibles al pasado, cuando el anciano mantenía
sólidas posiciones sociales; ni pensar que sea proponible como solución para
todos una reinserción del anciano en la sociedad productiva. Sin embargo, no olvidemos
“usar” su experiencia llamándolo a colaborar con nosotros cuando se necesiten
intervenciones, análisis y juicios: El puede seguramente ser útil en la
relación con otros ancianos, quizá más necesitados de asistencia que él.
Todo anciano es un microcosmos, una persona, también un conjunto de hábitos,
de pequeños ritos cotidianos personales que se han ido sedimentando a lo largo
de toda la existencia.
Donde sea posible debemos garantizar estas formas personales que alejan la
penosa imagen de quien se siente en casa ajena, privado de los propios objetos
con los que ha convivido por largo tiempo, propenso a pensar de nuevo con
nostalgia en todas aquellas cosas que le faltan. Y esto lo podemos hacer
escuchándoles, conversando con ellos, descubriéndolos poco a poco, evitando
culpabilizar sus gustos y sus actitudes (frecuentemente se pretende que sean
serios, sabios, educados; pero también ellos experimentan la misma gama de sentimientos
y situaciones que nosotros), obligándoles quizás a asumir identidades de
“apariencia” para ser aceptados.
La recuperación de la función vendrá ante todo a partir del respeto por
ellos: ciertamente no podemos nosotros imponer, sobreponer nuestras ideas. E
incluso antes de que el objetivo sea alcanzado, ellos al menos descubrirán la
conciencia de la propia edad, la vivirán sin culpas o remordimientos, sin
sentirse marginados. Quizás aquellas situaciones penosas de ancianos
perennemente sentados, que tienen pocas cosas que comunicarse a no ser la
exposición reciproca de los achaques o conversaciones ácidas y chismosas, podrán
ser definitivamente evitadas.
Las familias deben colaborar
Pero el intento de devolver al anciano a su función, venciendo la soledad
no se logra completamente si las familias no están implicadas en este esfuerzo
colectivo. La familia debe estar disponible para el coloquio, también para
revelarnos costumbres, intereses, pequeños hechos, que nos pueden ayudar en
nuestro trabajo; debe estar disponible para la colaboración, el encuentro,
para no alejar al anciano de sus afectos que le quedan bien presentes en la
memoria.
¿Qué armonía podremos crear de nuevo si en e1 prevalece la melancolía? ¿si
se siente marginado, abandonado como un “deshecho” inútil?
Por consiguiente, entra también en nuestras tareas la sensibilización de
los familiares, con los cuales debemos tener abierto un diálogo ya de escucha
interesada, ya de consejo.
Una vez más se manifiesta aquí la riqueza de nuestro carisma.
Se trata de explotarla de manera adecuada, con las necesarias aperturas a
los tiempos, no insistiendo en viejos métodos que a veces saben solamente a
paternalismo existencial y basta, sino eligiendo relacionarse con el anciano,
seguirlo, en sus temores, en sus defensas, en sus fracasos, en sus esperanzas,
en sus posibilidades: sólo así vuestra, nuestra función servirá de algún valor.
Oh, como desearía ver a nuestros Hermanos de San Juan de Dios, viejos y jóvenes,
discutir no sobre casos clínicos, sino sobre casos humanos (y por consiguiente
también clínicos), dentro de un grupo de referencia constante en el cual las
opiniones de todos sean confrontadas para dar al religioso que sigue al anciano
todas las sugerencias que la ciencia y el corazón pueden poner a disposición.
Cómo me agradaría ver a
los religiosos entretenerse sin prisa con los familiares de los ancianos acogidos,
no para dar órdenes ni para reprender, sino para adquirir informaciones y
conocimientos útiles para una mejor asistencia.
Y en fin, me
agradaría ver al Hermano de San Juan de Dios en coloquio constante
con el anciano, en el descubrimiento reciproco de la propia humanidad.
Nuestras obras para ancianos no serían casas de reposo, sino lugares de
actividad, de estudio, de búsqueda, de reflexión, de revelación del alma humana
y, hasta donde es posible, de activación de todos los recursos disponibles.
Quisiera, en resumen, que el anciano en el lecho de muerte nos pudiese
decir: “¡Habéis hecho todo lo posible, gastado más de lo necesario, a veces os
habéis equivocado, no habéis entendido, pero siempre habéis tenido el oído
atento y el corazón abierto hacia mí!”
Tengo fundadas esperanzas de que esto pueda suceder.
II
EL ENFERMO TERMINAL
Un piadoso eufemismo
Hemos observado anteriormente lo perturbador que es el problema de la
pérdida de la relación directa con el enfermo, y cómo el trabajo de humanización
dentro de nuestras estructuras debe comenzar precisamente por la recuperación
no tanto de una relación de naturaleza clínica-entre paciente y
enfermero-cuanto, más bien, de una relación con el alma de nuestro enfermo:
debemos recuperar aquel complejo núcleo de afectos, de emotividad, de actitudes
del espíritu que interaccionan positivamente en el encuentro entre dos personas
mucho más que la relación entre un anónimo paciente ‘numerado” y un aséptico
profesional adscrito a su cuidado.
Sabemos también que este encuentro solicita, estimula un recíproco
crecimiento espiritual. El razonamiento se hace más arduo frente a un particular
tipo de enfermo, el moribundo, que con piadoso y casi exorcizante eufemismo viene llamado “enfermo terminal”.
Quedamos pensativos, no sólo por el desvanecerse de la vida terrena en el misterio
de la muerte con la esperanza de la resurrección futura, sino también por la
amarga constatación de lo impotente que es nuestra acción, no logrando
intervenir de modo positivo en aquel momento, el más importante de la existencia
humana.
Como cristianos sabemos lo definitivo que es este paso para cada hombre,
para cada alma; sabemos qué angustias psíquicas, cuánta pena experimenta el
moribundo y de qué modo dulce y desesperado se manifiesta en él el amor por la
luz, por la vida, por el mundo que está por dejar.
Sabemos también que prepararse a la muerte es condición fundamental para
afrontar sin temores, sin lamentos o pecaminosos ensañamientos de rechazo, la
prueba de este último instante que huye. Ante la realidad de la muerte,
misterio sobrehumano, no podemos más que imponernos un grande y devoto
silencio y alzar nuestros sufragios por el alma del difunto, inclinándonos a la
voluntad divina.
Pero antes, ¿qué podemos hacer? Hoy morir en un hospital es un hecho muy
común y difundido; encontramos cada vez con más frecuencia la muerte en los
pasillos y en las distintas salas, en cada momento de nuestro trabajo.
Es un fenómeno que debemos afrontar, fieles a nuestra cultura de la
hospitalidad. Nuestro huésped sufre interiormente delante de nosotros: ¿nos
limitamos a orar por él o debemos ayudarlo de algún modo a dar serenamente el
gran paso?
También en este caso debemos a fijar la atención sobre los inconscientes,
pero no por eso menos erróneos y peligrosos, comportamientos que denigran la
condición humana.
Un “tabú” que se ha de remover
Para un
cristiano el problema de la muerte debe ser un tema fundamental. Ayudar al hombre moribundo a mantener su
dignidad, su valor y acompañarlo en aquellos últimos momentos, con frecuencia
largos, debe ser un preciso deber nuestro de asistencia y de buena
hospitalidad. También porque la muerte hoy es vista con ópticas falseadas. Existen
en la sociedad contemporánea dos tendencias opuestas: por una parte, se
rechaza la muerte como dato objetivo de la existencia humana, se la deja a un
lado con un sentido de terror mezclado con disgusto; por otra, se redescubre la
muerte como un acontecimiento inevitable. Sí, queridos hermanos, se redescubre
la muerte, como si ella no hubiese estado siempre presente en el pensamiento,
en los actos, en la historia y en la civilización del hombre. Pero detengámonos
sobre algunos fenómenos que ponen en evidencia la primera tendencia.
El hombre hoy rechaza la muerte: sabe que existe, pero se comporta como si
nunca debiese llegar, evita el considerarla como un suceso cierto y
con esto pretende alejarla, casi como en un ritual exorcista. En resumidas
cuentas, se aparta el pensamiento de ella. Y sin embargo la muerte se ha convertido en un fenómeno habitual
cotidiano. Pensemos en los noticiarios televisivos que con frecuencia
manifiestamente sirven la “muerte a la mesa”, en directo, hasta el punto
de hacernos dudar acerca de la licitud ética de semejantes espectáculos,
justificados con el “deber de informa”. Si examinamos los comportamientos más
comunes, a los cuales nadie dedica un examen, nos damos cuenta de que la misma
cultura de la vida está basada sobre la certeza de la muerte.
Supongamos una paradoja: la inmortalidad de la vida terrena.
Si se realizara, el
hombre ya no tendría los mismos comportamientos, cambiarían
las costumbres, la filosofía existencial: la edad del aprendizaje sería
constante y no relegada al período de la infancia adolescencia — juventud; la
angustia de pasar el tiempo no existiría; el tiempo y las ganas de reconstruir,
de cambiar de actividad, el coraje de las opciones y de los cambios prevalecerían
sobre la tendencia a la aceptación, a la profesionalidad definitiva y
conservadora. La vida sería considerada en una perspectiva totalmente diversa,
se crearían nuevas costumbres, nuevas teorías y nuevos modos de pensar.
Pues bien,
precisamente porque esto es una paradoja, nos damos cuenta de la flagrante contradicción
presente en el rechazo de la muerte. ¿Es sólo el terror lo que hace negar la
muerte hoy? ¿O quizás antes el hombre no experimentaba miedo? Quizás una
explicación está en el hecho de que la imagen de la muerte está en claro
contraste con el hedonismo, con la vitalidad juvenil, con la estilización de
la belleza, es decir, con los
modelos de consumo cultural y económico hoy tan en boga.
La muerte es vista como algo inconveniente, como un hecho fisiológico: el
moribundo, en su empobrecimiento físico, es asociado a fenómenos declarados
inadmisibles por la civilización de los desodorantes. Ya no es sublimada o heroica,
como sucedía a los personajes literarios que amaban una muerte bella, viril,
patriótica, digna. El antihéroe literario contemporáneo es el burgués, que se
adapta a los pliegues de la vida, mientras teme y huye de la muerte.
Por consiguiente, también la cultura más noble ha revisado los modelos precedentes
y los ha declarado inadmisibles en la realidad.
La confianza en la ciencia médica lleva a las familias a internar al enfermo
grave en el hospital; a veces ellas, aun frente a certezas negativas, sin esperanza,
se aferran al espejismo del “milagro científico”. Pero más frecuentemente ciertos comportamientos
encubren la incapacidad de saber enfrentarse, sufrir asistir vivir mezclados
con la muerte. En algunos casos el enfermo grave resulta un peso ya
insoportable, incómodo para los cínicos, y así se descarga sobre otros, en el
intento-excusa de ofrecerle una asistencia especializada que, en la mayor
parte de los casos, se revela modesta e inútil.
He cambiado la imagen tradicional del moribundo
Una característica de nuestro tiempo es que se muere cada vez más raramente
en el propio lecho; se prefiere el hospital, ya sea por la necesidad de
cuidados especializados que frecuentemente exigen instrumentos no transportables
al domicilio, o sea por una deshabituación a la relación directa con la muerte
(la verdadera, no la televisiva que puede considerarse lejana por la buena
interpretación de los actores).
La evolución sufrida por la familia hace prácticamente imposibles ciertas
tareas de asistencia. En el pasado, las familias numerosas eran capaces de
repartirse mejor — haciéndolo soportable — la carga de una larga presencia
cotidiana al lado del paciente; había también en todos sus componentes una
preparación psicológica para tal acontecimiento.
También ha cambiado
la imagen tradicional del moribundo: frecuentemente es una especie de
“monstruo” prisionero en un nudo de tubos de plástico, de suero, de electrodos,
de catéteres y de sondas. Es la imagen de esta civilización, la representación
iconográfica de una época que expresa una realidad de total marginación y
soledad interior. Pasó el tiempo en que el moribundo hablaba a la familia
dolorosa y compungida, pero atenta a aquella voz grave que hacía
recomendaciones y frecuentemente bendecía.
La muerte era un
rito de dolor que tenía el marco de una sólida esperanza. Hoy este marco ha
desaparecido casi del todo en nuestra cultura. Vale la pena interrogarse al
respecto.
En el libro
de las “Meditaciones cristianas” de Giovanni Vannucci, en el capítulo de “La
Resurrección” encuentro esta interesante cita: “Escojo para estas consideraciones
(sobre la muerte del hombre) dos corrientes diversas de experiencia de pensamiento.
Comenzaré con un texto hindú de la Katha Upannishad (1000 a.C.). Nachiketas
pide a Yama, el rey de los muertos, que le revele el misterio de la muerte, de
la inmortalidad. Yama, reacio a responder, lo somente a algunas pruebas; encontrando
maduro al joven, le revela el secreto del “Yo” profundo y inmortal del hombre.
Respondiendo a la pregunta, afirma que los hombres se dividen en dos
categorías: los que se identifican con la parte física y vital de su ser, y los
que, en cambio, están en constante comunión con su “Yo” profundo y inmortal.
Para los primeros, la muerte es una interrupción, un suceso amargo e
indeseado; para los otros, es avance y ascensión hacia una vida más
amplia y más libre.
“El bien supremo es una cosa, lo agradable otra, cada uno arrastra al
hombre a un fin diferente.
Quien se adhiere al bien, llega a buen fin; quien elige lo agradable,
malogra el objetivo.
Al hombre se presentan lo mismo el bien que lo agradable, el sabio los
examina y los distingue”.
El sabio elige el bien, no lo agradable; el necio, ávido y posesivo,
prefiere lo agradable. El mundo espiritual no se manifiesta al inmaduro y al
tonto; ilusionado por la fascinación de las riquezas, él afirma que sólo
existe este mundo y ningún otro...
El hombre que se concentra sobre lo que está más allá del oído, más allá
del tacto, más allá de la vista, más allá del gusto y del olfato, sobre lo
indefectible y eterno, sin principio ni fin,
más grande que las cosas grandes, permanente, se salva de
las fauces de la muerte”.
Para la otra corriente, la hebrea, elijo dos párrafos sacados respectivamente
del Antiguo Testamento y de una narración midrásica. “Vale más perro vivo que
león muerto: los vivos saben que han de morir; los muertos no saben nada, no
reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se acabaron su amores, odios y
pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol” (Kohelet 9,
4-6).
“Hillel dijo al joven discípulo Jacob: ‘Me siento viejo y tengo miedo de
la muerte. Cuando esté en agonía, ruega al ángel de la muerte que sea piadoso
conmigo’. Jacob respondió: ‘Acepto, con la condición de que una vez alcanzada
la otra orilla me vengas a decir en sueños cómo son las cosas del más allá’. Un
mes después de la muerte, Hillel se apareció a Jacob para decirle: ‘Gracias,
hermano, el ángel de la muerte ha sido gentil conmigo, me ha rozado con la
suavidad de un ala de mariposa. ¡Si supieses qué bueno es Dios!
Me podría pedir
cualquier cosa; sin embargo, si me exigiese el retorno a la Tierra, me negaría’.
Jacob se asombró.
‘¿E1 ángel de la muerte no ha estado gentil contigo? ¿No tienes ya la
prueba de que la muerte es dulce?’. ‘Tengo la certeza de ello, pero no quisiera
volver a vivir en la Tierra’. ‘¿Por qué?’ ‘Por causa de la angustia de la
muerte’.
Las dos tradiciones son el signo de dos culturas diferentes.
Para el hinduismo, la angustia de la muerte es fruto de la ignorancia: el
sabio está libre de ella, habiendo alcanzado la naturaleza inmortal del propio
Sí. En cambio, en el hebraísmo, la muerte, presente desde las primeras páginas
del Génesis hasta los escritos sapienciales, es el mayor de los males...
Esta nota característica de la religiosidad hebrea pienso que se derive de
su mito central: la “Justicia”. El hebreo está en la tierra para crear un
pueblo de justos, que actúe en su ámbito la gran
justicia divina; el
pueblo de los justos será el guía de todas las otras gentes que se dirigirán hacia
la ciudad justa, Jerusalén.
De este impulso hacia la creación de un pueblo de justos se deriva la gran
importancia dada a la familia, a la tierra y a la vida en la revelación hebrea.
En semejante óptica, la muerte no podía aparecer más que como un castigo, una
reparación por las culpas cometidas y, a la vez, como un angustioso fracaso,
para quien no podía ver a los hijos de sus hijos ni gozar del cumplimiento de
todas las expectativas de la justicia. El anuncio de la Resurrección en el Hebraísmo
no podía acontecer sino como su vuelco decidido: “Quien cree en mí, tiene la
Vida eterna. Quien come mi carne, tiene la Vida eterna. Yo soy la resurrección
y la Vida”. (Jn. 6,53; 11, 26).
No obstante, estas
palabras a menudo han permanecido inertes en la vida de la cristiandad. Algún
raro santo ha sonreído a la muerte llamándola “hermana” o “el más grande
sacramento”.
Ordinariamente ha prevalecido el horror de la muerte...
Hoy, en cambio, en la misma cultura laica, entre los pensadores más
perspicaces, se observa una redescubierta atención por el problema de la muerte,
después de años de desinterés.
Redescubrir la muerte
A este punto, queridos hermanos, os preguntaréis el por qué de esta larga digresión.
Simple: el redescubrimiento de la muerte es importante no sólo en la
perspectiva del más allá, sino también en la del presente. Se dice: si
quieres la vida, prepara la muerte. O bien: se muere como se ha vivido.
Pero no según la lógica del horror ni tampoco siguiendo el mecanismo del
rechazo, que hacen presentir y experimentar de modo dramático y angustioso el
momento de la separación.
La medicalización de la muerte, donde el
enfermo resulta dominio de la medicina, es una forma de rechazo del gran
paso. Por esto hoy la mejor muerte es considerada por muchos la “repentina e
imprevista”, que, en cambio, era tan temida en el Medioevo. Y ni siquiera
“después” al difunto debe parecer tal: en las “funeral homes” (cámaras mortuorias)
americanas se le acicala para hacerlo aparecer como un casi vivo: “The patient
looks lovely now” (¡mira qué bien está!).
También el luto es rechazado, desapareciendo
frecuentemente un auténtico dolor interior y, por lo tanto, no teniendo sentido
el signo externo: al contrario, quien se deja llevar por una fuerte conmoción
¡es mirado incluso con sospecha!
Pero estos son paliativos que no cambian
la sustancia. Es hora de que la muerte — que es una sola cosa con la vida —
salga de la clandestinidad y que el hombre descubra el camino, por
un tiempo perdido, hacia una cultura de la muerte y, por consiguiente, de la
vida. Y esto es posible siguiendo el camino del hombre. De cuanto
se ha dicho, efectivamente, vemos surgir un nuevo tipo de necesitado, de
marginado: el enfermo terminal. También a él la debemos garantizar atención y
asistencia.
Ciertamente, frente
a una persona que no tiene esperanzas de sobrevivir surgen numerosos interrogantes.
Ante todo, ¿hasta qué punto se debe prolongar el tratamiento terapéutico? ¿Se
debe permitir que se convierta en verdadero y auténtico encarnizamiento? ¿Quién
decide la duración y modalidad de esta lucha contra la muerte? ¿Qué intervenciones
son legítimas y cuá1es no? ¿Qué actitud debe tener el agente sanitario hacia el
moribundo? ¿Quién colabora con él en esta fase? En resumen, ¿qué hacer para
mantener al moribundo en una situación de máxima dignidad y de mínimo
sufrimiento, salvaguardando su derecho a vivir sin obstinarse en curas inútilmente
dolorosas, y sin abandonarlo a sí mismo? Y todavía: ¿cómo, si y cuándo advertir
al moribundo de su estado? ¿Y quién lo debe hacer?
Interrogantes dramáticos
Estamos frente a problemas
dramáticos.
Muchos médicos, muchos
agentes, y — ¡ay de mí!— a veces también algún Hermano de San Juan de Dios, no
saben qué hacer y terminan por abandonar a la soledad a aquél que está
afrontando el paso más importante de
la vida. Es la nefasta consecuencia de una idea de asistencia orientada solamente
a la recuperación de la integridad y de la eficiencia física, es un dejar vía
libre en nosotros al rechazo de la muerte.
Un primer motivo fundamental de reflexión se refiere a determinadas
actitudes en constante difusión que amenazan al hombre precisamente en nombre
de la humanidad. Entre éstas, la más engañosa es la eutanasia, cuya práctica
se insinúa de modo rastrero en el hospital cada vez con mayor crédito. Hábiles
manipulaciones culturales, sobre todo a través de los mass-media, logran
presentar la eutanasia a los ojos de la gente como la respuesta más simple y
más “humanitaria”: para eliminar el sufrimiento de quien ya no tiene esperanza
de curación, se elimina al que sufre.
Pero este falso humanitarismo ante un análisis atento revela su aspecto ambiguo.
“Muchas veces las exigencias de muerte piadosa — recuerda el teólogo B. Häring
— no son expresión de una verdadera voluntad de morir, sino más bien una llamada
desesperada para recibir mas cuidados, más atención y más solidaridad humana”.
Según los
defensores de tal práctica, ésta sería una conquista humana, ratificaría “el
derecho a morir con dignidad”.
Pero, queridos
hermanos, la dignidad de la muerte no consiste de ningún modo en esta “conquista”,
sino más bien en el modo de afrontar la muerte.
Inhumano es más
bien la cama, inhumanos son los tubos, el cuerpo y el alma abandonados a sí
mismos, el hombre solo con sus pensamientos, sus angustias e inquietudes. La
verdadera respuesta está en afrontar este momento de sufrimiento moral y psíquico,
no en suprimir al que sufre.
Sabemos que la
ciencia médica puede ayudar a afrontar bien la muerte impidiendo que el hombre
se degrade como un animal presa del dolor. El progreso en los procedimientos de
reanimación que atenúan o suprimen la sensibilidad corpórea mira precisamente a
esto.
Sin embargo,
queridos hermanos, es necesario
definir aquella “Tierra de nadie” que separa la cura y mitigación del dolor de
la crueldad, de la inútil experimentación hecha únicamente por orgullo
científico, que reduce el hombre a conejillo de Indias, en definitiva, del
encarnizamiento terapéutico.
Digamos, ante todo,
que no es posible mantener con vida a una persona en estado únicamente
vegetativo si no existen motivos precisos separados de la experimentación.
Hoy, el tiempo de
la muerte cerebral, biológica, celular; los antiguos signos basados en el paro
cardíaco y respiratorio ya no son suficientes; se mide la actividad cerebral,
se puede mantener latiendo un corazón artificialmente, se puede estimular
forzadamente la respiración. El momento de la muerte se puede prolongar a
discreción del médico: no se puede eliminar, pero sí regular la duración del
fin. Es posible retardar el momento fatal suprimiendo también el dolor.
Pero frecuentemente esta prolongación, de medio científico al servicio del
hombre que sufre, se transforma en fin.
Y es precisamente en esta zona oscura del confín entre la curación y la
crueldad, entre derecho a la vida y eutanasia, donde nuestra conciencia de
religiosos debe estar alerta para que se respete una medida que sea signo de
humanidad y de ética, más allá de las normas que cada uno de los estados determinen.
La muerte no puede ser asignada en dotación exclusiva al médico, a la
técnica, a la experimentación, porque ella representa el más antiguo misterio
del hombre, sobre el cual nosotros como religiosos no podemos eximirnos de
ejercitar nuestra función especifica de misioneros de la salvación y de guías
espirituales.
No abandonar al moribundo
Pero detengámonos sobre un tercer aspecto, ya señalado.
Frente al enfermo grave, frecuentemente también nosotros perdemos las
esperanzas, nos sentimos inútiles y lo abandonamos en espera del inexorable
momento.
¡Qué estrecha visión de
la vida y de la muerte, qué habituación a una función de agentes técnicos, que
olvida que el término salud significa también “salvación”, es decir, vida del
alma!
Por esto hoy el hospital se ha convertido en el lugar de la muerte
solitaria. Un corazón que se para no hace ruido; no obstante, en nosotros debería
suscitar un amplio eco. La muerte, como la vida, no es un acto exclusivamente
individual. También la de los otros nos toca de cerca de algún modo.
Nos corresponde a nosotros, dentro de nuestros límites humanos que no
pueden ciertamente cambiar los destinos, eliminar el sentido de “Salvaje” en
la imagen de la muerte solitaria con tubos de plástico, que clamorosamente
hace revivir el antiguo horror del cadáver putrefacto abandonado en el campo.
¿Qué civilización sería de otro modo aquella en la que cambiasen las formas
del horror, pero no la esencia?
En un reciente Encuentro de médicos católicos celebrado en Roma se
discutieron los problemas del dolor, de la vejez, de la eutanasia. Temas
fundamentales, que requieren un planteamiento filosófico general para una seria
crítica a nuestro modelo de civilización que aporte una cultura y actitudes
nuevas en este campo.
Durante el
encuentro, un profesor declaró textualmente: Es necesario un nuevo empeño
en la asistencia a los moribundos. Hace falta intensificar la presencia al
lado del enfermo, teniendo en cuenta que es el moribundo quien tiene que
enseñar, puesto que vive una experiencia que los demás ignoran. Es necesaria
una preparación específica en este sentido del personal sanitario, una
preparación que, sobre todo, es humana.
Un médico o un enfermero no podrán asistir con rostro sereno y con equilibrio,
a un moribundo si en la propia conciencia no han integrado una visión de la
vida y de la muerte, es decir,
si personalmente no han dado una respuesta a los problemas esenciales de la
vida humana”.
Mis queridos hermanos, ¡qué lección nos viene de este laico!
Nosotros, a veces, bloqueados por nuestros miedos más que por nuestros
compromisos, debilitados por nuestros fantasmas de impotencia, vamos precedidos
por laicos con sugerencias de gran valor, que deberían ser nuestras y que, en
cambio, no hemos sabido encontrar en el cauce de nuestro carisma tan rico. Decía
antes que la “dignidad de la muerte” reside también en el modo sereno de afrontarla,
en aquel período (largo o breve, consciente o semiinconsciente) de olvido de
la mente antes del paso definitivo.
Pero los problemas nacen antes del momento final: desde cuando el curso del
mal hace prever un seguro desenlace fatal; es en esta fase cuando la voluntad
racional aplicada a la metodología científica entra en crisis haciéndonos
desesperar e impulsándonos a renunciar a toda ayuda ulterior. Pero nosotros
sabemos que donde el conocimiento y
el método científico se paran, existe aún lugar para la fuerza superior
del Espíritu.
En la fase terminal el enfermo tiene que resolver enigmas delicadísimos,
está atormentado por dudas angustiosas, sacudido por alguna vaga esperanza y
destruido por el decaimiento. Lo invade el miedo, mientras se descubre solo
consigo mismo, consciente de su unicidad. En los momentos lúcidos ve de nuevo
la vida como en un film y con el riesgo de perderse definitivamente en la
pesadilla, abatido por sentimientos de culpa, por lamentos, por amargas
melancolías, por el desesperado asimiento a la vida, por la necesidad
insatisfecha de comunicación y de afecto.
En é1 se ceban delicados mecanismos psicológicos que es necesario saber
reconocer y dominar; por esto se hace necesaria la colaboración con psicólogos
expertos ya que frecuentemente la cultura personal no basta; el hombre
moribundo está más necesitado que cualquier otro, es un enfermo “difícil”, que
requiere mucho tiempo y muchas atenciones.
Raramente é1 puede alcanzar por sí solo una aceptación y una mayor
serenidad si no es ayudado por todos los que le asisten y por la misma familia.
Más allá del debate sobre la necesidad de revelar o no al enfermo grave su
estado, es cierto que quien se encuentra en situación semejante la intuye más
allá de las palabras.
Su asistencia, por consiguiente, debe estar hecha de atención, incluso en
los detalles. No sirven discursos, sino una presencia afectuosa; el enfermo
debe percibir que no estará solo al afrontar aquel momento: basta una mano
estrechada, que en el contacto angustioso revela un asimiento a la vida, para
dar una seguridad protectora, casi materna, permitiendo también al paciente
decir cosas urgentes e importantes para él, quizá sus últimas palabras.
Implicar a la
familia
Pero para ayudarlo de modo verdaderamente
significativo, es necesario implicar a la familia en esta presencia.
Ante todo, no es justo que sea la familia
quien decida de modo autónomo si y cómo informar al enfermo de su estado.
Es siempre oportuno que
los médicos que lo atienden se reúnan con los familiares para un intercambio
de informaciones, relativas también a la psicología del paciente, en orden a
acordar juntos la forma de proceder.
De la familia podemos
aprender importantes informaciones sobre la historia personal del enfermo, que
ayudan a comprenderlo mejor.
A veces, su asimiento a
la vida está inspirado por “nobles preocupaciones” por la suerte del que queda:
por esto quizá la intención de confiar sus últimas recomendaciones a los
familiares, de aclarar algo del pasado, de eliminar sentimientos de culpa.
Debemos favorecer estos momentos finales de comunicación, que un tiempo
formaban parte del ritual doméstico de la muerte: el enfermo tenía reunidos a
los familiares en torno al lecho y conversaba con ellos como en un clima de cálida
serenidad, de aceptación; dejaba sus últimas recomendaciones, dividía la
herencia. Los presentes se sentían como investidos de un carisma. No es imposible
volver a dar naturalidad, consuelo, amor y aceptación cristiana a estas almas
que se aprestan al paso final. Y hay en todo esto un enriquecimiento recíproco:
también el moribundo nos ayuda a nosotros. De él aprendemos sensaciones que no
conocíamos; estando a su lado verificamos nuestra fortaleza.
En estas situaciones
debemos prestar una atención especial también a los familiares del enfermo,
que sufren momentos de agitación y de tensión; frecuentemente, a falta de
noticias, se mortifican en la duda y en la angustia, también a causa de los
médicos que, por razones profesionales, son a veces evasivos y emplean un lenguaje
extremamente técnico en los diagnósticos y en los pronósticos. Una mayor
comprensión de sus exigencias, dictadas frecuentemente por el ansia afectiva,
nos puede ayudar a crear un clima de cooperación recíproca, de confianza y de
cálida sinceridad, en beneficio del enfermo.
Se debería dejar a los
familiares tiempo para la visita, para que ésta no resulte demasiado aséptica
y despersonalizada, sobre todo en las salas de reanimación, estudiando al mismo
tiempo los medios adecuados para garantizar el respeto de las normas de
prevención higiénica. A la oración por el alma, que es deber de todos los
religiosos, debemos saber unir un profundo sentido de piedad cristiana,
bebiendo en los recursos del corazón. Nuestra sensibilidad nos guiará en la
ardua tarea de ofrecernos como espalda sobre la cual llorar, como fuerza
en la cual confiar; nuestro ejemplo puede convencer más que mil palabras para
descubrir el propio camino espiritual. De este modo, superando la cerrada
visión técnica de la derrota de la medicina frente a la muerte, nosotros
desarrollamos un modelo de asistencia superior.
El momento crucial para
los familiares normalmente es el de la inminencia del deceso de su ser
querido. Imaginémonos el estado doloroso, la confusión de las decisiones, el
cansancio psíquico de estas personas, frecuentemente atormentadas por un
sentido de culpa porque no quisieran asistir al momento fatal. Nuestra
presencia a su lado es todavía más preciosa y luminosa.
Lo mismo se dice para
los familiares de los pacientes hospitalizados de urgencia, esto es, que han
pasado bruscamente del estado de salud al de enfermedad por causas
cardiovasculares, cerebrales, traumático-accidentales. El sentimiento de preocupación
por la suerte de la persona querida es en ellos igualmente vivo aunque no se
encuentren en presencia de siniestros pronósticos.
No he presentado metas
imposibles. Estoy seguro de que, siguiendo el camino que es siempre más el
nuestro, la muerte en el hospital podrá recuperar la dignidad perdida.
Y
el hospital podrá ser en
verdad para el enfermo grave el único lugar donde le sea garantizada una
atención continua, con metodología y medios impensables en otra parte, y al
mismo tiempo un lugar de asistencia integral, que aleje los inquietantes
espectros de la soledad y el horror, dejando lugar a la resignación humana y a
la esperanza cristiana.
Quisiera desde ahora invitaros
a estudiar medios y fórmulas, a imaginar y proyectar, junto a los médicos y
a los enfermeros, un redescubrimiento profundo del sentido de la vida y de la
muerte. Estoy convencido de que, sobre la base también de algunas
experiencias espléndidas ya en marcha (por ej. el “Royal Hospital de Montreal”
y algunas Fundaciones, entre las cuales está una italiana), se abre un espacio
enorme al Hermano de San Juan de Dios deseoso de comprometerse de un modo nuevo
en la asistencia a los moribundos. Aprovechar este espacio es, además de un
deber preciso ligado a nuestra vocación hospitalaria, condición «sine qua non»
para el desarrollo de nuestra Orden y para un digno servicio a la Iglesia.
III
LOS
TOXICODEPENDIENTES
El cáncer de los jóvenes
La imagen de un cáncer
que se extiende con sus metástasis en toda la civilización occidental será
quizá hasta demasiado utilizada para señalar el problema de la droga y de la
toxicodependencia; pero seguramente es eficaz para poner en evidencia este
nuevo «mal» de la sociedad que golpea sobre todo a los jóvenes. Intentar un
análisis exhaustivo del problema de la droga es difícil; no obstante es
necesario dar de él, al menos, una sumaria descripción. La gravedad y la
extensión del fenómeno son evidentes, más allá de las estadísticas, cuyas
elaboraciones matemáticas tienen por lo demás su trágica evidencia.
La Organización Mundial
de la Salud afirma que más de 4.000.000 de personas, en USA, han hecho uso de
varios tipos de droga. Pero el fenómeno aparece aterrador indagado en los
porcentajes relativos. El Federal Bureau of Narcotics señala que 1 joven de
cada 5 se droga y que, en todo caso el 40% de los estudiantes de escuela media
superior ha probado la droga al menos una vez; y, además, el 60% de los
estudiantes universitarios. Probar la droga al menos una vez no es aún síntoma
de tóxicodependencia, pero la realidad presenta contornos más precisos: entre
los tóxicodependientes reconocidos, más del 50% tiene una edad entre los 20 y
los 30 años, y hay un amplio porcentaje, en aumento, para los jóvenes de edad
inferior.
Su extracción social es
indicativa: negros (52%), mexicanos (6%), puertorriqueños (13%); es como decir
que la mayor parte de ellos pertenece a grupos étnicos sociales marginados.
Observando el fenómeno
en Europa, notamos que e1 mismo ha alcanzado dimensiones alarmantes en
Holanda, Dinamarca, Gran Bretaña, Alemania, Francia; por lo que se refiere a
Italia, a los grandes centros del Norte se ha añadido ahora la zona meridional
con sus principales ciudades y también con centros menores donde, sin embargo,
abundan los desempleados.
¿Quién es el tóxicodependiente?
Para despejar el campo de posibles confusiones, definimos la situación del
tóxicodependiente como la de quien se encuentra en un estado de intoxicación,
periódica o crónica, por el uso habitual y continuo, con síndromes de abstinencia, de sustancias estupefacientes,
naturales o producidas sintéticamente; una situación peligrosa por el «status»
psico-orgánico del sujeto que es oprimido en amplias esferas de la personalidad.
La morfina, la heroína, la cocaína, el L.S.D., incluso la metadona, los barbitúricos
y las llamadas «drogas ligeras», entre las cuales la marihuana, son las
principales sustancias estupefacientes que provocan estados definibles
genéricamente como alucinógenos.
Obviamente con reacciones diversas según el tipo de droga e incluso de individuos,
pero caracterizadas prevalentemente por somnolencia, habla acelerada, depresión
del sistema nervioso central, estados de felicidad, excitación, hiperactividad,
sentido de alargamiento del tiempo psíquico, euforia, alucinaciones.
Reacciones que, en todo caso, comportan una peligrosidad para sí mismos y para
los demás. Para sí mismos, puesto que la disminuida o alterada percepción de la
realidad externa representa un evidente factor de riesgo para la seguridad y
la incolumidad; y, además, el abuso de drogas provoca destrucción orgánica y
un declinar físico que puede conducir a la fatal “over dose”, esto es, a
colapsos e insuficiencias respiratorias frecuentemente mortales.
Se puede afirmar, además, con certeza que los tóxicodependientes presentan
una patología no irrevelante respecto a las enfermedades crónicas, las
hepatitis, el daño irreparable de algunos órganos, con la aparición de nuevas
enfermedades como el S.I.D.A.
A estos problemas sería necesario añadir otros: por ejemplo, el riesgo
derivado de la droga «cortada» con sustancias nocivas; o bien la falta de toda
preocupación higiénica en el rito de los heroinómanos. Pero el razonamiento
resultaría demasiado amplio y complejo.
Existe, sin embargo, una tasa de peligrosidad que afecta a la sociedad: se comprende
fácilmente cómo el estado alucinógeno, las percepciones alteradas, la
exaltación psíquica, la pérdida de los frenos inhibidores, la ausencia de
sentido de culpa y de pudor, todos estos factores produzcan una personalidad
alterada, una especie de «molécula enloquecida» de la colectividad. Las
consecuencias son conocidas: la toxicodependencia engendra necesidad económica
para la adquisición de las sustancias.
Necesidad a la cual se ligan millares de fenómenos de delincuencia, desde
el pequeño hurto con descerrajadura, hasta las agresiones violentas, incluso
por poco dinero. Estas componentes clamorosas han hecho subir el porcentaje de
delitos provocando un estado de absoluta falta de seguridad, porque el tóxicodependiente
es impulsado a golpear indiscriminadamente a cualquiera. El criterio según el
cual el delincuente común no actúa cuando «el juego no vale la vela», en este
caso no cuenta en absoluto.
La intención de «criminalizar» al tóxicodependiente está bien lejos de mi
pensamiento, que de claro, pero ciertas situaciones han de conocerse sin
eufemismos, en su realidad. Así como no podemos ignorar un nuevo síntoma de
barbarie que brota de ciertos razonamientos que se están abriendo camino cínicamente:
partiendo del dato de la peligrosidad social, se reclama la necesidad de una
«enérgica» intervención pública (o privada) para «sanear» la situación.
Factores y causas
Si fijamos la atención
en el fenómeno es para captar su miseria, para indagar las causas con la mirada
puesta también en la víctima, que es el consumidor de droga. Ciertamente, la
exigencia de seguridad social es un hecho de dignidad civil, de justicia, pero
no puede ser el punto de partida para solucionar el problema. La tóxicodependencia
es un problema del hombre, en correlación con precisas dinámicas sociales,
psicológicas, culturales y con carencias espirituales. Si no se pone uno en
esta óptica es difícil elaborar una idea aceptable de la intervención
terapéutica. Pensemos solamente en el nudo de factores que influyen en las
decisiones personales: los elementos psicológicos individuales, la vida de
relación con la familia, los amigos, la colectividad, la situación social, la
posición cultural. Pensemos también en la responsabilidad enorme de aquellos
modelos culturales que, en el último decenio, han propuesto la droga como
momento de libertad, de alternativa; modelos de cuño materialista y consumista
caracterizados por la caída de antiguas (y en algunos casos ya inadecuadas)
ideologías, que explican la tendencia contemporánea del arrivismo, a
conseguir el éxito por los
medios que sea. El panorama espiritual de nuestra época se nos presenta árido,
empobrecido de valores éticos, mientras que no parecen surgir aún alternativas
suficientemente estructuradas. Es en este vacío donde se insertan estas
tendencias deterioradas.
La dificultad de captar
a tiempo la situación se explica, por otra parte, por la rapidez y la complejidad
de los cambios económicos, sociales, tecnológicos y culturales, en un mundo en
el que incluso los valores parecen haberse convertido en objeto de efímero
consumo. Aquí la droga encuentra seguramente su sitio, proponiéndose como
«hija de los tiempos», en un doble aspecto: como respuesta engañosa a las
situaciones de malestar y, por consiguiente, como medio de huída hacia la felicidad,
y como propuesta de «valor alternativo», esto es, como otro modo de vivir que
no acepta el modo de vivir común.
En la complejidad de la
situación juegan también algunas contradicciones graves la política exterior e
interna de los estados nacionales acerca de los grandes valores de la paz, la
libertad y la justicia, que no son afirmados con decisión, así como la
pesadilla aberrante del conflicto nuclear. De ahí se deriva una especie de pesimismo existencial, que induce a
querer las cosas aquí y ahora, a consumir de prisa cualquier emoción; y un
«juvenilísimo» que carga de injustas expectativas la vida de los jóvenes, como
mito de éxtasis y de felicidad. Ambos no son ciertamente extraños a la difusión
de la droga, habiendo privado al hombre de certezas válidas, de la seguridad
de un modelo justo, y eliminado de los horizontes humanos fe e ideales en los
que creer y esperar.
Nuestra sociedad — es
decir, todos nosotros, conscientes, copartícipes de eventuales errores, coagentes
en proponerlos de nuevo — nos impulsa a superar estas ansias e inseguridades
con los psicofármacos; nos ilusiona que felicidad, realización y éxito son
asequibles con píldoras de energía eficiente, nos enseña a vencer la angustia
con el alcohol, según la estrategia de una productividad no sometida a las necesidades
humanas, sino orientada a imponer necesidades falsas, negativas y alienantes.
¿No es quizá cierto que las fuerzas socioeconómicas hoy se dirigen a los jóvenes
(e incluso a los niños) como a sujetos que se han de conquistar para el
mercado de consumo teniendo corno primer objetivo lo útil y no la educación?
Escasas defensas pan los jóvenes
Precisamente el joven, en fase de formación, es el sujeto más expuesto a
los engaños. En el momento en que inicia su exploración personal del mundo,
haciéndose una propia escala de valores, confrontando lo que desearía con lo que
encuentra y desarrollando el proceso de socialización, el joven no es aún
plenamente capaz de decisiones razonadas. En esta fase de estructuración de su
personalidad se encuentra abierto a las novedades, alimenta curiosidades,
busca la relación con los demás, para conocerse y conocer, para probarse, para
definir su identidad. Por esto puede dejarse seducir fácilmente por modelos
aberrantes. Al final de su camino de búsqueda puede encontrar también al distribuidor
en busca de nuevos compradores.
Sus defensas serían ciertamente más eficaces si tuviese detrás una familia que fuera para él guía, información,
afecto, refugio en los momentos difíciles. Pero ya hemos visto cómo y cuanto
ha cambiado la familia, en el paso de una cultura campesina a una cultura
industrial y tecnológica. En la primera, la transmisión de valores de padre a hijo
era lenta pero ineludible y segura: el padre, depositario del saber enseñaba
al hijo las cosas del mundo y de la naturaleza. Hoy la figura del padre ha
perdido este prestigio cultural, su autoridad de guía: los conocimientos son
tan amplios, rápidos y cambiantes que impiden una asimilación del saber
paterno. Frecuentemente, además, la preparación escolar del hijo resulta
incluso superior a la del padre, el cual casi siempre por la rapidez de los
cambios permanece extraño a los fenómenos típicamente juveniles de conducta,
por lo cual el hijo ya no ve más en él un interlocutor confiable y «preparado».
Finalmente, tiene siempre mayor eficacia (también manipuladora) una forma
de transmisión de los conocimientos fuera del ámbito familiar: la realizada a través
de los mass-media, que proponen continuamente modelos culturales sumamente
insidiosos para la psicología juvenil, sobre todo a través de la publicidad.
Por no hablar del papel negativo de ciertos padres dentro de la familia
«nuclearizada», que ha entrado en crisis como célula básica de la sociedad.
Son a menudo los mismos padres quienes acríticamente vuelven a proponer a los
hijos aquellos modelos de éxito y de comportamiento. No puede venir beneficio
alguno a los jóvenes de una familia frecuentemente amenazada en su estabilidad
por separaciones, desempleo, entradas económicas por debajo de la media general,
es decir, por factores que crean marginación y un sentido de frustración en relación
con el modo de vivir de los otros. De la frustración a la revancha no hay más
que un paso. Y entonces el joven «huye»: a las calles, a las plazas, se une a grupos
para buscar lo que le falta. Y aquí encuentra la última asechanza, en la red
del amplio mercado en el que opera gente sin escrúpulos, con conexiones a
nivel internacional, un mercado del cual el distribuidor de la esquina es sólo
el «terminal».
EI potencial tóxicodependiente, debilitado familiarmente y privado de
certezas morales, sugestionado por el proceder de los de su misma edad, del
«grupo», realiza así la primera decisión para evadirse, para probar o aunque sólo
sea para ser aceptado. La droga ha llegado así hasta las puertas de las
escuelas medias inferiores, lo cual eleva grandemente el umbral de
peligrosidad social del fenómeno.
El tóxicodependiente, carente de salud física y psíquica, de amor, de
comprensión, de saber, pero sobre todo de libertad, entra, por consiguiente,
en la categoría de los nuevos necesitados: es el prisionero del alma. Por
esto, no asombra que se hayan ido creando comunidades terapéuticas de inspiración
cristiana que, con gran dedicación y competencia, afrontan sobre todo la
dimensión personal y psicológica del tóxicodependiente. Efectivamente, el
verdadero problema no es la dependencia física, sino la psicológica: a pesar
de las aparentes expresiones de «libertad» manifestadas con ostentación por el
tóxicodependiente, él se siente esclavo hasta el punto de no creer ya en la
posibilidad de curación.
Un campo abierto a los Hermanos de San Juan de Dios
El tema requeriría bastantes más profundizaciones, pero me detengo aquí
por ahora. He hecho esta reflexión porque estoy convencido de que el Hermano
de San Juan de Dios posee, a nivel religioso y profesional, la posibilidad de
acercarse adecuadamente al problema, desarrollando el papel de guía-animador,
colaborando con otras iniciativas, siempre atento al problema humano.
Mis queridos hermanos: como he prometido, con este documento no pretendo
daros determinadas órdenes, sino proponeros reflexiones útiles para descubrir
la enorme gama de nuestras posibilidades, que ya en parte hemos desarrollado,
pero que pueden encontrar en nuestro tiempo muchas otras aplicaciones.
He indicado tres que me parecen están a nuestro alcance de forma más inmediata,
y que nosotros podemos afrontar sólo después de un examen atento de nuestras
situaciones particulares y después de haber identificado a los necesitados de
hoy.
Mi objetivo principal, lo repito, era el de estimularnos a meditar, a
salir de los estrechos esquemas que nos impiden cambiar como lo exigen nuestro
carisma y nuestras Constituciones. Pretendía invitar a cada uno de nosotros a
salir de nuestras tóxicodependencias — rutinas, comodidad, seguridad, lamentos,
perezas, costumbres, miedos — para entrar en la esfera de la creatividad, para
satisfacer eficazmente las necesidades del hombre contemporáneo.
Nuestra identidad, en efecto, no se construye sobre la conservación acrítica
del pasado, sino más bien sobre la atención al presente y al futuro, sobre la
pronta disponibilidad de todos para emprender aquellas actividades, aquellas
funciones, aquellas iniciativas que requieren los tiempos, en la indefectible
fidelidad al Evangelio y a nuestro santo Fundador.