La Humanización
Documento del P. Pierluigi Marchesi sobre cómo humanizar nuestra vida y nuestras obras
A LOS
PADRES CONSEJEROS GENERALES, PADRES PROVINCIALES Y A LOS PARTICIPANTES EN LA
ASAMBLEA
Al
presentar, en forma definitiva, el documento sobre la humanización, expreso a
cuantos habéis participado en los trabajos de la asamblea de Roma, en
representación de todos los Hermanos de la Orden, el más sincero agradecimiento
por vuestra valiosa colaboración. En Roma hemos hecho una inicial y ponderada tentativa
para conseguir una meta: la de la colegialidad, la de pensar y trabajar juntos en vistas a un bien común.
La colegialidad se ha puesto de manifiesto a través del consenso de la
asamblea tanto sobre el tema de la
humanización como sobre el modo de utilizar
el documento. El tema ha resultado “el
vínculo unificante e integrador que puede ayudarnos a traducir en hechos
existenciales el proceso de renovación” (ver la declaración final de la
asamblea de Roma) y nos ha propuesto un bien común:
‘defender y promover sin
dilación el respeto a la dignidad humana”; el uso que se ha propuesto es de
“acoger el documento... estudiarlo personalmente y con la comunidad... vivir
dinámicamente su significado”.
Así pues, en
Roma hemos encontrado un denominador común, la humanización, como base donde
apoyar las actitudes de renovación personal y de la Orden, manifestando nuestra
unidad, sin miedo a expresar convergencias y divergencias sobre el modo de
realizarla en cada situación concreta.
El documento presentado ha suscitado numerosas y estimulantes
opiniones, y algunos interrogantes. Estos últimos se referían principalmente a
cómo ha sido elaborado y a los destinatarios: nadie ha presentado objeciones
acerca de la finalidad ni a la actualidad del tema que, como ya he dicho, se
aceptó por unanimidad. Unánimemente.
Cuando pensé intervenir directamente sobre el tema de la humanización,
me proponía (y me propongo) invitar a toda la Orden a reflexionar sobre la humanización de nuestro
apostolado. Teniendo en cuenta que el destinatario de nuestra misión es el
hombre enfermo, quien sufre más que en determinadas partes del cuerpo en su
persona. He pensado que la mejor manera de estimular la reflexión de los
religiosos —a quienes va destinado el documento— es el ofrecerles un documento
en el que aparece una apasionada y sincera exposición de mi modo de pensar, de
mis sentimientos, de mi experiencia.
Así pues no
se trata de una investigación o de un estudio sobre la humanización, no es un tratado, no tengo la
pretensión de dirigirme a todo el mundo, sino sencillamente trato de responder
a una necesidad, la de orientar nuestra renovación y la renovación de nuestras
obras asistenciales. Toda la Orden se ha pronunciado decididamente, tanto a
nivel del Capítulo Extraordinario como a nivel de los Capítulos Provinciales,
que necesitamos urgentemente renovarnos pare humanizar.
Así pues, os dirijo un documento abierto con un mensaje
explícito para todos: invito a todos los religiosos a reflexionar y a actuar de
acuerdo con las directrices que posibiliten humanizar nuestra vida y nuestras
obras.
Como se trata de un documento abierto no pretende
ofrecer normas de comportamiento o recetas definitivas, sino simples principios generales, fruto de mis
convicciones personales y avalados por el parecer de expertos en teología y
psicología de quienes no he requerido aportaciones científicas sino su opinión
acerca del modo como he orientado el tema de la humanización.
Los participantes en el encuentro de Roma
afirmaron que el documento llega en el momento justo y como se trata de un
documento abierto es una llamada a todos los religiosos a desarrollar, tras una atenta reflexión, la
investigación, los estudios las iniciativas que crean más oportunas de acuerdo
con la realidad de cada provincia. Lo único vinculante —apoyado por el consenso
general expresado— es que todos los Hermanos acepten la invitación de recibir el documento como
expresión del proceso de renovación de la orden. El mejor modo de utilizarlo
—teniendo en cuenta que no se trata de un documento definitivo sino “inicial”—
es recibirlo en lo que es: como un estímulo y no como la respuesta del general
a un tema tan amplio y complejo como es el de la humanización.
Estoy seguro que a partir de este estímulo se
multiplicarán los estudios, la investigación, las iniciativas y acciones
concretas: probablemente este mismo año se organizará una reunión a nivel
internacional en la que los Hermanos puedan poner en común la reflexión y
actuación sobre el tema de la humanización de nuestra vida y de nuestras obras.
Acerca de las aportaciones “sobre el documento”
debo decir que han sido tan numerosas y estimulantes que me es imposible
recogerlas todas a la hora de revisar el documento: sería necesario todo un
tratado sin conseguir, no obstante, valorar todas las sugerencias y críticas
recibidas.
Por tanto, he tomado una doble decisión:
A) Aceptar las observaciones que no cambiaban la
sustancia de la orientación inicial del documento;
B) Ofrecer, a cuantos participaron en la reunión
de Roma, todo el trabajo de análisis, los comentarios, las sugerencias, que se
publicarán como anexo en el boletín de la Curia Generalicia, cuyo fin es
garantizar a los participantes y a toda la Orden la utilización de un material
que no se debe perder.
Desde el punto de vista redacciónal el documento ha sufrido algunos cambios;
asimismo se ha realizado el esfuerzo de hacer más claros y asequibles algunos
capítulos. Alguien sugirió que se eliminara el capítulo sobre el amor. Estoy de
acuerdo que el tema admite diversas opiniones, pero no creo que un religioso
—elegido por Dios pare vivir en amor hacia sí y hacia el prójimo— pueda
considerar fuera de lugar tal argumento. Muchos lamentan la extensión del
documento y la pésima traducción. Sobre el primer punto debo decir que el
argumento es tan importante y complejo que no creo que se pueda tratar en pocas
páginas. Sobre el segundo hemos tratado de prestar la mayor atención, aunque
las dificultades son grandes. Termino la presentación del documento, en su
versión final, agradeciendo a todos vuestra colaboración y el compromiso
asumido al aceptar la invitación de los Superiores de la Orden: es una
invitación para reflexionar personalmente y a nivel comunitario sobre la
humanización y acerca de cuanto supone sentirse realmente hermanos de nuestros
enfermos.
Estoy convencido de que desarrollando nuestra humanidad seremos más benévolos para con los enfermos y
nuestras comunidades serán más vivas.
Fray
Pierluigi Marchesi, O.H.
Prior General
Roma, 8 de marzo de 1981, festividad de San
Juan
de Dios, Fundador de la
Orden.
Presentación y
motivaciones del documento
Hermanos carísimos:
La convicción de cumplir un deber y de responder a
vuestras esperanzas, me mueven a ofreceros la presente redacción; la confianza
que tengo en vuestra generosa comprensión me han facilitado el esfuerzo
Ahora juntos renovemos nuestra esperanza en la del
espíritu del Señor; que El nos ayude a comprender cual es la mejor manera de
continuar ofreciendo un testimonio de fidelidad sobre nuestra vocación
especial, según las exigencias del Concilio, según los signos de los tiempos.
He aquí, pues, Hermanos, algunas reflexiones que
durante largo tiempo he ido madurando en mi espíritu, sobre un tema que nació
en nuestro Capítulo General Extraordinario: “Como humanizar nuestra vida y
nuestras obras”. El entusiasmo con que fue aceptado y discutido en tantas
reuniones y en los Capítulos Provinciales pone de relieve como se trata de una
realidad que sentimos todos con igual urgencia y que responde al común
propósito de renovarnos como religiosos, tanto a nivel individual, como a nivel
de Instituto, en el espíritu de nuestro Fundador y según nuestras Reglas y
Constituciones.
De hecho es tan importante este aspecto de la
humanización de nuestra vida y de nuestras obras que, si lo olvidamos ponemos
en juego el futuro de nuestro propio carisma como servidores de la
hospitalidad. De aquí el lema común de “renovarnos para humanizar”, si lo
conseguimos, podemos estar seguros de ser aún más confortados por la bendición
del Señor, de redescubrir en nosotros mayor gozo al mantener tantas fatigas, de
conseguir más credibilidad ante las personas que el mismo Señor confía
diariamente a nuestro cuidado.
Tal vez parezca una ofensa llamar la atención de
personas consagradas en nuestra vocación hospitalaria sobre el compromiso que
hemos asumido ante Dios y ante los hombres: servir a los necesitados, a los
enfermos, a los pobres, siguiendo los pasos de nuestro Fundador. Sin embargo
mi experiencia y la vuestra, como lo demuestran nuestros encuentros, nos dice
que incluso en los casos más satisfactorios desde el punto de vista de las
estructuras y de la técnica, siempre de acuerdo con los hechos, nuestras obras
no están a la altura de las esperanzas de cuantos vienen a nosotros en sus
necesidades.
Si nuestras obras hubieran realizado el esfuerzo necesario para acoger al
hombre actual, al enfermo cada día más difícil de nuestra sociedad —entendido
en la totalidad de su persona— no tendría sentido la presente reflexión.
Mi experiencia de General, confirmada con a vuestra, me autoriza a afirmar que
hoy el enfermo corre el riesgo no sólo de ser tratado inhumanamente cuando
acude pidiendo ayuda a una estructura tan compleja como el hospital, sino
que incluso en nuestros hospitales el enfermo peligra de no ser el centro de
nuestros cuidados.
No es mi intención realizar aquí un análisis de la evolución que ha sufrido
la existencia en los últimos veinte años, sea a nivel general o más
concretamente la asistencia hospitalaria.
Puede que hayamos vivido esta evolución, o con indiferencia o sufriéndola
sin percibir las nuevas exigencias del hombre, reaccionando defensivamente
cuando nos sentíamos heridos por las dificultades que se nos presentaban, instigados
por los perturbadores de profesión, que en cualquier área social existen en los
momentos de evolución socio-política.
A mi modo de ver, un Hospital que cura pero que no se preocupa del enfermo
peligra de convertirse en un Hospital inhumano y deshumanizante en el
sentido más amplio del término. ¿No es cierto que curamos mucho y nos preocupamos
poco? ¿no es cierto que el tanto que hacer nos aleja poco a poco del principal
objetivo del Hospital: ayudar y preocuparnos principalmente de la persona
que sufre?
Si es cierto que nosotros, consagrados de por vida a servir al hombre que
sufre no estamos satisfechos del modo de vivir nuestro carisma, no nos debe
extrañar que el Superior de la Orden —apoyado en vuestra misma insatisfacción,
puesta de manifiesto tanto en público como en privado, por jóvenes y por
ancianos— exprese en voz alta sus preocupaciones, sus reflexiones, y comparta
con sus Hermanos, igualmente preocupados ante la propia vocación, su preocupación
al constatar que todos estamos tomando parte, más o menos conscientemente, en
un proceso de deshumanización tanto del Hospital como de la asistencia en
general.
No puedo dejar de afirmar que hay obras de la Orden que han afrontado el
tema, gracias a Dios; existen realidades que testimonian una acción dirigida y
centrada en el máximo respeto de la dignidad del hombre.
Existen testimonios en nuestra Orden que nos permiten mirar al futuro con
cierta esperanza. Existen testimonios que demuestran esfuerzo, dedicación, vocación.
Pero, como muchos se preguntan sobre la razón de nuestro ser religioso en el
ámbito hospitalario en el que ponemos cariño, inteligencia, esfuerzo, sacrificio.
¿Qué puedo responder a estas cuestiones, como
General? ¿con el silencio?¿con una genérica invitación a actuar mejor?
Los discursos “universales” ya no sirven, mucho menos los discursos “moralistas”.
El Evangelio nos recuerda que el hacha está pendiente sobre la raíz; que no
se cogen uvas de las espinas o higos de las zarzas. Por lo mismo no se me
ocurre, Hermanos, sugeriros (mejor dicho sugerirnos, porque todos
estamos implicados) consejos “fáciles”; y, al mismo tiempo, tampoco puedo dar
vía libre a cualquier experiencia, aunque esté de moda. Sí quiero, desde el
primer momento, adelantar cual es mi propuesta: debemos cambiar
radicalmente nuestra vida si queremos transformar nuestras obras y
presentar comunidades que sean signo de la salvación comenzada por Cristo.
En San Pablo (Brasil) el Papa Juan Pablo II ha recordado en su discurso a
un grupo de religiosos, que la vida religiosa no existe en la Iglesia como
estructura sino si está en la línea de los carismas. “La razón fundamental por
la que un cristiano se hace religioso no es para asumir en la Iglesia un
puesto, una responsabilidad, una tarea.”
Puede darse la siguiente alternativa; concebir la vida religiosa como
garantía de profesionalidad, de ocupación o como expresión permanente de un
mensaje de gozo (Buena Noticia) a través de nuestro estilo de vida y de
nuestro servicio.
¿Quizás nos hemos hecho religiosos para asumir un puesto, una tarea, una
profesión, un saber, un control, un poder? Si para alguno fue así (Dios no lo
permita) es evidente que se debe hacer una valoración atenta para decidirse: o
dejar el hábito o por el contrario recuperar el sentido original de
nuestro ser religiosos; puede que esto exija quemar algún sillón sobre el
que, a veces, realizamos el deseo inconsciente de tener un puesto más elevado,
de conseguir privilegios, o vivir más cómodamente. La propuesta de
humanizarnos, argumento de esta redacción tiene una orientación bien distinta.
Dejando aparte que se trata de un argumento que está de moda (Y desde este punto de vista no nos
interesa, sino que debe ponernos en guardia sobre ciertos equívocos: nada es
más grave, al final, que un falso aggiornamento, una falsa “modernización”),
cuando ofrezco la propuesta de “humanización” no presento una ideología, no se
trata de una filosofía, significa el proceso de restablecer nuestra alianza
con el hombre que sufre; alianza que peligra de ser perdida porque quizás
estamos perdiendo nuestra alianza con Dios.
Quienes creemos en el misterio, quienes aceptamos a Dios por fe y no por
una adhesión conformista o ritualista, debemos admitir que nuestro servicio de
amor al prójimo radica en nuestro ser cristiano. De acuerdo con el modo de
vivir nuestro Fundador, nuestro prójimo es directa y prioritariamente el
hombre que sufre. Nuestra vida tiene una orientación bien concreta.
Orientación que, debemos aceptarlo, es difícil mantener; y si, aunque sea en
parte, nos hemos desviado, es difícil reorientar. ¿Pero podemos hacer otra
cosa? A esta reconquista, a este vínculo “de sangre” que existe entre nosotros
y el enfermo es a lo que yo llamo “humanización”. Vínculo que supone otro
parentesco: ante todo con Dios, y con vosotros mismos, con la comunidad, con el
mundo en que vivimos.
La Iglesia nos urge a que, en la medida en que somos miembros vivos,
nuestras obras asistenciales “continúen siendo ámbito privilegiados de
evangelización, de testimonio de la caridad auténtica y de promoción humana” (del
discurso del Papa a las religiosas del Brasil).
Dios, en primer lugar, y después la Iglesia nos han confiado la tarea de
asistir a los enfermos; debemos decidir si los asistimos por obligación o por
amor, es decir, por el gusto de practicar el amor cuantas veces podamos; por el
gusto y la manía de entrar en comunicación intelectiva, afectiva espiritual,
con otras personas que son hermanos nuestros, o porque (tarde o temprano) las
leyes nos impondrán ser más humanos con el enfermo.
Necesitamos por sinceros a la hora de expresar cual son las motivaciones
fundamentales que nos mueven a prestar la asistencia; si somos conscientes de
qua la necesidad fundamental del hombre no es la economía, sino la de ser
reconocido como persona digna por sí misma; digna de recibir cuidado, atención
y amor, más allá de las diferencias de cultura, de institución, de clase
social, de religión, de raza, etc.; o si nos mueve el deseo de ser alabados por
nuestra bondad o si nos mueve la actitud paternalista que trata de mantener en
dependencia a quien es más débil.
En estos momentos ya no se trata de decidir si continuamos en ésta o en
aquella obra (con frecuencia este es un falso problema: donde hay un enfermo
existen necesidades que no se pueden ni se podrán satisfacer con simples
respuestas económicas y/o técnicas); es el momento de decidir si estamos
dispuestos a testimoniar la Buena Noticia con gozo, con espíritu y actividades
adecuadas, o dejar la Orden a la que pertenecemos porque hemos ahogado nuestro
corazón y se ha apagado el impulso qua nos movió a elegir servir al necesitado.
A no ser que, y es mi esperanza, más aún certeza, nuestro corazón continúe
latiendo aunque la coraza de nuestro conformismo y de nuestros miedos. Entonces
se tratará de despertarlo y de ayudarlo a recuperar su ritmo, para dar y
recibir amor; puede que hayamos perdido el sentido de la experiencia de
este amor en el doble sentido, pero conservamos la memoria y el deseo profundo
del mismo
Queridos Hermanos: como podéis observar, el argumento que propongo a
vuestra consideración abarca toda nuestra vida, a nivel personal y a nivel
comunitario. Antes que a nadie se refiere a mí mismo, como persona que, en
estos momentos, tiene la responsabilidad de acortar distancias, a nivel de
nuestra Orden, entre los ideales que queremos conseguir y nuestra realidad. No
me consuelo por el hecho de que también otros Institutos se encuentran ante la
dificultad de expresar su carisma específico. Más bien esto me estimula a comprometerme
aún más y a profundizar en el problema con mayor serenidad.
Ya he dicho que el Capítulo General Extraordinario me estimuló a ofrecer
estas notas; además me siento animado después de haberme encontrado con muchos
de vosotros, con laicos, con expertos, tanto de la Orden como no pertenecientes
a la misma, y por al predicación y actividad de nuestro Pontífice. He afirmado
también que no quiere ser un documento definitivo: es una reflexión
desapasionada que tiene como finalidad estimular a que se realicen otras y
sobre todo a despertar en nosotros la búsqueda de nuestra humanidad sin la
cual di ninguna manera podremos vivir nuestra misión humanizante.
Todo esto, después de haber renovado nuestra relación con Dios, de cuya
boca recibimos la palabra que nos ofrece la vida en plenitud, como se la comunicó
a San Juan de Dios.
Deseo ofreceros un mensaje de gozo, de esperanza, de confianza y de fe et
un momento en el que el hombre peligra de perder el recuerdo y la certeza de
ser imagen de Dios, convencido de que hemos asumido la misión de ayudar a hombre
más débil y de colaborar, de esta manera, en la actividad de la creación para
que consiga llegar a ser “persona vivens”.
Puede ayudarnos a abrir con toda esperanza nuestro discurso esta
exhortación de San Pablo:
“No apaguéis el espíritu, no tengáis en poco los mensajes inspirados: pero
examinadlo todo, retened lo que haya de bueno y manteneos lejos de toda clase
de mal.
Que el Dios de la paz os consagre
El mismo íntegramente y que vuestra entera persona, alma y cuerpo, se conserve
sin tacha para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. (1ª Tesalonicenses 5,
19-23).
Palabras tanto más importantes en cuanto justo con la primera carta a los
Tesalonicenses comienza el Nuevo Testamento. El mensaje cristiano se abre con
esta afirmación de ardiente libertad, en la que se nos invita a experimentarlo
todo, seguros de que Dios desea la salvación del hombre entero: “es espíritu
alma y cuerpo”. Exhortación que debe iluminar nuestra búsqueda para superar sea
la alienación espiritualista, sea cualquier tipo de atropellos apoyados en la
eficiencia, que pueden ser igualmente perjudiciales para el hombre.
Exhortación, para nosotros, religiosos hospitalarios, que apoya profundamente
nuestra misma vocación, puesto que nadie ha pensado en “salvar al hombre en su
totalidad como el Samaritano. Y éste es el fin de nuestra existencia.
I
PARTE.— LA HUMANIZACIÓN MISION INAPLAZABLE
CAPITULO I.— CENTRALIDAD DEL HOMBRE
LA PERSONA EN PROCESO DE HUMANIZACIÓN
Desde que el hombre ha aparecido sobre la tierra
hace millones de años no ha hecho
otra cosa que afrontar problemas existenciales: el de sobrevivir, la
convivencia, el conocimiento, el amor, el enriquecerse, la autoafirmación, la
felicidad, la muerte. En esta continua búsqueda de soluciones, que han comportado
grandes conquistas y, al mismo tiempo, grandes ruinas, el desarrollo de la persona humana ha sido la constante de cuantas
generaciones de hombres nos han precedido. Aunque han existido momentos de duda,
de regresión y barbarie, es innegable que la humanidad ha centrado sus
esfuerzos principales orientados a un proceso de liberación individual y social
tanto de anarquías internas o de presiones externas. El sentido de la vida, de
la existencia, expresan de alguna manera la religiosidad de cada pueblo y de
cada persona.
‘Quien piensa que su vida y la de sus semejantes
carece de sentido no solo es in desdichado, sino que apenas es capaz de vivir”
(Einstein).
En la búsqueda de respuestas sobre el significado
de la existencia, la historia está llena de felices intuiciones, y de prejuicios
y errores que han tenido un peso enorme en la cualidad de la vida humana, de
sus aspiraciones y comportamientos. El hombre ha conseguido organizar el
saber, la política del trabajo, leyes que comportan sentimientos morales de
justicia, de solidaridad.
El hombre es complejo, misterioso, rico en sus
dimensiones; no podemos reducirlo a un solo nivel, aunque se trate del
sobrenatural.
Es al hombre integral al que la cultura y la fe
deben mirar.
La persona es creadora, sensible, tiene deseos,
temores, se siente limitada interna y externamente, tiene la historia, vive en
un determinado ambiente, tiene prejuicios, intuiciones, necesidades materiales,
físicas, psicológicas, sociales, morales, espirituales...
El hombre ha sido “agraciado” en su totalidad; y
el Dios que se nos manifiesta en Cristo es un Dios humano: “intransigente ante
la verdad y en lo que se refiere al Reino aparece plenamente compasivo en su
vivir cotidiano” (Vivarelli).
Ningún acontecimiento humano ha ayudado tanto al hombre para descubrir su
propia dignidad como el acontecimiento de Cristo. El Evangelio, la Buena
Noticia, es el gran mensaje que eleva al hombre, al pobre, al débil, al enfermo
a un nivel jamás alcanzado anteriormente por Cristo, la humanidad llega a ser un
valor, un valor religioso. El hombre se diviniza en el momento en el que Dios
se humaniza. Desde este momento la tarea del hombre es aceptar sus talentos y
hacerlos fructificar, para llegar él mismo a ser portador de un mensaje de
libertad, de verdad y amor.
Por tanto el cristiano desde hace dos mil años
tiene la prerrogativa de testimoniar que el
hombre es sagrado, que el hombre está destinado a la libertad, al amor, a la
verdad y que la filiación divina se consigue en la medida que se logra
vivir en libertad, en verdad y en amor.
De acuerdo con el proyecto cristiano sobre el
hombre éste está llamado a crecer, a desarrollarse, a llegar a ser persona
adulta, a sentirse en continuo proceso de desarrollo llamado a ayudar a los
demás a desarrollarse, a crecer, a sentirse en constante crecimiento. Este
proyecto divino puede ser obstaculizado por la enfermedad, por la opresión por
el miedo, por la corrupción...
Por lo tanto, la
persona que se ocupa del proyecto hombre en el sentido indicado es cristiana, aunque piense que no lo
es. Mientras que aunque alguien se llame religioso si no se ocupa de tal
proyecto no es cristiano, a pesar de decir que lo es.
Hoy como siempre el hombre se siente amenazado en
sus derechos fundamentales (Juan Pablo II): el derecho a la libertad, a la verdad, al amor. Desdichadamente seremos
testigos de violaciones de los derechos del hombre a vivir en libertad en
verdad y en amor.
Existiré esta amenaza siempre que se olvide que el
componente fundamental de la humanidad no es el Estado o la Iglesia o el
Instituto; no es la ley, no es la organización del trabajo o de la política,
sino que es la persona en su “ser único e irrepetible” (Redemptor Hominis).
El Estado tiene sentido en cuanto ayuda al hombre
a conseguir su realización. Para un no creyente conseguir realizarse como
persona quiere decir desarrollar al máximo las propias posibilidades, sus
potencialidades; esto es válido también para el cristiano, a pesar de que
ciertas escuelas hayan desvalorizado el valor humano de la persona,
contraponiendo arbitrariamente lo humano y lo divino, incidiendo de esta forma
en una de tantas dicotomías filosóficas seudo espirituales, que no han sido,
de hecho, superadas del todo.
UNA CULTURA DESHUMANIZANTE
Por consiguiente, no llama la atención que
recuerde que el hombre, hoy, no encuentra siempre un ambiente adecuado para
desarrollarse como hombre. El proyecto
humano está en peligro hoy también.
A este respecto, nos dice un pensador marxista:
“Hoy se piensa en el desarrollo no como desarrollo
humano, sino como desarrollo científico y técnico en el que el hombre se siente
como medio en lugar de fin... La ciencia no puede ser fin absoluto” (A.
Garaudy).
La cultura materialista que basa el bienestar
sobre categorías económicas y sociales, negando el espíritu del hombre, ponen
en gran peligro la misma humanidad.
La cultura sanitaria es en gran parte
deshumanizante porque “mistifica o tecnifica los problemas vitales de la
persona”. De esta forma traiciona al hombre en cuanto va a su encuentro de un
modo deshumanizante: considera al enfermo sólo en cuanto “enfermo” y el
sanitario es visto sólo bajo su aspecto “técnico” y de este modo no se da
encuentro: porque el encuentro jamás se da a nivel de roles:
paciente-sanitario, sino que el
encuentro entre personas sucede únicamente cuando las personas se encuentran
como personas.
¿Qué decir de nuestra cultura religiosa?
¿Podemos afirmar que ayudamos a una persona,
enferma o no, si la reducimos a una sola dimensión? ¿Si la consideramos como
un órgano enfermo, un paciente, un súbdito, una cosa que podemos dominar, de la
que podemos desinteresarnos? Puede llamar la atención esta referencia a nuestra
cultura; no obstante considero fundamental recordar, Hermanos, que sentirnos
insertos en la cultura en que vivimos es la premisa para desarrollarnos
personalmente y ayudar otras personas en su desarrollo.
Pablo VI en la Exhortación Apostólica sobre la
Evangelización dice:
“El Evangelio, y por tanto la Evangelización,
ciertamente no se identifican con la cultura, y son independientes respecto a toda
cultura. Sin embargo, el reino que el Evangelio anuncia, es vivido por hombres profundamente ligados una cultura,
y la construcción del reino no puede desinteresarse de los elemento de la
cultura y de las culturas humanas”.
¿Qué se entiende aquí por cultura? Ofrezco dos
citas a este respecto; la primera del Concilio y la otra de un pensador laico.
“Con la palabra cultura se indica, en sentido
general, todo aquello con lo que el hombre define y desarrolla sus innumerables
cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orden terrestre,
con su conocimiento y trabajo hace más
humana la vida social... expresa, comunica y conserva en su obras grandes
experiencias espirituales y aspiraciones” (G.S. 53).
“Debemos definir la cultura como un proceso de humanización,
caracterizado por el esfuerzo colectivo de proteger
la vida humana, de facilitar la lucha por la existencia y el desarrollo de
las facultades intelectuales del hombre, para reducir y sublimar la agresión,
la violencia, la miseria’’. (Marcuse).
Estas citas nos ayudan a recordar el significado y
el contenido antropológico de la cultura: lo que ayuda al hombre a vivir como
hombre. Detengámonos un momento en estas dos definiciones: hacer más humana la
vida social y proteger la vida humana, recuerdan el hecho de que la vida humana
está en peligro e todos los continentes. Siempre que dejamos de tratar con
respeto y confianza hombre ponemos en peligro su propio proyecto.
La creación del hombre no se cumple con su
nacimiento, puesto que el nacimiento no es más que el inicio de la vida de la
persona. Y quienes hemos elegido, por vocación, no tanto el salvar a todos los
hombres sino a aquellos, pocos o muchos, con los que nuestro apostolado nos
pone en contacto, ¿estamos seguros de poseer la cultura necesaria para
acercarnos a este hombre que se encuentra en peligro? ¿o más bien participamos fríamente
a su despojo físico, psicológico, social y moral?
Necesitamos conocer los factores culturales,
positivos y negativos, que pueden acercarnos y que nos posibilitan servir al
hombre de hoy en sus aspiraciones y en sus necesidades.
No es el momento de indicar de qué aspectos
culturales carecen nuestros hermanos. Basta afirmar con toda seguridad que no
tanto carecemos de estudios de ciencia, de técnica y de capacidades (porque la
cultura no se define y va más allá del saber y del hacer), sino que nuestra
carencia consiste principalmente en no estar
en función del fin: el hombre.
Y sin una clara visión del fin {ayudar a quienes
sufren y a los pobres para que puedan vivir como personas) no existe cultura, y
por tanto no existe humanismo, ni cristianismo.
Cuando hablo de cultura humanizante, hablo de
estar orientado (y consiguiente de actuar) hacia el hombre, hacia el fin
último de nuestro ser religiosos activos, como nos recuerda constantemente Juan
Pablo II. Se puede utilizar el Evangelio, la oración, las reglas para alejarnos
de los hombres, para someterlos; se puede utilizar la ciencia y la técnica para
tener al hombre bajo una constante amenaza. Pero también se puede utilizar la
vida religiosa, la acción, la ciencia y la técnica en favor del hombre, para protegerle
en sus momentos de debilidad, para asegurarle la libertad, la responsabilidad,
el deseo de vivir como hombre.
Nuestra cultura, a mi parecer, debe ser revisada en
todos sus sentidos, no para llegar a ser eruditos, sabihondos, o para
coleccionar diplomas. Necesitamos Hermanos que estudien, que reflexionen, que
oren para honrar mejor al enfermo, a
aquél que puede perder, quizás ante nuestros ojos, la propia humanidad.
Revisar nuestra cultura significa no sólo leer
más, reunirnos más, sino reorientar nuestro conocimiento, nuestras
habilidades, nuestras capacidades. Desde esta óptica, el Capítulo General
Extraordinario fue un momento formidable para diagnosticar nuestro estado de
salud (o nuestra enfermedad, porque también las Ordenes Religiosas enferman y
mueren) y para asumir la responsabilidad de nuestra cultura, de una cultura
humanizarte principalmente.
¿Quienes deben revisar nuestra cultura? ¿Sólo los
Hermanos jóvenes? ¿Sólo los religiosos? Todos. Los religiosos en primer lugar
pero también los colaboradores laicos, si queremos poder decir en verdad que
nuestros Centros son realmente acogedores.
Necesito recordar a los Hermanos ancianos que
seguramente se encuentran más cercanos a la cultura humanizarte de cuanto
piensan, seguramente más cercanos que los jóvenes, por la sencilla razón de que
saben, por experiencia directa, cuales han sido los momentos humanizan tes y
cuales los deshumanizantes de su propia vida. Los Hermanos ancianos son ricos
en espiritualidad, precisamente porque como San Juan de Dios no han fundado
ninguna escuela de espiritualidad, porque como él han tratado de vivir como
samaritanos sencilla y directamente. La persona culta, rica de cultura humana, es una persona sencilla. Contrariamente
a lo que se piensa, la espontaneidad es el resultado final de un laborioso
trabajo de emancipación interior de elaboraciones ideológicas racionalizantes
y artificiales; no se nace sencillo,
pero se llega a ser sencillo a través de un largo esfuerzo, de un
compromiso que merece la pena, porque entonces lo que fue de nosotros
(pensamientos, acciones, relaciones), nacen directamente del corazón. La
grandeza de la personalidad de San Juan de Dios consiste precisamente en el
hecho de que él, simple laico, ha entendido y realizado con tanto ardor la
fundamental y más profunda esencia de la existencia y de la vida cristiana.
San Juan de Dios había recogido y cultivado (de aquí su gran “cultura”) la
idea de que era necesario dedicar toda la vida al amor de Dios en el servicio
de los enfermos, su caridad estaba orientada a proteger la vida humana, a
honrar al necesitado, a disminuir la miseria. Esta era y es a cultura de nuestro Fundador que protegía la vida
humana asistiendo al hombre en sus necesidades físicas, morales y espirituales.
A esta cultura, orientada al hombre en todas sus necesidades, debemos
tender, renovándonos.
CAPITULO II.— EL ENFERMO, ESE DESCONOCIDO
Si ignoramos al hombre, le marginamos. Si no le reconocemos en sí mismo, como
persona, sino como número, le reducimos a la condición de cosa, de aparato, de
instrumento. Si el enfermo no es el
centro del Hospital, el centro de interés de todos cuantos actúan en él
(los religiosos en primer lugar), otros ocupan
su puesto. No es infrecuente descubrir que el centro del Hospital es el médico,
o el administrativo, o el sindicalista, o el religioso: todos igualmente usurpadores. Porque el puesto central en el
Hospital no corresponde al médico, al enfermero, al administrativo, a la
comunidad religiosa. Decía un obispo en África dirigiéndose a una de nuestras
comunidades: “si en el Hospital existe un señor, éste debe ser el enfermo”.
¿Qué tipo de infidelidad estamos viviendo,
nosotros que juramos fidelidad a Dios y al enfermo, para que éste pierda su
puesto central, para que una institución orientada por personas consagradas
sea infiel? ¿Traicionamos lo que hemos prometido? ¿Es simplemente cuestión de egoísmo,
de que nos hemos “acostumbrado”?
Yo creo que nuestra infidelidad al enfermo, y por
tanto la deshumanización del Hospital y de la asistencia, es consecuencia de
que entre el enfermo y nosotros existe una barrera, intelectual y afectiva,
que comporta el desconocimiento del enfermo y no prestarle nuestra atención,
porque huimos y nos refugiamos en la
función que desarrollamos, en nuestra profesión que, como he indicado, impide
el encuentro interpersonal. No sé hasta qué punto la barrera cognoscitiva es
causa o efecto de la afectiva. Sin embargo estoy seguro de que tal barrera
comporta una relación pobre, muy pobre, entre el enfermo y nosotros.
¿Qué existe detrás de la barrera?
Si nos fijamos en un enfermo que llega al
Hospital, ¿qué descubrimos? Ante todo que está preocupado por la enfermedad,
por el sufrimiento que la enfermedad inevitablemente conlleva. La enfermedad,
para una persona, es un insulto, es una amenaza, es el mal; la persona se
encuentra y se siente en una situación que, entre otras cosas, además de
interferir su bienestar habitual, la hace insegura y le obliga a pedir ayuda de
otras personas, de una estructura como el Hospital.
Y he aquí el segundo factor de crisis para el
enfermo del que nadie se da cuenta, y es el preguntarse: las personas que se
ocupan de mí, el Hospital, ¿serán capaces de curarme y de preocuparse por mí?
Para el enfermo
el Hospital no es el bar, la sala de cine, el estadio: es el lugar donde se
puede morir, donde puede que no consiga la curación, donde se puede ser
olvidado. Es bien conocido que para ciertas personas el Hospital es el factor,
el agente patógeno por excelencia. Pensemos en las personas ancianas que han
pasado la vida en pequeños núcleos familiares, en contacto con las pequeñas comodidades
y costumbres, que mueren o se apagan psicológicamente cuando se encuentran en
un ambiente tan distinto, tan absurdo en relación a su modo normal de vida. Entonces,
¿quién debe adaptarse a quien? ¿el enfermo al Hospital o el Hospital al
enfermo? He sido testigo de una actitud crónica en ciertos religiosos que no
son conscientes del trauma físico y emocional que representa para el enfermo el
ingreso en el Hospital, precisamente porque para los religiosos el Hospital es
un ambiente familiar, es su ambiente.
Finalmente se da un tercer factor de crisis: la enfermedad y su recuperación
obligan al enfermo a no poder ocuparse de sus problemas cotidianos. La vida,
queridos Hermanos, y sobre todo en los países industrializados, es dura. El
matrimonio, la familia, el trabajo, la educación de los hijos, las relaciones
sociales son frecuentemente fuente de amargura para el hombre, pera la persona
que llega a nuestro Hospital. Cierto que también es dura la vida de quienes trabajan
en el Hospital y la de los religiosos. ¿Qué hacer entonces? Por desgracia es
bien sabido: no nos preocupamos de como la persona vive en su enfermedad, modo
único e irrepetible, del modo con que vive la hospitalización, ni de sus problemas;
es más fácil preocuparse de su órgano enfermo, llenándonos de orgullo cuando,
casi como un favor, nos dirigimos al enfermo para hacerle alguna pregunta, con
frecuencia, simplemente técnica.
He aquí la gran barrera por la cual el hombre, el enfermo, es marginado.
Esta barrera reduce el valor técnico y terapéutico del hospital y nos lleva a
cometer un acto de injusticia, como
cristianos, que declaramos servir con amor al prójimo, nos sentimos condenados
y por tanto cometemos un pecado contra la caridad.
¿Cuál es el pecado más grave que hoy se comete en un Hospital? ha dicho un
psiquiatra:
“Es pecado hacer el mal, pero es
también pecado para un médico hacer menos de lo que podría hacer. Es pecado no
estar abiertos a los problemas del enfermo, es pecado la falta de
comprensión hacia quienes nos piden ayuda. Es pecado impedir el desarrollo de
la persona, evitar el sufrimiento, cuando el sufrimiento es un medio para
caminar existencialmente Es pecado visitar con prisa veinte personas al día, en
lugar de visitar cuatro...”
El pecado más grave es la falta de
comprensión hacia el hombre, comprendido
en su totalidad. El hombre es complejo, pero es un todo, una unidad: a esta unidad es a la que
debemos responder. La enfermedad es una amenaza para la unidad de la persona, y
puede darse que incluso el hombre culto, instruido y además religioso, contribuya
a la desintegración de esta unidad.
Cuando no se es consciente de estos tres factores de crisis del enfermo,
éste se debilita: no recibe la asistencia puntual, atenta, de la que se
vanagloria nuestro Hospital.
Surge una pregunta: ¿dónde está el religioso? ¿qué
hace, de qué se ocupa? Hay religiosos que piensan que ya es inútil trabajar en
centros situados en los países industrializados, que en ellos ya no hay nada
que hacer.
Mi respuesta es que estos religiosos, más o menos
conscientemente, intuyen que “el quehacer” es tanto que no se atreven a
afrontarlo, porque este “quehacer” comporta paradójicamente, un modo de ser que el religioso no posee
(tal vez por el demasiado hacer)
¿Quién puede negarme la situación de soledad, de
abandono, de ansiedad, de preocupación, de pobreza de espíritu, que vive el enfermo
de nuestras ciudades? ¿quién puede afirmar que en nuestro mundo, llamado
industrializado, no se sufre más porque ya han sido satisfechas todas las
necesidades materiales?
Queridos Hermanos, ante esto podéis preguntarme: entonces, ¿debemos hacernos
psicólogos, asistentes sociales? Intento responderos: antes de decidir qué
hacer, tratemos de descubrir qué necesita el enfermo. Podíamos hacer una pequeña
encuesta, preguntando al enfermo cuando deja el Hospital (naturalmente después
de habernos quitado el hábito y habernos maquillado para no ser reconocidos);
podíamos preguntarle simplemente: “¿qué has recibido durante tu estancia en el
Hospital? “Seguro que descubriremos cosas estupendas, ¡descubriremos que la
crítica más fuerte no se dirige a la capacidad técnica, sino a la actitud
humana, principalmente de los religiosos! El enfermo sufre principalmente no
cuando descubre la incompetencia del religioso, sus límites, su inmadurez; se
desconcierta cuando encuentra un religioso carente de atenciones de capacidad
humana, de personalidad.
Conviene distinguir entre “capaz” y “hábil”.
Capaz (del latín capax, del verbo capere) significa literalmente dispuesto
a contener, espacioso. Es decir alga receptivo, acogedor. Algunos médicos,
enfermeros, religiosos, están en grado de ofrecer alga, de ofrecer un
servicio, pero no de recibir, de hacer
sitio a la persona del enfermo. En ellos no hay lugar para el otro.
Son buenos, hábiles, quizás famosos, pero
no son capaces. El
religioso más capaz es el que consigue hacer sitio al enfermo en su totalidad,
de otra forma incluso la curación definida como tal, es siempre parcial.
Alguien ha dicho que “cada cual consigue la curación que merece”. Esto no vale solo
para el enfermo; diría que tiene valor principalmente para los médicos y para
los religiosos hospitalarios.
En un libro reciente titulado el enfermo protagonista desconocido, un joven paramédico holandés
describe lo que significa estar enfermo, enfermar. EI enfermo puede sentirse
extraño, angustiado, alienado, mientras la
medicina apenas ha considerado este carácter de la enfermedad, de
significar un cambio en la vida del enfermo. El enfermo resulta extraño incluso
para sus parientes... y para los amigos. ¿Dónde se sitúa el enfermero? Usando
las palabras de Virginia Henderson “la enfermera, temporalmente, es la
conciencia de quien se encuentra en estado de inconsciencia, el amor por la
vida del suicida, la pierna de quien ha sufrido la imputación, ojos para el
ciego, medio de expresión del recién nacido, la consejera, la confidente y la
portavoz de los más débiles”.
¡Ay si esta nobilísima y delicada función fuera
olvidada! Ay si se limitara a intervenir técnicamente y perdiera de vista al
enfermo, el contacto humano, de persona a persona sin complejos, cordial, si
perdiera el calor que con frecuencia se revela como la única medicina que
necesita el enfermo para curar o para morir en paz.
Queridos Hermanos, nuestra costumbre de
encontrarnos con la enfermedad, la costumbre de encontrarnos con el enfermo,
nos dificulta llegar a conocer, a encontrarnos con la persona y como
consecuencia disminuye nuestra eficacia, como hombres y como religiosos.
Si fuéramos capaces de derribar esta barrera, para
conseguir conocer más profundamente el misterioso mundo del enfermo, entonces
sabríamos muy bien qué hacer. Y seguramente descubriríamos que la primera cosa
que hay que hacer es ser más capaces,
ser más atentos, más puntuales, vivir
más como personas, y menos como funcionarios. Redescubriríamos en nosotros que “ser” con el enfermo es más importante
que “hacer” por el enfermo. Mas para encontrarnos realmente con el otro,
necesitamos primero escucharle, conocerle, reconocer sus problemas, sus
esperanzas, sus dificultades, su historia. Entonces, y sólo entonces,
tendremos la respuesta. Y será una respuesta que cualificará nuestra profesionalidad,
que dará sentido y contenido a la palabra asistencia y, sobre todo, reconocerá
y valorizará a la persona en su totalidad.
EL
HOSPITAL DESHUMANIZADO
CAPITULO
III.— EL HOSPITAL DESHUMANIZADO
Basta leer los periódicos o entrar en una librería para documentarse ampliamente
sobre el tema de la deshumanización de que es escenario el Hospital en todas
las naciones del mundo y en todos los sistemas sociales vigentes. Los mismos
servicios sanitarios en gran parte están bajo acusación: Los países en los que
la asistencia sanitaria es más sofisticada el enfermo es el gran oprimido.
La burocratización excesiva comporta la despersonalización; individuo de persona
pasa a ser objeto de experimentación el Hospital se convierte en una cadena de
montaje, similar a la de una moderna fábrica de automóviles.
La deshumanización del servicio, es evidente, no se traduce sólo en
molestias para el enfermo, sino que con frecuencia se aduce como causa directa
de otras enfermedades. He leído en un periódico italiano la experiencia de una
ginecóloga, atendida con ocasión del nacimiento de su hijo, en el mismo
Hospital en que trabaja habitualmente; ella misma se sintió tratada, después de
poco tiempo, como una “cosa” sufriendo una serie de “pequeñas vejaciones que te
enervan y te hacen sentirte nada y ninguno”. ¡Todo un engranaje en la máquina
de la salud! Solo cuando la enfermera de turno ha sabido que era médico ha
cambiado completamente la actitud”.
¿CARCEL O EMPRESA?
El hospital deshumanizado y deshumanizante no escapa de llegar a ser una cárcel
o una empresa, aunque sea moderna, La definición de cárcel en el diccionario
italiano es la siguiente: “lugar en el que se encierran las personas privadas
de libertad personal por orden de la autoridad competente”. Y en los
hospitales, en nuestros hospitales la autoridad competente es el médico que
sugiere el internamiento del enfermo. Este, cuando ingresa puede ser realmente
un recluso, confinado y privado de su
libertad personal.
La máquina de la salud confina a la persona en una sala de espera: la
persona debe presentar a los médicos, a los enfermeros, y, ¡ay!, a los
religiosos, el hígado, el corazón, las piernas. “Y nosotros pensamos: el
enfermo no debe interferirse en la marcha del trabajo, que sea bueno, que no dé
molestias. Que nos deje hacer...”, es decir, ¡que se esté quietecito! ... De
esta manera despojamos a la persona no sólo de sus vestidos, sino de su ser
concreto (esta persona en cuanto tal,
con estos problemas, con esta historia, en esta situación), de su ser sujeto,
para colocarle el pijama del caso clínico, del órgano enfermo.
Pienso en ciertos manicomios del pasado, y también
actuales; pienso en horarios de visita realmente descabellados para los familiares;
pienso en la expoliación del enfermo de todo derecho (a la información, a la
propia identidad personal). Pienso en los espacios libres, por los que, en
pijama, el enfermo deambula por el Hospital, justo como un encarcelado. Y
nosotros no nos enteramos de que somos carceleros, sobre todo cuando
utilizamos nuestro poder, nuestros avisos, para dar órdenes, para hacer todavía
más débil a las personas, para anularlas.
¡Si al menos visitáramos
nuestros hospitales-cárceles de acuerdo con el consejo Evangélico!
El carcelero no visita de
acuerdo con el Evangelio: él controla, vigila, se ofende si no se siente
obedecido prontamente. El centro de la cárcel no es el hombre, es, aunque
invisible presente, la expiación, la culpa. Desgraciadamente incluso en
nuestros centros, la enfermedad se convierte en culpa. A veces la deficiencia física
o mental es pretexto para humillar, para sentirnos superiores, mejores,
afortunados. A veces, incluso utilizamos al minusválido para nuestra comodidad,
para nuestros gustos, o como espía, como segundo de turno para controlar la
situación, a las personas.
¡Cuánta falta de dignidad
humana y cristiana se encierra en un Hospital deshumanizado y que se convierte
poco a poco en cárcel para el enfermo y para nosotros, ámbito de muerte y no de
esperanza, de misericordia!
Por otro lado nos
encontramos con el Hospital-empresa, también deshumanizado, el que en virtud
de una válida premisa de eficiencia, que se debe perseguir siempre en toda
obra, pone en primer plano la eficacia, que se refiere a conseguir la salud del
enfermo (entendida siempre como bienestar biológico, psicológico, social,
espiritual).
Es fácil diagnosticar el
Hospital-empresa: en él se habla de ganancia, de días de estancia, de niveles
de retribución, de habitaciones libres, de moqueta en los servicios, de
preocupaciones económicas: pero no se
habla nunca del enfermo sino como de un objeto que debe garantizar
satisfactoriamente la economía del Centro.
No estoy en contra de la
modernización del Hospital. Está bien que se haya dado la debida importancia a
la modernización, a la eficiencia técnica y espacial de nuestras obras. Cierto,
la eficiencia es un valor, un gran valor, pero no es el único.
¿En qué se diferencia una
empresa de un Hospital? Que el Hospital produce salud y quiere producir
bienestar, no sólo resultados económicos. Desea ofrecer bienestar a un hombre
que se encuentra en estado de enfermedad. La deshumanización del
Hospital-empresa es difícil distinguirla a primera vista. En general se trata
de un Hospital hermoso, moderno de reciente construcción, para enfermos ricos.
Pero, ¿dónde está la humanización? ¿qué lugar queda para la humanización si se
emplean horas y horas para hacer balances y pocos minutos para tratar de los
enfermos, de sus problemas existenciales? No podemos aceptar como modelo el
Hospital-empresa: es un modelo parcial, insuficiente. Nunca puede ser motivo
para apartar del enfermo nuestra atención y la atención de nuestros
colaboradores el más alto nivel de eficiencia.
Dice un slogan actual: “se puede morir de modernismo”.
La humanización promueve la vida, la esperanza, la curación. Y si no se
consigue la curación ayuda a morir en paz. Porque la humanización no es sólo
algo bueno que ofrecemos paternalmente sino que es un recurso, un medio de alto
valor terapéutico, es un “fármaco”, a veces el mejor que existe en el Hospital.
Entre paréntesis, para no entrar en difíciles pormenores, puedo decir que,
como ya he indicado con relación a la humanización, que pueden llegar leyes que
nos la exijan, también el Hospital-empresa se está orientando hacia nuevos modos
de entender el concepto empresarial.
En el Hospital-empresa el religioso se convierte en administrador; esto no
me preocupa. A no ser que, cuando se da, no sea solamente administrador.
El religioso administrador se sitúa pronto al nivel de los laicos, se ocupa
de muchas cosas, del bienestar económico del Centro, del personal, de las
compras, de la estructura, pero corre el peligro de perder el corazón, su
humanidad. Es uno de tantos comportamientos que nos hacen “pasar de largo ante
el hombre”; dicho de otra manera son comportamientos que nos impiden encontrarnos con el hombre. Conviene
recordar siempre que nos encontramos constantemente ante el peligro de no
encontrarnos con el hombre, ni siquiera en nosotros mismos, que por vocación
nos hemos consagrado al hombre. Se corre el peligro de dejar al hombre fuera
del mismo acto de fe, o al menos del creído
acto de fe; fuera del “sacrificio” de nuestra misma vida. De tal manera que
en una eventual y deseable toma de conciencia, alguien podría preguntarse: ¿por
qué y por quiénes me he “sacrificado”? ¿qué sentido tienen los votos religiosos
en mi modo de vivir?
Conviene tener presentes los obstáculos que nos impiden llegar al hombre. A
modo de ejemplo cito algunos:
a) La absoluta afirmación de nosotros mismos, tal vez inconsciente, en
lugar de la afirmación preeminente del otro, es decir el prójimo, en nuestro
caso del enfermo. Sólo el enfermo tiene categoría de absoluto, es Dios mismo:
“estaba enfermo y me curaste”.
Tal vez para nosotros, de modo inconsciente, no existe otro absoluto que
nuestro yo, nuestra carrera, nuestra profesionalidad.
De esto debemos tomar conciencia y tratar de concienciar a los otros, no
tanto con las palabras como en la vida. El yo es el anti-Dios.
La humanidad no está en el individuo; mi propia humanidad reside en la comunión,
en mi donación: justo porque, en donarse
al otro, es decir a Dios. Dios es “el ser para el otro” ha dicho
Bonhoeffer.
b) Otro obstáculo que nos impide encontrarnos con el hombre es el Instituto.
¡El propio Instituto! Puede darse un amor realmente idolátrico y desviado.
Cierto: ¡Viva el Instituto! Cuando deberíamos decir “viva el cuerpo”, vivan
todos los institutos. El cuerpo es la gloria de Dios, el momento de su
visibilidad. El espíritu necesita siempre de signos sensibles para comunicarse.
Pero el Instituto no es la Iglesia, y ni siquiera la Iglesia es el Reino. Sólo
en el Reino el hombre encuentra su morada definitiva, y el pobre tendrá el
puesto central.
El Reino ha sido prometido a cuantos están
marcados por esta pasión por el hombre, acaso sin darse cuenta de que al mismo
tiempo, son portadores de la misma pasión por Dios. Por eso les será dicho:
“venid benditos, poseed el Reino”. Porque él estaba enfermo y ellos le han
curado. Conviene subrayarlo: aunque no
sabían que trabajaban por el Reino,
nosotros seremos manifestación de esperanza si
estamos transidos de esta misma piedad por el hombre, por el último de los
hombres, en cuantos religiosos y cristianos. Sólo de esta forma se salva
también el Instituto.
c) Otro obstáculo que puede impedirnos
encontrarnos con el hombre, es incluso el deseo de hacer Iglesia, si la
entendemos simplemente como Institutución. Una Iglesia que no sea Remo de
humanidad, más aún de plenitud de humanidad, Cristo es la plenitud de la
humanidad, no será reino de divinidad. (¡La Iglesia o está al servicio del
hombre, de manera especial al servicio del hombre más pobre, o no es Iglesia!
¿“Quién está enfermo que yo no enferme con él?”). Esto se puede aplicar a
cualquier organización, de la Iglesia o del Estado.
La teología afirma que los mismos sacramentos son
para el hombre. Aún cuando somos conscientes del valor insustituible de la
técnica, del progreso, de la eficiencia, no obstante también lo somos de que
pueden convertirse en los instrumentos más fuertes de destrucción de la
persona, de su esclavitud; especialmente en un Hospital donde sin sospecharlo
siquiera el paciente, puede ser utilizado no sólo como cliente sino como objeto
de investigación; ¡por el progreso!
De esta forma el lugar que se tiene como el más
humano de todos, junto a una iglesia y a una casa, se puede convertir en el más
inhumano; y esto sin tener la satisfacción de encontrar un responsable. Y para
nosotros religiosos, sin la gracia
de sentirnos responsables.
CAPITULO IV.— NUESTRA MISION:
EVITAR QUE SE PASE DE LARGO ANTE EL HOMBRE
Un Tribunal especial, que se ha constituido en
Roma, para la defensa de los derechos del enfermo, ha puesto en evidencia “el
hecho de que la asistencia hospitalaria con frecuencia, da como resultado no la
curación de los enfermos, sino un sufrimiento interior para los mismos”. Se ha
hablado de los horarios sobrecargados, del trato autoritario de los enfermeros,
las dificultades para entrarse con los familiares, la imposibilidad de llegar
a conocer el propio estado de salud, de ver la propia historia clínica, de
recibir alimento caliente, del hecho, duda el más grave, de ser considerado no como persona sino como
una enfermedad.
Dejando aparte los objetivos que este Tribunal desea conseguir, una constante
que se da en cualquier parte del mundo es que la asistencia sanitaria cuanto más se organiza, cuanto más se
especializa, cuanto más avanza a nivel técnico y de eficiencia, tanto más se
deshumaniza, ignora la humanidad, pasa de largo junto al hombre considerado
como persona.
La persona debe participar como sujeto, informado y responsable de la propia
curación y de la propia salud. No es justo que delegue totalmente en nos extrañas
la tarea de su propia salud, y no es justo que otros lo sustituyan excluyéndolo
en el proceso de su curación. La persona no sólo tiene derecho a la salud (en este sentido la declaración de derechos del
enfermo tendría su justificación), sino que también tiene el deber de ser el primero en ocuparse de
su bienestar biológico, psicológico, social y espiritual.
La ley establecerá, antes o después, los derechos del enfermo; pero cada
persona tiene la obligación moral de actuar como protagonista de un asunto que
afecta tan de cerca.
Por tanto, he aquí el aspecto fundamental de la
acción humanizadora del Hospital: orientar
a cuantos trabajan en él a descubrir y actuar considerando a la persona en su
totalidad (biológica, intelectual, afectiva, social, moral, y no sólo en la
dimensión patológica), de manera que los derechos de la persona en cuanto tal
sean satisfechos; al mismo tiempo, educar al enfermo para que asuma el deber de pensar en la propia salud que,
con frecuencia, está amenazada por hábitos nocivos. Importa llegar a ver que es imposible ocuparse de la salud de una
persona (concebida no como carente de enfermedad, sino desde la condición
de bienestar biológico, psicológico, social, espiritual), sin considerarla en su totalidad, para responder a sus necesidades
y si no se despierta en la persona el deseo más humano y cristiano del hombre:
la propia felicidad.
¿Por qué sufre el enfermo? No sólo a causa del
dolor físico, sino porque siente amenazada la posibilidad de realizar la propia
felicidad. Para que el enfermo pueda ver realizados sus derechos a la salud y
su deber a participar en su consecución, es necesario que alguien se ocupe de ofrecerle respuestas humanas y de estimular su
participación (objetivo que se han propuesto los planes de formación
sanitaria de muchos países).
Cuando el religioso se encuentra en un ambiente en el que las estructuras
hospitalarias garantizan y ofrecen respuestas técnicas pero son pobres en “humanidad”,
¿puede pensar que éste no es su sitio de actuación? ¿es traicionar la propia
misión, permanecer en obras complejas (en las que erróneamente se piensa que
ya no es necesario el religioso) para
ser testigo de algo diverso que la sociedad tiende a olvidar?
La vida religiosa pierde su sentido cuando en lugar de ofrecer respuestas
diversas, distintas a las que normalmente se ofrecen, trata de ser aceptada (es
decir “hacerse perdonar, de existir”) adaptándose, poniéndose en el mismo
piano; cuando se limita a ofrecer lo que la sociedad ya posee.
Humanizar el hospital no significa añadir cosas, no significa aumentar el
lujo en obras ya lujosas, significa ofrecer aquello de que el hombre tiene gran
necesidad, mejor dicho tiene absoluta necesidad: la “humanidad” es esa cosa distinta que la vida religiosa es llamada
a ofrecer en el mundo de la asistencia sanitaria para restablecer el
equilibrio. La humanización de la vida responde a una necesidad sentida en
todas partes (se puede llamar respeto de los derechos humanos, respeto a la
persona, realización y promoción humanas, siempre es lo mismo):
Nuestra sociedad necesita un “complemento” de
corazón, más que de un complemento de alma (Bergson).
Me atrevo a decir que hoy el enfermo necesita más que medios técnicos
avanzadísimos, necesita corazón y alma, tiene necesidad de hospitalidad en el
auténtico sentido de la palabra. Si el Hospital no recibe a la persona, si
nuestro Hospital no acoge al hombre en su totalidad, además de restar
credibilidad a nuestro testimonio estamos dando un gran escándalo: el enfermo
puede descubrir a Dios, sólo cuando nosotros lo manifestamos a través de
nuestra humanidad. Al enfermo no le importa que el religioso supere en
capacidad al médico, al enfermero, al administrativo laico; al enfermo le interesa, aunque no lo diga,
que el religioso sea realmente humano, que sea capaz de acoger su humanidad
en peligro siempre que llegue al Hospital.
Al enfermo le interesa tener un punto seguro donde dirigirse, un puerto
donde atracar la propia barca: su existencia puesta en peligro por la
enfermedad. ¿Y quién representa el puerto sino el religioso que, a tiempo pleno
y por vocación, por opción consciente y responsable, quema la propia vida por
el bien del prójimo?
Y ¡cuantas veces, inconscientemente ofrecemos puertos impracticables a los
enfermos para los que el Hospital es “tierra extraña”, es un mar cargado de peligros!;
aunque lo hagamos con frecuencia, nunca será demasiado pensar que para nosotros
el Hospital es nuestra casa, el lugar donde vivimos, tal vez, desde años, y por
tanto lo conocemos palmo a palmo, conocemos las personas, las funciones de las
mismas; pero esto no es así para el enfermo.
Para el enfermo el Hospital, a veces, es una selva en la que se encuentra
perdido, porque nadie le ofrece la mano.¡Y
nos lamentamos porque el enfermo se presenta ansioso, molesto, indiscreto!
pero ¿qué hemos hecho para demostrarle que se encuentra en su casa, que no es
un extraño, que el Hospital es su familia, que nosotros somos sus hermanos, que
nos sentimos vecinos a él, de manera que no se siente perdido? Acaso, el
Hospital ¿no es el hogar, no es el hotel donde llega el hombre portado por el
Buen Samaritano? Nuestros Hospitales ¿no son la casa de Dios, y por tanto la
Iglesia? Nuestra hospitalidad consigue su valoración teológica, en la medida
que descubrimos que nuestras casas son la Iglesia. Entonces, ¿por qué dejamos
al enfermo como extranjero en la propia patria? ¿Por qué le soporto
indulgentemente, con fastidio, en lugar de acogerle? Cada enfermo que se sienta
extraño en nuestros Centros está denunciando que nuestra misión falla. Y el
enfermo puede sentirse extranjero aunque hayamos curado su órgano enfermo, pero no ha recibido la atención que
cada persona que entra en nuestras casas merece por sí misma y porque es
nuestro hermano.
Ahora, queridos Hermanos, podemos entender que no es suficiente que hablemos
sobre la humanización, es necesario que nos ayudemos a descubrir y remover los
obstáculos que nos impiden realizar nuestra misión (para poder acoger
necesitamos ser humanos y humanizantes); necesitamos apoyarnos mutuamente para
individualizar en común cual es el mejor modo de realizar, hoy como ayer, cómo
podemos acoger al hombre actual, de acuerdo con el ejemplo y el estilo de San
Juan de Dios.
¡Cómo no pensar en la parábola del Buen Samaritano: “un hombre descendía
de Jerusalén…! “ ¿Y descubrir que el Samaritano ha usado de misericordia porque el otro era una persona, y no porque
era amigo o un superior o más fuerte que él?
No es ocasional que el Señor haga pasar por el camino de Jericó a un
sacerdote, a un hombre religioso, y diga que “pasó de largo”, habiendo visto,
es decir conociendo la condición en que se encontraba aquel hombre caído en
manos de los ladrones.
Es de notar que lo hace pasar en
primer lugar. De hecho, ¿qué puede justificar la opción por la vida
religiosa, sino la opción por el hombre, la entrega a la salvación del hombre
“lleno de heridas” abandonado por la sociedad, expuesto a morir en soledad, a
la orilla del camino? ¿La misma Iglesia, si no se para ante el hombre, puede
llamarse Iglesia? ¿Puede haber algo más importante en que se ocupe un
religioso, un sacerdote, una Iglesia, que acercarse al hombre abandonado que
corre el peligro de morir solo? (...) No debe extrañarnos que el profeta diga
que Dios “vuelve el rostro” (Isaías, 2), incluso cuando “unimos nuestras manos
en oración” si antes no “descendemos de nuestra cabalgadura” para acoger “en
nuestra propia casa” al enfermo, despojado de todos sus bienes.
¿Qué hacemos nosotros, Hermanos hospitalarios?
¿actuamos como el sacerdote de la parábola que pasa de largo? Sí, desgraciadamente, en muchos casos,
pasamos de largo; lo sabéis también vosotros que pasamos de largo... con
tantas justificaciones, pero empobreciéndonos. Quien pasa de largo junto al
enfermo, quien no descubre a la persona en su totalidad, no ha conseguido su
propia personalización, no ha logrado su unidad, no ha madurado humanamente. De
hecho, cuando somos humanos (y esto es un valor religioso: “Cristo es el rostro
humano de Dios”); cuando somos capaces de amarnos a nosotros mismos, de
respetarnos, entonces sabemos también amar al otro, además de ocuparnos de su
enfermedad. Estoy convencido
profundamente que la misión principal que hoy debemos desarrollar en nuestros
Centros es impedir que se pase de largo junto al hombre, impedir la
inhumana división entre persona y enfermedad.
En el plano de la función propiamente asistencial,
pasar de largo quiere decir obstaculizar
el proceso de curación. ¿Acaso no es el paciente el primer y principal agente
terapéutico? De hecho, ¿no nos demuestra la experiencia diaria que el enfermo
que no colabora, sea por el motivo que sea, que vive su enfermedad de manera
inadecuada, representa el obstáculo principal para su propia curación?
Es de notar que el Samaritano “yendo por el mismo camino, le vio y se paró” porque “se
sintió movido a compasión”. Precisamente lo mismo que hace Dios, que vive plenamente
volcado sobre el hombre. Y por él, por el
hombre y por su salvación desciende del cielo.
Es de notar, además, que el Samaritano (que sin
saberlo pertenecía a la verdadera Iglesia) cuando o vio, es decir, una vez que
conoció la situación del hermano herido, no sólo se para, sino que
inmediatamente cumple cuanto ya sabemos, ofreciendo de esta forma una serie de
gestos que bien pueden tomarse como el programa de vida de un Hermano de San
Juan de Dios; nos presenta sintéticamente un modelo de actuación y el modo de
conseguirlo. Es una especie de decálogo del amor.
En la descripción evangélica del Samaritano, se
inspira nuestro Fundador, que por algo es llamado “San Juan de Dios”, porque
precisamente es manifestación de Dios,
a través de su modo de vivir el amor.
He aquí lo que yo entiendo como decálogo del
Enfermo Divino, a partir de la actuación del Samaritano:
1) le vio,
2) se mueve
a compasión,
3) se inclinó sobre él,
4) le limpió las heridas,
5) las curó con aceite y vino,
6) le cargó sobre su cabalgadura,
7) le levó a la posada,
8) se preocupó de cuidarlo,
9) pagó por él,
10) volvió de nuevo para pagar.
A esto me
estoy refiriendo cuando hablo de nuestra misión, cuando me refiero a vuestra
voluntad de impedir que se pase de
largo “junto al hombre”.
II parte.- HUMANIZARSE PARA HUMANIZAR
Hermanos, cuando se llega a ver con claridad la
hermosa misión que el Señor nos ha confiado en nombre de Jesús, es decir, ofrecer
a nuestros hermanos que sufren necesidad, que viven el dolor de la enfermedad o
de la soledad, una acogida fraterna que les ayude a recuperar la esperanza de
vivir, me viene espontáneamente una pregunta inquietante: “¿Somos capaces de responder a esta misión y podemos hacerlo
manteniendo nuestro estilo de vida actual y las formas de apostolado qua hasta
ahora desarrollamos?”
Tengo la absoluta certeza de que nuestra misión
nos capacita para ofrecer al hombre de hoy respuestas positivas que le ayuden a
vivir humanamente. Pero, al mismo tiempo, me veo obligado a reconocer que
nuestro modo de vivir como Hermanos y las formas con las que realizamos nuestra
misión de caridad, están exigiendo de nosotros una revisión en profundidad que
nos ayude a ver todo lo que ha envejecido, lo que ya no nos ayuda a vivir
coherentemente nuestra vocación hospitalaria como personas y como apóstoles.
Esta constatación que he hecho desde mi experiencia
personal como General de la Orden, ha sido confirmada y asumida conscientemente
en el último Capítulo General y, expresada de diferentes maneras, en todos los
Capítulos Provinciales.
Por eso, me siente ante la responsabilidad de
hacer mías y de invitaros a acoger con seriedad y empeño, estas palabras de los
PP. Capitulares:
“Esta problemática nos ha hecho tomar conciencia de qua — dado el cambio rápido
de la sociedad en que vivimos — la Orden se encuentra en un momento decisivo que exige tomar en serio la
realidad, valorarla a la luz del Evangelio y emprender un proceso de cambio que
no se puede demorar, si deseamos que siga vivo en la Iglesia el carisma de San
Juan de Dios”. (DCGE., I.B., pág. 24).
Estas palabras nos confirman en la urgente
necesidad qua tenemos de comprometernos cada día más en profundidad en la
renovación auténtica de nuestra vida y de nuestras obras apostólicas. Desde
este convencimiento, que estoy seguro que compartimos todos los Hermanos de la
Orden, me siento animado a ofreceros mi reflexión personal sobre la
problemática que vivimos como religiosos hospitalarios, con la esperanza de
contribuir positivamente a la revisión serena de nuestra vida personal y
comunitaria, de modo que nos anime a empeñarnos en nuestra misión de caridad,
promoviendo niveles de humanización en el servicio, para responder
adecuadamente a las esperanzas y necesidades del hombre que hoy sufre a nuestro
lado.
CAPITULO I.— NUESTRA
REALIDAD NOS ESTIMULA
Son muchos los aspectos
positivos que existen en nuestra realidad, que es bueno tener en cuenta para
poder apoyarnos en ellos a la hora de intentar solucionar los problemas que
descubrimos también en nuestras comunidades y en los Centros en los que
desarrollamos nuestra acción de caridad.
Seríamos injustos si no aceptáramos que muchos de nuestros Hermanos viven muy
centrados en su vocación de hospitalarios, que se sienten muy unidos a Dios y,
desde esta experiencia de la Vida de Dios en ellos, tratan de hacer felices a
los demás Hermanos y se entregan con ilusión al servicio de los necesitados. Seríamos
igualmente injustos si no reconociéramos que, en general, existe una
sensibilización a la renovación y que hay comunidades que se la han tomado en
serio. No seríamos objetivos, ni demostraríamos nuestra confianza y
agradecimiento a Dios si, como ya expresaba en mi última Circular, no proclamáramos
que estamos viviendo un momento histórico en la Orden en el que se percibe más claramente
la manifestación de la presencia de Dios y su amor hacia nosotros.
Pro eso, creo
justo el invitaros a todos a tomar conciencia de estas realidades positivas, de
los aspectos positivos de nuestra realidad presente, pues sólo cuando somos
conscientes de que nuestra vida merece la pena y descubrimos en ella aspectos
que nos invitan a crecer, podemos apoyarnos en la esperanza de un mañana mejor.
Si no fuera porque estoy
convencido de que merece la pena ser Hermano de Juan de Dios hoy; de que en
nuestra Orden sigue vivo el espíritu ardiente, el ánimo generoso y confiado de
nuestro Fundador, encarnado en la vida sencilla, sacrificada y entregada de
muchos Hermanos, renunciaría a insistir una y otra vez en que no podemos
ocultar la luz que hemos recibido, sino que debemos desarrollarla, hacerla
crecer, para que el hombre de hoy descubra que Dios se sigue preocupando de sus
necesidades.
Estoy seguro de que apoyados
en la fuerza que nos viene del carisma que hemos recibido y en el Amor que Dios
hace presente en cada una de nuestras Casas —verdaderos templos de Dios, porque
en ellas se practica la caridad con el prójimo y “Dios es la caridad y su Amor
se realiza cuando amamos a nuestros prójimos” (1 Jn 4, 8-12)—, nos es posible
superar cualquier dificultad y, sobre todo, estamos capacitados para realizar
obras de amor que son capaces de demostrar a nuestros contemporáneos, que la
Caridad cristiana sigue teniendo fuerza más que suficiente para transformar el
mundo.
Me ha parecido necesario
recordar estas cosas, para que seamos capaces de contemplar los problemas reales
que vivimos, de analizarlos y hacernos responsables de ellos, sin
problematizarnos. Considero una suerte y una gracia especial de Dios, el que en
el Capítulo General Extraordinario se hayan reflejado y asumido con tanta
claridad y sencillez los aspectos negativos de nuestra vida, de nuestras
Comunidades y de nuestras Obras. Porque cuando existen problemas y tomamos
conciencia responsable de ellos, hemos dado un paso importante en la solución
de los mismos.
La reflexión que ahora comparto con vosotros, que va a centrarse en los aspectos
negativos de nuestra realidad y como han sido detectados por los Hnos.
participantes en el Capítulo General, quiere ser una reflexión serena, apoyada
en la Fe y Esperanza. Deseo que sea una reflexión sencilla y profunda al mismo
tiempo, que no se quede en decir que tenemos estos y los otros problemas, sino
que nos ayude a ver las causas de los mismos, a aceptar las consecuencias con
humildad y confianza en Dios y a buscar los cacuces de solución que nos ayuden
a vivir con la alegría y libertad de los hijos de Dios.
No se trata, por tanto, de realizar una crítica a nadie y, mucho menos, de
juzgar o culpabilizar a nadie Es la autocrítica de un Hermano vuestro que, por
designios de Dios, hoy se siente responsable de colaborar con el Espíritu, en
nombre de nuestro Fundador, para que desde el primero al último de los miembros
de nuestro querido Instituto, vivamos nuestra consagración a Dios y a los
hermanos “de acuerdo con la vocación que hemos recibido” (Ef. 4, 2)
a) Sombras
en nuestro “estilo de vida”
En las Declaraciones del Capítulo General Extraordinario se constata la “dificultad
de conciliar los tres niveles de actividades del Hermano: personal,
comunitario, apostólico-hospitalario”
(DCGE. II. A. 3, 12).
Cuando nos preguntamos dónde se puede encontrar la causa de esta dificultad,
creo que podemos advertirla, casi de inmediato, en que no vivimos “centrados”; es decir, no hemos conseguido la “unidad”
personal que nos posibilita realizarnos en la vida, sin perder el equilibrio
interno, que es la base para poder conciliar y vivir en armonía nuestro ser
personas y las actividades que ponen de manifiesto la vida de nuestro ser.
Ya cuando iniciábamos el proceso de renovación en la Orden, os decía que
estamos muy habituados a conjugar el verbo “hacer”, olvidándonos muchas veces
de la importancia de conjugar también el verbo “ser”. Ante la realidad que pone
de relieve el Capítulo General, creo que es el momento de intentar conjugar
bien tanto el ser como el hacer, para poder superar la división,
la dicotomía de nuestra vida.
Sin pretender hacer teología de la vida religiosa hospitalaria, me parece
oportuno ofreceros unas sencillas ideas sobre lo que podemos entender por vivir
centrados nuestras actividades.
¿Cómo podríamos resumir los distintos niveles que integran nuestra vida?
Se me ocurre ponerme a pensar en voz alta y
compartir con vosotros lo que, en una consideración inmediata, veo que es
nuestra vida como personas y como grupo:
1) Somos cristianos que, por una llamada especial de Dios, hemos decidido
vivir radicalmente el Evangelio, siguiendo a Cristo pobre, obediente y casto
(Cf. L.G., nros. 43 y ss.), al estilo de San Juan de Dios, en Hospitalidad.
2) Este seguimiento de Cristo no lo realizamos individualmente, sino que lo
hacemos como miembros de una Comunidad —la Orden que nos ha comunicado el
carisma— y lo compartimos con un grupo de personas, reunidas no porque antes se
conocieran y fueran amigas, sino porque todos los componentes del grupo viven
la misma Fe en Cristo y todos, igualmente, se han sentido llamados para vivir
el mismo carisma y realizar la misma misión de caridad.
3) Por otro lado, lo anterior no anula las cualidades personales, ni
suprime la originalidad de cada uno de nosotros, que somos portadores de una
historia personal, de unos sentimientos, de unos modos característicos de
pensar, etc.
Si tenemos en cuenta estos aspectos fundamentales de nuestra identidad como
personas y como grupo de creyentes, podemos ver que otra de las causas que
explican la dificultad de vivir los distintos niveles de nuestra actividad como
Hermanos de San Juan de Dios y que, a mi modesto entender, es la causa de que
no vivamos “centrados” y unitariamente nuestra propia vida personal, se debe a
que no hemos conseguido la madurez
necesaria para ser nosotros mismos, que apoya nuestra identidad como
personas y el equilibrio de nuestra vida.
¿A qué madurez me estoy refiriendo? Me refiero a la madurez propia de una
persona consagrada a Dios en la vida religiosa hospitalaria, que supone una
madurez personal, sobre todo en los niveles afectivos y emocionales, y madurez
en la fe. Creo que será útil el que nos detengamos en cada uno de estos puntos.
a. 1) Algunas manifestaciones de la falta de
madurez afectivo-emocional
Una constatación general es que el hombre de hoy, a pesar de tantos medios
como tiene para ser feliz, se siente insatisfecho. En concreto, se siente solo,
como aislado. Este sentir general no deja de existir también dentro de las comunidades
religiosas. Mi experiencia, enriquecida por la experiencia de otros Superiores
Mayores, me dice que el problema de la soledad, del aislamiento, el sentimiento
de que en nuestras comunidades no se vive un clima que facilite y posibilite las
relaciones interpersonales profundas que satisfagan necesidades básicas de toda
persona, es un problema que afecta a los Hermanos ancianos, a los de mediana
edad y a los jóvenes.
Quienes llevamos bastantes años en la vida religiosa, hemos recibido una
formación en la que los valores de la persona, en concreto los valores
afectivos, se minusvaloraban, cuando no se invitaba a reprimirlos pensando que
esto era lo más “perfecto”, lo que Dios pedía de nosotros cuando hacíamos el
voto de castidad. Por culpa de nadie en concreto, pero esto no quita que todos
debamos sentirnos responsables, se fueron creando unos ámbitos de vida en los
que las personas iban perdiendo espontaneidad a la hora de comunicarse: las
relaciones eran estereotipadas, superficiales... frías.
¿Cuáles han sido los resultados? Se nos decía que debíamos amarnos así,
espiritualizándolo todo, porque de esta manera crecería nuestro amor a Dios y
seríamos capaces de entregarnos más generosamente a los enfermos. El Capítulo
General, en el que participaron Hermanos con bastante experiencia de vida religiosa,
ha detectado el siguiente problema:
“Pobreza de relaciones
interpersonales a nivel de fe y de comunicación de vida” (DCGE. II. 3, 14).
Según esto, el resultado de nuestro modo de vivir en comunidad no ha dado
los frutos que se esperaban cuando se quería “espiritualizar” tanto el amor
humano que llegaba a dar la impresión de que se quería vivir “desencarnadamente”.
Pero he dicho que este problema de falta de madurez afectiva y las consecuencias
que de él se siguen, también lo sienten y viven —aunque no siempre se acepte—
los religiosos jóvenes. Ellos forman parte de una generación de personas en las
que la sociedad ha sobre valorado excesivamente el bienestar material; a veces
hasta hacer de él el centro de interés. En este ambiente, la mayor parte de las
familias —debido al influjo del ambiente y de los medios de comunicación de
masas— se han preocupado porque a sus hijos no les faltara de nada, por llenar
la casa de comodidades. El pago de este esfuerzo ha sido, con demasiada
frecuencia por desgracia, el que los hijos no carecían de cosas, pero casi no
se podían encontrar con sus padres o, cuando los encontraban, estaban demasiado
cansados para escucharles y para ofrecerles el cariño y apoyo que necesitaban.
De esta manera, estamos presenciando la realidad de una juventud insatisfecha,
vacía, casi sin ideales... Pero los jóvenes no son responsables de esto que les
sucede. Los jóvenes, que cuentan con muchos más medios de formación y, por lo general,
más amplios y claros de los que tuvimos nosotros, descubren dentro de sí y ven
que las teorías se lo confirman, que los valores de la persona, sobre todo la
capacidad de amar y ser amado, están por encima de los valores materiales, del
bienestar, que no les ha llenado.
Cuando uno de estos jóvenes se encuentra con Cristo y descubre que su vida
puede tener sentido, que puede llenar las aspiraciones que siente dentro de él
en la vida religiosa; cuando uno de estos jóvenes viene a vivir con nosotros y profesa,
trae consigo toda la falta de cariño, cuando no taras afectivas, y toda la
inseguridad e insatisfacción de su vida anterior.
Creo que no me equivoco al afirmar que sino todos,
sí casi todos los jóvenes que hoy son profesos de la Orden o se encuentran en
período de formación, entre las aspiraciones principales que les movieron
—aunque en muchos fuera de tipo inconsciente— a hacerse religiosos, estaba la
de encontrar un ambiente de personas maduras, que se quisieran como adultos y
le facilitaran vivir su capacidad de amar y de ser amados.
¿Cuál es el ambiente que se encuentran cuando
vienen? Ya decía al principio de este capítulo que no todo es negativo ni
debemos generalizar. Además, que se están dando pasos en la renovación, es
cierto. Pero vuelvo a recordar las Declaraciones del Capítulo General Extraordinario:
“Faltan comunidades auténticas, capaces de acoger a los jóvenes”. (DCGE. II.4,16)
De la suma de estos dos grupos de personas, los
que hemos recibido una formación de tipo más bien represivo, y los jóvenes, que
viven las consecuencias de nuestra formación —por un lado— y la falta de un
ambiente familiar y social que les ofreciera respuestas a las necesidades
fundamentales de la persona en proceso de crecimiento, no es arriesgado, ni
creo que sea exagerado hacer algunas afirmaciones concretas que vienen a
evidenciar las manifestaciones de nuestra falta de madurez afectiva.
En nuestras comunidades nos encontramos con
personas de edad adulta que tienen reacciones
de tipo infantil, que se ponen de relieve con reacciones personales que
son inadecuadas a los estímulos; personas que se creen el “centro” del mundo,
que necesitan que todos estén pendientes de ellas, que les presten toda la
atención y que casi siempre viven insatisfechas. Estas personas son incapaces
de caer en la cuenta de que también ellas estén llamadas a ofrecer respuesta a
las necesidades de sus Hermanos. Sobre todo, creo que la manifestación más
clara de las actitudes infantiles se pone en evidencia cuando no se hace más
que criticar a la Comunidad, exigir a la Comunidad todo, como si la Comunidad
fuera la “mamá” que tiene que alimentar a sus hijos, sin caer en la cuenta que yo, cada uno de nosotros, somos la
Comunidad, que no puede funcionar si yo no funciono, que no puede ofrecer
acogida, posibilidad de diálogo, etc., si las personas que la componen no son
capaces de acoger, de vivir las actitudes que exige el dialogo entre personas.
Hermanos, no intento criticar a nadie, ni
desalentar a ninguno de vosotros con mis reflexiones. Me mueve el interés, el
vivo deseo de que en cada una de nuestras Comunidades podamos llegar a superar
reacciones de tipo infantil que tanto perjudican el crecimiento del grupo y
que, en definitiva, son impropias de hombres adultos, muchas veces entrados en
años. Os las ofrezco con todo el afecto que tengo hacia vosotros, para que si os encontráis reflejados en alguna de
las cosas que he señalado, en lugar de desanimaros las toméis en cuenta y
tratéis de superaros, convencidos de que la persona, sobre todo la persona que
cree en Dios, es siempre capaz de superarse.
Otra forma de manifestarse la inmadurez de las personas y que dificultan
las relaciones y el crecimiento de los grupos son las actitudes adolescentes, que pueden expresarse con reacciones muy
diversas. Hay personas que, en el fondo, son muy sensibles, que sufren cuando
el ambiente en que viven no les ofrece las muestras de acogida, valoración y
afecto que necesitarían, pero que se manifiestan como frías, insensibles a
todo lo que signifique demostración de que alguien se interesa por ellas. Se
pueden encontrar personas que reaccionan negativamente cuando se habla de la
necesidad que tenemos de compartir nuestra vida en un clima de más amistad y
profundidad, defendiendo su “intimidad” de cualquier cosa que interpretan como
deseo de entrar en el secreto de su vida... Se dan casos en los que se advierte
que lo que parece mucha confianza con una persona no significa más que el deseo
de satisfacer una necesidad afectiva, de desahogo personal, y se cree que esto
es amistad, as relacionarse de verdad con el otro... y se le acapara, se quiere
que sólo sea íntimo de uno y se desconfía de él, se duda de su fidelidad cuando
se le ve hablar o se sabe que tiene confianza con alguna otra persona.
Hay que comprender que no es fácil llegar a vivir unas relaciones interpersonales
profundas. Debemos aceptar, incluso, que la amistad —por ser tan necesaria y
hermosa en sí misma— casi llega a constituir un privilegio de pocos. La razón
no es otra que no es sencillo llegar a vivir
el amor adulto, que exige reciprocidad, transparencia, conocimiento mutuo,
valoración y aceptación de sí mismo y del ser del otro, desde uno mismo y desde
el otro, como personas que estamos llamados a crecer en el amor desde la
libertad y en la libertad.
Me parece importante el que nos detengamos unos momentos a considerar
algunas de las características del amor
adulto. Entre ellas, creo que adquieren especial importancia para nuestra
vida a) el conocimiento: los que
llevamos años en la vida religiosa hemos recibido una formación en la que se
nos orientaba, principalmente, a fijarnos en los aspectos negativos de nuestra
vida. Los exámenes de conciencia, los ejercicios de la culpa, las confesiones,
nos introducían en nuestra vida con una actitud negativa, desde la cual sólo
nos era permitido descubrir lo negro, el pecado... Se nos decía que esto es ser
humildes, que así se podría vivir más abiertos a la gracia de Dios. Aunque con
matices distintos, los jóvenes tampoco han descubierto lo que es positivo en su
vida, desde un conocimiento verdadero real, de sí mismos.
El hecho es que no nos conocemos o nos conocemos mal. Se nos ha olvidado,
en la vida real, en nuestra vida concreta, descubrir que Dios nos ha comunicado
unos dones, unas cualidades positivas, que espera y desea que desarrollemos:
‘‘Vosotros sois la sal de la tierra... sois la luz
del mundo... No se puede ocultar una ciudad situada en lo alto del monte; ni se
enciende un candil para meterlo debajo del perol, sino para ponerlo en el
candelero y que alumbre a todos los de casa”. (Mt. 5, 13-15).
Y nos hemos acostumbrado a ver en negativo, no sólo la propia vida, sino la
vida de los demás. Y casi nunca somos capaces de alegrarnos de las cualidades
de los otros, de alegrarnos y dar gracias a Dios por nuestras cualidades.
b) la valoración: si no nos
conocemos en lo positivo que existe en nosotros, es imposible que lleguemos a
valorarnos bien. Y como es imposible que el hombre pueda llegar a realizarse
sin sentirse valorado, resulta que buscamos compensaciones fuera de nosotros
mismos, nos “descentramos”, sea en las cosas, sea fijándonos en alguna persona, incluso en Dios podemos
“descentrarnos”; porque desde un concepto negativo de si mismo y desde la no
valoración, vamos buscando en los otros el apoyo, la seguridad... cuando Dios
nos ha hecho a cada uno responsables de nuestra propia vida y de la vida de
nuestros hermanos. (Cf. Gen 4, 9; 9, 5-6).
c) la aceptación: es obvio que, a falta de
los dos requisitos anteriores, resulte imposible una aceptación auténtica de si
mismo, porque a ninguno nos gusta aceptar que sólo hay cosas negativas en
nuestra vida. Como lo positivo no lo hemos mirado con sencillez, a veces nos da
como miedo el descubrirlo; porque nos parece que esto no es humildad, o porque
nos damos cuenta de que si descubrimos cosas positivas, valores, en nuestra
vida, esto nos exige desarrollarlo, o no nos aceptamos, o nos aceptamos pasivamente, pensando o
diciendo que “somos así y qué le vamos a hacer”... o “Dios me ha hecho así y yo
no puedo cambiar”.
Hermanos, os invito a que, serenamente, con el verdadero espíritu de pobreza
que nos invita a vivir Jesús, toméis en consideración estas sencillas
reflexiones que hago en voz alta con vosotros y para nosotros. Estoy seguro de
que esto nos va a ayudar a descubrir que en nuestra vida personal, en nuestros
Hermanos, en nuestras comunidades, existen valores que, desarrollados y puestos
en común, van a contribuir a cambiar el ambiente de nuestras casas.
a.2) Algunas manifestaciones de la falta de
madurez en la Fe
Casi no haría falta entrar en muchos detalles, pues es fácil deducir que la
persona adulta que vive con actitudes infantiles o adolescentes sus relaciones
con las otras personas, es porque no se fía de ella misma, ni cree de verdad en
los otros. Y si no creemos del todo en nosotros, porque no nos conocemos, no
nos valoramos, no nos aceptamos bien, no es posible que nuestra fe en Dios sea
una fe adulta, madura, pues podemos decir con San Juan:
“Si no crees en el hermano a quien estás viendo y dices que crees en Dios,
a quien no ves, eres un embustero”. (Cf. 1 Jn 4, 20-21).
El Capitulo General Extraordinario nos recuerda que “falta vida interior
profunda” y que son pobres “nuestras
relaciones a nivel de fe” (DCGE.
II. 2.5 y 3.12). En varios de los Capítulos Provinciales se evidenció que nuestra oración es rutinaria, que no existe vinculación entre la oración y el
resto de nuestra vida... En el fondo, volvemos a descubrir el problema que detectábamos
al comienzo de este capítulo: vivimos
descentrados.
En lo que se refiere al tema de la oración y la no repercusión de ella en
nuestra vida de comunidad y en nuestro apostolado, estoy cada día más convencido
que la causa, al menos una de las causas, aparte de la principal ya enunciada,
es que no hemos encontrado, o no hemos sido capaces de percibir en nuestro
Fundador, recreándolo de acuerdo con las circunstancias, un estilo de oración propia de nuestra vida de Hermanos Hospitalarios.
Considero que es un tema de mucha importancia y que debemos profundizar, para
conseguir vivir un estilo de oración que sea coherente con nuestra
espiritualidad. Yo no me siento capaz de entrar en más, pero os invito a que
vayáis profundizando en este tema, en especial los Hermanos sacerdotes de la
Orden, pues sería un gran servicio no sólo a nuestros Hermanos, sino a toda la
Iglesia.
Lo que no podemos silenciar, es que no es suficiente haber descubierto lo
que no funciona en nuestra vida de oración, sino que hemos de buscar cómo ir superando
las celebraciones litúrgicas rutinarias, monótonas, faltas de vida y sin fuerza
de compromiso para nuestra vida normal. Desde un respeto equilibrado a las
orientaciones litúrgicas de la Iglesia, es posible la creatividad. Sobre todo,
desde un modo de vivir normal en el que se hace presente Dios y sabemos
descubrirlo en nosotros mismos, en nuestros hermanos de comunidad, en los
enfermos y necesitados, en los acontecimientos normales de la vida, estoy
seguro de que nuestra vida de oración será un verdadero encuentro con Dios y
signo de comunión entre nosotros y con los hombres.
b) Repercusiones
en nuestro apostolado
Cuando en las Declaraciones del Capítulo General
Extraordinario leemos:
“El problema fundamental llegamos a centrarlo en
el desequilibrio entre una lógica asistencialista y la “lógica evangelizadora”
que implica y comporta el carisma de la Orden”, (DCGE. II, B, pág. 22).
y que
“El examen de
esta problemática nos ha conducido a aceptar que, a la base de la misma, existe
una realidad negativa, la deshumanización”. (IDEM. ID., pág. 21),
nos es más fácil
comprender y aceptar que necesitamos humanizar nuestra vida, es decir, llegar a
vivir la unidad, la originalidad, el valor de nuestra existencia, para poder
ser agentes de humanización en a asistencia, promotores y defensores de los
derechos de las personas, en especial de las personas que sufren.
Creo que, teniendo en cuenta los aspectos negativos que hemos advertido en
especial las actitudes infantiles y adolescentes que a veces se advierten en
nuestras comunidades, podemos ver a qué se deben algunas de nuestras reacciones
negativas en la vida práctica. Os invito a reflexionar conmigo en las que el Capítulo General ha subrayado
especialmente.
1.— Corremos el peligro de perder el
sentido apostólico de nuestra vida, de no sentirnos miembros vivos de la
Iglesia; estamos demasiado cerrados en nuestros ambientes, en los que se
aprecia falta de pobreza evangélica, por vivir “alejados de la realidad
cotidiana del pobre”. (DCGE.
II.A.2, nros. 5 y 6; 3, nros. 13 y 15).
¿No advertís conmigo, que es imposible vivir lo que significa nuestra vida
en la Iglesia con verdadero sentido y contenido apostólico, si a la base de
todo falta una personalidad madura, centrada en sí misma, centrada en su
vocación —que se siente feliz—
centrada en Dios?
2.— Nos falta capacidad de comunicación del
espíritu que vivimos, de lo que significa nuestra misión apostólica y de un verdadero
estilo de asistencia que se centra en el hombre, que le sirve con dignidad y eficiencia.
No influimos tampoco a nivel de Iglesia para promover y realizar una digna
pastoral hospitalaria. (Ver
DCGE. II.A., 2. nros. 7, 8 y 9).
Creo que es muy importante, si deseamos recuperar el verdadero sentido
nuestra misión en la Iglesia y en la sociedad, que nos paremos a reflexión
mucho en lo siguiente:
“Dificultad
para integrar a los laicos, trabajadores, voluntarios y benefactores, en
nuestro espíritu y en nuestra misión hospitalaria”. (DCGE. II.A. 2,9).
Desde una visión objetiva y serena, es justo reconocer que, sin la colaboración
de los 25.000 seglares que trabajan con nosotros, nuestra labor asistencial
actual sería imposible realizarla y nos veríamos obligados a cerrar la mayor
parte de nuestras Casas. Además, la asistencia que se ofrece, y es reconocida
casi unánimemente como eficiente, tampoco podríamos continuarla, puesto que nosotros
somos muy pocos en número y nuestra calificación técnica no podría resistir las
exigencias actuales de una asistencia digna del hombre enfermo necesitado.
Considero un
grave deber nuestro el tratar de conseguir que nuestro modo ser y de vivir
ejerza un influjo positivo en todas las personas que trabajan con nosotros. Sin
ellos, ya no podemos subsistir. Es hora de que aceptemos esta realidad desde el
sentido positivo que tiene y desde la toma de conciencia por parte de la
Iglesia de que el laico seglar está llamado a sentirse comprometido el
apostolado, cuando es creyente, y de ser capaces de ofrecer, a quienes no lo
son, un testimonio auténtico de lo que significa la dignidad de la persona.
Es imposible
conseguir estas cosas que, insisto, es imprescindible y urgente —nos lo está
pidiendo Dios de modos muy ciaros y directos—, si, a causa nuestra no madurez
personal, debido a nuestra inseguridad,
a nuestros complejos, muchas veces disfrazados en lugar de ver en el laico
que trabaja con nosotros un colaborador en el apostolado, lo sentimos y vivimos
como quien nos hace la competencia y viene a desplazarnos. Es desplazado quien no se siente seguro, aunque nadie esté haciéndole
la competencia. Y nadie puede desplazar
de su puesto y de su misión, a quien se siente realmente identificado con ella,
sin confundir la misión con el poder, el servicio al enfermo con una forma de
afirmación de la propia inseguridad personal.
Hemos de reconocer que una de las causas que nos inducen a no ser capaces
de influir con nuestra vida de forma positiva en la transmisión de los valores
que encierra nuestra misión de caridad es
“la falta de preparación humana,
teológica y profesional, etc.”
(DCGE. II.A., 2,5), pero creo que estaremos de acuerdo de que no vamos a
conseguir la renovación en profundidad de nuestra vida, porque adquiramos más
conocimientos teóricos, aunque no podemos prescindir de esto. Conseguiremos el
cambio, la renovación, seremos capaces de comunicar nuestro espíritu y la
filosofía que anima nuestra vida de personas consagradas a Dios en el servicio
a los hombres que sufren, en la medida que vayamos creciendo en niveles humanos
y de fe.
Es urgente que todos
lleguemos al convencimiento de que no podemos seguir pensando que las
realidades de nuestra vida se van a solucionar sólo con más madurez
psicológica, afectiva, etc., o con más ratos de oración. Es, asimismo,
urgente, que comprendamos que la humanización de nuestras Obras no se consigue
a base de más organización técnica solamente. Necesitamos conjugar madurez
humana y madurez en la fe, porque nuestra vida es una realidad vivida por
hombres que han puesto a Cristo en el “centro” de su existencia.
Y necesitamos conjugar la
técnica organizativa con auténticos contenidos humanos que transmitan vida a
los edificios y a la técnica instrumental.
Si continuamos viviendo
separados los aspectos de nuestra vida, no haremos más que fomentar, aumentar,
el “desequilibrio” denunciado en el Capítulo General como la síntesis de todos
los problemas que vivimos.
Os invito, apoyado en toda
la esperanza que me comunica el conocimiento de todo el potencial humano y
espiritual que poseemos como Instituto, a que intentemos y nos comprometamos
para recuperar y vivir lo más genuino que nos transmitió nuestro Fundador: un profundo espíritu de servicio a los
necesitados. A que en esta empresa empleemos lo mejor de nuestra vida, sin
escatimar sacrificios de ninguna clase.
Una vez más, me
atrevo a invitaros a examinar nuestras actitudes y nuestras formas de
comportamiento para con el personal laico colaborador; os invito a realizar el
análisis a la luz de criterios evangélicos, a la luz de la vida de nuestro
Padre San Juan de Dios. El no buscó puestos en los que ejercer el poder, no
buscó privilegios para sí. El se comprometió, hasta dar la propia vida, con las
personas más desheredadas de Granada. Os invito a ir viendo en el laico
colaborador un compañero de camino, sin el cual ya no podemos continuar
testimoniando genuinamente nuestra misión de Caridad. Estoy seguro de que si
nos apoyamos en el ejemplo de Cristo y de nuestro Fundador, descubriremos que
el laico colaborador está llamado a vivir el servicio a los necesitados, lo mismo
que nosotros, y a realizarlo promoviendo al hombre, mediante una dedicación
humana y humanizante.
CAPITULO II.— BASES PARA
CRECER EN HUMANIZACION
Para renovarnos en el sentido de la humanización de nuestra existencia
personal y comunitaria, no es suficiente haber descubierto cuáles son los
problemas y las principales causas de los mismos. Si nos detuviéramos aquí no habríamos
hecho otra cosa que prepararnos al paso siguiente, con el peligro de que una
más el haber analizado los puntos negativos de nuestra vida nos desalentara o culpabilizara.
Para conseguir renovarnos en profundidad y sentirnos
capaces de ser auténticos testigos de humanización, es imprescindible que
redescubramos los valores que existen en nosotros: valores personales, valores en nuestra comunidad, valores que
se nos potencian al haber recibido el carisma de la Hospitalidad y la misión de
Caridad a través del servicio a los pobres, los enfermos, etc.
Es consolador poder compartir con vosotros todas
las riquezas que encierra nuestra vida. No pretendo ser exhaustivo, ni en la
enumeración ni en la reflexión. No intento otra cosa que poner ante vuestra consideración
una realidad que existe también en nosotros, que somos nosotros, para animarme
y para reforzar vuestra Esperanza, pues hay momentos en los que si no
descubrimos dentro de nosotros mismos motivaciones que nos estimulen a seguir
caminando hacia la plenitud a que Dios nos llama, es fácil dejarse llevar del
desaliento y abandonar el camino emprendido.
a)
Centralidad de la persona humana
Es imposible vivir gozosamente nuestra vida como
hombres, si no estamos profundamente convencidos de que el hombre, la persona humana, considerada en si
misma y desde el plan salvífico de Dios, es
portadora de unos valores que la constituyen en una realidad inviolable,
sagrada.
Que no es exagerada mi afirmación nos lo confirma
el relato de la creación del hombre:
“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó”. (Gen
1,26-27).
Desde el principio de la aparición del hombre en la Tierra, la humanidad es
portadora de las riquezas de la misma Vida de Dios... es morada de Dios, “imagen
de Dios” que está llamada a hacerlo presente en el mundo ya continuar, en
nombre del mismo Dios, el proceso de la creación. Y también desde el principio,
ya antes de la misma creación, el Padre “nos eligió con Cristo antes de crear
el mundo... destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio
de Jesucristo”. (Ef. 1, 4-5).
Hermanos, desde Cristo, desde la persona de Jesús
de Nazaret, “Dios con nosotros” (Mt. 1, 23), desde el “estilo” personal como vive
Jesús su ser-hombre entre los hombres, es donde descubrimos, en toda su
profundidad, la dignidad intrínseca de la persona humana y todas las
potencialidades que está llamada a desarrollar. Es en Jesús donde somos y
estamos llamados a descubrir lo que significa la auténtica humanización, lo que
significa “encarnarse” y compartir la vida con nuestros hermanos. Es en EI
donde estamos llamados a contemplar todo el amor que Dios profesa al hombre:
“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que tenga vida eterna... Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por El”. (Jn 3, 16-17).
Hay quienes piensan que humanizarse es sinónimo de pérdida de la propia dignidad; casi como
si se hablar de cierto olvido de Dios, de su presencia en nuestra vida. Para
quienes tuvieran alguna duda sobre el modo en que entendemos la humanización y
los contenidos que encierra el humanizarse, a la luz y ejemplos de la Persona y
de la vida de Jesús de Nazaret, pueden ahora ver con claridad qué significa y
cómo es el mismo Dios quien, desde Jesús, nos está invitando a sentirnos
rehabilitados y salvados en nuestra propia humanidad…a descubrir que nuestra vocación
de Hospitalarios es una llamada de Dios para rehabilitar y enunciar al hombre
que su vida humana tiene sentido, que su persona ha sido colocada por el mismo
Dios en el centro de la historia del mundo, de la historia de la Salvación.
b)
Colaboradores de Dios en el proceso de humanización
Desde estas sencillas consideraciones, podernos
ver que nuestra vocación de Hermanos de San Juan de Dios nos constituye en
colaboradores de Dios en el proceso de humanización.
Podemos afirmar que ésta es la vocación que recibe
no sólo todo religioso, sino todo creyente, todo hombre. Por eso, vamos a
fijarnos en lo que Dios nos pide a nosotros en particular y cuáles son los
medios que tenemos a nuestro alcance para realizar la misión que nos ha
encomendado la Iglesia en Nombre del mismo Dios.
b. 1) Los destinatarios de nuestra misión
La parcela humana sobre la cual nos invita Dios a
centrar nuestra vida, está formada por quienes viven en sí mismos la
experiencia dolorosa de la enfermedad, la soledad, la pobreza, el desamor. Es
a estas personas a las que Dios nos encomienda. Y nos invita a vivir con ellas,
a servirlas, a recibirlas en nosotros, dentro de nuestra propia existencia, para rehabilitarlas y ayudarles a conseguir
su liberación y su salvación.
Para vivir desde esta actitud de entrega y
servicio a personas que carecen de bienes de salud, física o mental, de medios
de vida dignos del hombre; para vivir nuestro servicio no como simple altruismo
sino como apóstoles, contamos con el ejemplo de Jesús de Nazaret y, más cercano
a nosotros, con el ejemplo de nuestro Fundador, en cuya vida descubrimos un
modo concreto de colaborar en el proceso de salvación del hombre, de su
redención y rehabilitación.
Ciertamente, hoy no podemos expresar nuestra
misión del mismo modo que lo hizo Jesús, ni como lo hizo Juan de Dios. El mundo
y el hombre han evolucionado. Pero estamos llamados a “vivir desde las mismas actitudes de Cristo” (Fil. 2, 5)
y las actitudes de nuestro Santo
Fundador. Sin pretender más que colaborar sencillamente en el
redescubrimiento de las actitudes fundamentales de nuestra vida de Hermanos de
San Juan de Dios, os ofrezco lo que yo entiendo que constituyen como las líneas de fuerza de nuestra vida.
1.
CENTRALIDAD
DE DIOS EN NUESTRA VIDA
Es la actitud fundamental de Jesús: El se sabe y
se siente uno con el Padre, se sabe y se siente amado profundamente por El.
Desde esta experiencia de unidad con Dios y de la
presencia del Amor del Padre en su vida, es como Jesús realiza su misión y como
se siente apoyado interiormente en todos los momentos de su vida mortal.
Es también la actitud fundamental de nuestro
Padre, a partir de su conversión. Juan de Dios descubre que Dios le ama. Y
tiene experiencia especial del Amor de Dios como Misericordia para con él.
Desde esta experiencia, Juan de Dios puede vivir
la actitud de misericordia y caridad con todos los hombres, puede identificarse
con ellos, consigue rehabilitarlos y comunicarles amor.
La manifestación de Dios como Amor Misericordioso,
con el cual nos comunica la presencia de Jesús, constituye la base de nuestra
espiritualidad como Hermanos de San Juan de Dios. Cuando llegamos a hacer
experiencia en nosotros este Amor Misericordioso de Dios, nos sentimos
rehabilitados en nuestra propia vida y nos sabemos y aceptamos salvados por
Dios. Esta salvación se va desarrollando en mí a lo largo de toda mi
existencia en la medida que la acepto cada día.
Esta experiencia de que Dios nos ama y nos
comunica su misma capacidad de amar misericordiosamente a nuestros hermanos,
potencia en nosotros los valores positivos de nuestra personalidad y nos ayuda
a valorarnos y a aceptarnos, incluso a aceptar nuestras debilidades.
2. EXPERIENCIA CONCRETA DE LA PRESENCIA DE CRISTO
El modo concreto que nosotros estamos llamados a
manifestar a Cristo es en su actitud de servicio a los necesitados, en su amor
que cura, libera, hace el bien a todos (Act. 10, 38)... gestos mediante los
cuales El hacía presente, transparentaba, el Amor Misericordioso del Padre
hacia los pobres, los enfermos, los hambrientos, los pecadores.
Esto quiere decir que Jesús nos cualifica para
poder vivir a su estilo. Y El, que está presente en todos los hombres, nos
cualifica a través de su presencia en nosotros como Amor Misericordioso.
Y así como Jesús, con su vida y sus obras, fue
Salvación para el hombre, se hace Salvación en nosotros y nos envía a que
seamos salvación, testigos de esa misma salvación, que recibimos. Y nos pide
que seamos testigos como El: amando al hombre, viendo en el hombre la presencia
del mismo Jesús, recordándonos que “cuanto hicisteis a un hermano mío de esos
humildes, lo hicisteis conmigo”. (Mt. 25, 40).
3. A
QUE NOS ESTIMULA ESTA REALIDAD
Lo primero que viene en mente al considerar esta
necesidad de centrar nuestra vida en Dios y a descubrirlo en nosotros presente
en Cristo como Amor Misericordioso, es a pensar, una vez más, en la importancia
que tiene nuestra vida para Dios y en la confianza que ha depositado en
nosotros. Me llama la atención especialmente esta actitud de confianza que Dios tiene en el hombre. El sabe y
conoce nuestra pobreza, nuestra debilidad, pero se fía totalmente de nosotros.
Esta confianza de Dios en nosotros me estimula a
invitaros a profundizar en los motivos que tenemos para amar nuestra vida,
nuestra vocación; me urge a tomarme en serio lo que yo significo como persona y
a tomar en serio, a valorar, lo que significa la persona de cada uno de mis
hermanos los hombres, en particular la persona de los Hermanos de mi
Comunidad.
Este modo de actuar Dios, me está invitando a
descubrir que cuando El me ha elegido para ser Hermano de San Juan de Dios,
para seguir a Jesús al estilo de nuestro Fundador y nos ha reunido en
Comunidad, me está pidiendo que me haga sensible a la riqueza de la vida de mis
Hermanos y a compartir con ellos las riquezas de mi propia vida.
4. IMPORTANCIA
DE LA COMUNIDAD
La llamada de Dios la hemos recibido a través de
la Comunidad, de la Orden, y realizamos nuestra misión apoyados y urgidos por
la misma Comunidad. No hemos recibido un encargo individual; no hemos sido llamados
para actuar aisladamente; hemos sido llamados para compartir nuestra vida en un
grupo de personas que tienen su vida centrada en Dios, que viven su Amor y se
dedican a servir a los hermanos necesitados en nombre del mismo Dios.
Estos pensamientos me traen a la mente estas palabras de nuestro Capítulo
General Extraordinario:
“Somos comunidades fraternas de fe, amor y oración, abiertas al hombre que
sufre, sirviéndole con simplicidad evangélica, de acuerdo con el don recibido,
testimoniando así la presencia salvadora de Cristo y de la Iglesia” (DCGE. III, 1).
“El Hermano de San Juan
de Dios, inmersos en Cristo, vive con sus Hermanos los valores cristianos y
socioculturales” (DCGE III, 2).
En estas palabras podemos encontrar los
ejes en los que podemos apoyar nuestra vida. Podemos descubrir que sólo cuando
en nuestras comunidades se vive la fraternidad, que se hace confesión de fe,
comunicación de amor en la vida normal, podemos decir que somos Hermanos de San
Juan de Dios. Y para vivir de esta manera, necesitamos descubrirnos, valorarnos,
y aceptarnos en nuestra dignidad de personas. Para “poder abrirnos al hombre
que sufre y servirle con simplicidad evangélica”, necesitamos cultivar nuestra
vida, desarrollarla, crecer como hombres y como religiosos. Porque es imposible
ofrecer un servicio de amor que ayude a vivir, que rehabilite, si nosotros no
tenemos y vivimos una experiencia de amor. Amor que necesitamos experimentar
como hombres y que debemos encontrar en nuestras comunidades, en la persona de
nuestros Hermanos.
Para poder llegar a esto, necesitamos
conseguir un equilibrio personal, una madurez, que nos llevará a realizar los
objetivos que el Capítulo General nos ha señalado para este trienio en el
sector “estilo de Vida”. Objetivos que nos están hablando de personas que son
capaces de vivir responsablemente, de ser autónomas, de colaborar al
crecimiento de los miembros del grupo. Un crecimiento armónico e integral, que
nos ayude a sentirnos felices y realizados como hombres, a sentirnos
“centrados” en nuestra vida, porque sólo si llegamos a vivir felices y
centrados nuestra vocación podremos realizar nuestra misión con gozo y
comunicaremos esperanza, deseo de vivir. Necesitamos, además y al mismo tiempo,
potenciar nuestra vida de Fe y confesarla en nuestros momentos de oración, tratando
de que éstos no estén separados del resto de nuestra vida, sino que nuestra
vida nos invite a orar y la oración se haga presente en cualquier momento de
nuestra vida.
Nos ayudará a conseguir un ambiente comunitario en el que las personas se
sientan realizadas, identificadas como religiosos y hospitalarios, el empeñarnos en superar el influjo del
materialismo, los modos de vivir que tienden a los más cómodos, lo que no
compromete... Nos ayudará mucho el ir viviendo desde las verdaderas actitudes
de pobreza evangélica, que nos invita a la sencillez —no sólo en el uso de las
cosas, sino principalmente a la sencillez interior, personal, a la disponibilidad,
a la apertura a los demás, a no cerrarnos en nosotros mismos, a renunciar a
cualquier tipo de seguridad, de privilegio, a toda forma de poder y dominio
sobre las personas... pues todos estos modos de vivir son contrarios al espíritu
de caridad que hemos sido llamados a vivir, precisamente a través del servicio.
Es una actitud, la del servicio, que en estos momentos deberíamos de potenciar
especialmente en nosotros. Es un valor importantísimo en la vida de toda
persona, pero lo es mucho más en la vida de quienes hemos sido llamados, justamente,
a servir, para salvar a nuestros hermanos, como Jesús (Ct. Mt. 20, 28). Si
todos nos comprometemos en vivir y actuar como verdaderos servidores, siervos
de nuestros Hermanos, las comunidades llegarán a ser realmente ámbitos en los
que podremos recuperarnos del desgaste que se sigue a nuestro trabajo y nos
sentiremos renovados a la hora de volver a expresar nuestro servicio a los
necesitados y a compartirlo con los laicos que trabajan unto a nosotros.
5. LA COMUNIDAD COMO ESTIMULO Y APOVO
Si llegamos a vivir de esta manera nuestras
relaciones interpersonales, nuestra Comunidad será para cada uno de los
miembros ámbito de estímulo y apoyo:
a) Estímulo y apoyo personal
Todos nos encontramos, en momentos distintos de nuestra vida, ante situaciones
íntimas o ambientales que no es posible superar desde uno mismo. Todos experimentamos
que hay temporadas en las que parece que nuestra vida no tiene sentido, que Dios
como que se ha ocultado, que está lejos... que ser religioso cuesta, es
exigente. Si nuestra Comunidad vive desde los valores evangélicos de pobreza y
fraternidad asentados en unos valores humanos sólidos, en estos momentos vamos
a encontrar, en el testimonio callado de los Hermanos a veces y en la
proximidad de quienes viven con nosotros a un nivel de mayor confianza, el
estímulo para no desalentarnos ante las dificultades y el apoyo que necesitamos
para ir superándolas poco a poco. Vamos a encontrar, especialmente, que nuestros
Hermanos nos quieren y nos lo demuestran, ayudándonos así a superar los
momentos normales en la vida de todo hombre, en los que nos sentimos más
necesitados de afecto.
Si nuestra comunidad vive los valores evangélicos de pobreza y fraternidad,
los miembros de ella no vamos a tener miedo cuando sintamos necesidad de
afecto, ni nos vamos a cerrar en nosotros mismos, porque sabremos aceptarnos en
nuestras necesidades normales (¡pobres de nosotros si llegamos a pensar que por
ser religiosos ya no vamos a sentir las mismas necesidades que siente cualquier
personal!) y no nos avergonzaremos de manifestarnos pobres, débiles... Si somos
maduros como hombres y hombres consagrados a Dios, vamos a sentirnos capaces de
responder positivamente a esas necesidades de nuestros Hermanos sin represiones
ni compensaciones.
b) Estímulo y apoyo en el
apostolado
Si llegamos a vivir en nuestras comunidades las actitudes de servicio, de
apertura y de acogida mutua, esto mismo nos va a ayudar y a apoyar en el
momento de nuestro trabajo normal. Y nos encontraremos liberados a la hora de
servir al enfermo, capaces de ofrecerle comprensión, acogida, compañía.
Si en nuestras comunidades se vive la actitud de servicio, iremos
consiguiendo poco a poco descubrir que nuestro Hermano no nos hace la
competencia, no nos desplaza, no nos infravalora Sentiremos la satisfacción de
experimentarnos valorados y aceptados desde nosotros mismos y valoraremos y
aceptaremos a los Hermanos desde ellos. Si llegamos a tener esta experiencia,
nos resultará muy normal, a la hora de compartir el trabajo, la misión, con
cualquier otra persona, no religioso, descubrir en ella un compañero, un
amigo... una persona digna de ser valorada y aceptada desde ella. Veremos en
nuestros colaboradores hombres dignos y necesitados, como nosotros, de ser
valorados, aceptados, tratados desde ellos mismos, desde su dignidad de
personas. Y no los trataremos desde el rol que desempeñan, ni nos sentiremos
desplazados por ellos, ni en competencia con ellos.
Si en nuestras comunidades se viven las actitudes evangélicas de pobreza y
fraternidad, en los momentos difíciles por los que a veces pasamos debido a la
complicación de las estructuras en las que desempeñamos nuestra misión, seremos
los unos apoyo para los otros. Sobre todo, existirá capacidad de discernimiento,
de autocrítica...
Cuando los miembros de nuestras comunidades se sienten maduros como
personas y como religiosos, son capaces de sentarse a dialogar, a analizar en
común las circunstancias y las dificultades normales que comporta la vida...Y
se ayudarán mutuamente a revisar las actitudes personales, a progresar en común
las actividades apostólicas, a ver cuál es la voluntad de Dios en cada momento
y qué es lo que El nos invita a realizar en el ambiente en que vivimos.
Cuando las comunidades viven desde la actitud evangélica de pobreza, descubren
que el religioso, que ha decidido imitar a Jesús, no tiene lugar fijo, que está
llamado a caminar siempre anunciando la trascendencia de Dios y la propia
trascendencia... y no se cerrarán en obras apostólicas que ya no son signo del
Reino, o no lo son con la fuerza que están exigiendo las circunstancias... Y unos
miembros apoyarán a los otros para abrirse hacia nuevas formas de manifestar nuestro
apostolado hoy, a estar siempre en actitud de escucha y de discernimiento de
los signos de los tiempos.
Estos son los puntos fuertes que estamos llamados a vivir y desarrollar
desde una visión auténtica de la humanización de nuestra vida personal y
comunitaria como Hermanos de San Juan de Dios. Estos valores son los que nos
van a ayudar a ser verdaderos testigos de humanización en la asistencia a los
necesitados, defendiendo y promoviendo sus derechos humanos; estos mismos
valores de nuestra humanización nos van a ayudar a vivir unas relaciones
humanas profundas, auténticas, con nuestros colaboradores laicos y a promover
también para ellos y ser defensores de sus derechos como personas, no limitándonos
a considerarlos como simples trabajadores, sino como lo que son; nuestros
compañeros, también comprometidos en el servicio humano y humanizante de los
enfermos y necesitados. Si llegamos a ver así y acogemos desde estas actitudes
a nuestros colaboradores, seremos testigos de lo que significamos cuando
hablamos de humanización y nos sentiremos felices al ofrecerles la posibilidad
de desarrollar sus cualidades; lo seremos, particularmente, porque en ellos
hemos descubierto una persona, un hombre, en quien también esté presente Dios y
espera que le amemos.
III PARTE.— HACIA LA ALIANZA
CON EL ENFERMO
CAPITULO I.— EL HOSPITAL
HUMANIZADO
CARACTERISTICAS DE UN
HOSPITAL HUMANIZADO
Este documento no quiere ser un análisis metodológico y técnico aplicativo
sobre la humanización del Hospital como estructura sanitaria; esto, aunque apasionante,
exige mucho espacio, por tanto después de haber intentado un análisis de
nuestras actitudes humanas y espirituales en relación a nuestro ser hoy Hermanos
de San Juan de Dios, en estas últimas páginas deseo hacerme y haceros una
exhortación que nos oriente hacia el Hospital humanizado.
Humanizar el Hospital no consiste simplemente en pintar las paredes, es más
bien entrar a fondo en las mismas paredes, en las estructuras del Centro.
Dejando la metáfora, la humanización del Hospital no consiste en hacer algo
más, en una añadidura. La humanización es una acción que expresa que las
relaciones, la comunicación, la autoridad, la vida afectiva, los sentimientos,
todo cuanto se vive en el Hospital, está orientado al enfermo, a su bienestar:
el enfermo es el centro del Hospital humanizado, al fin el enfermo puede recibir
respuestas no solo científicas y técnicas, sino también humanas
Un Hospital regido por religiosos que no es capaz de ofrecer todas estas
respuestas, con sumo respeto a la libertad, a la verdad, al amor no tiene
sentido, no tiene derecho a continuar existiendo.
El Hospital humanizado es un Hospital “distinto” que presenta las siguientes
características:
El Hospital humanizado es abierto, transparente. Todos pueden frecuentarlo,
todos pueden ver, criticar su eficiencia; pueden ayudarle a ser más exacto en
el servicio. Algunos hospitales de nuestra Orden ya se han orientado en este sentido.
Un Hospital abierto, ciertamente, comporta dificultades, al menos al principio,
en un Hospital de este tipo no es posible continuar ciertos juegos, enmascarar
formas de pereza, injusticias, insuficiencia. En un Hospital abierto es
imposible continuar afirmando que no se puede seguir atentamente al enfermo
porque no se tiene tiempo, es peligroso afirmar que el religioso está muy ocupado.
El Hospital
abierto, se dirige al enfermo, a sus familiares, a los amigos, a los enfermeros,
a los médicos, al ambiente, a la zona, a la Iglesia local, no sólo para recibir
consenso y ayuda económica, sino, sobre todo, para recibir sugerencias, para
conseguir un ambiente de humanidad
que ofrezca al religioso la posibilidad de respirar esta humanidad, de
contemplar el gozo y el dolor del mundo sin filtros o falsas percepciones. Esto
no es posible si el hospital continúa cerrado; entonces aparece como ámbito de
dolor de resignación, de puro y simple infierno en la tierra.
El Hospital abierto permite descubrir el sentido
humano que existe en él; facilita al religioso vivir centrado y orientado.
No es fácil abrir el Hospital cuando los corazones
están cerrados, cuando se vive al familiar del enfermo como enemigo, como
alguien que molesta; no es fácil abrirse porque se corre el peligro de descubrir
que el laico a veces, es más rico que nosotros en humanidad, en amor, en entrega.
Cierto que el familiar, el padre, tiene pocas personas de quien preocuparse, a
quien ofrecer su amor; pero también es cierto que, padres, madres, parientes,
amigos, tienen mucho que enseñarnos sobre el modo de tratar a los enfermos.
El Hospital abierto exige coraje en el religioso,
que sea capaz de acercarse a la realidad que vive el enfermo: antes de llegar
al Hospital y en el mismo Hospital. El Hospital humanizado exige al religioso
amplitud mental y emotiva, capacidad de acercarse al familiar, además de
acercarse al enfermo, una capacidad de educarse y renovarse continuamente. El
religioso en un Hospital humanizado no puede vivir “alegremente” o cambia,
renovándose, o permanece oprimido por la actividad, que no es capaz de orientar
más que de modo estereotipado.
En el Hospital humanizado
existen distinción de funciones y autoridad; función de autoridad bien precisa, conocida,
transparente a todos los niveles (incluidos los religiosos).
En este Hospital la autoridad se concibe como un
proceso particularmente importante que garantiza eficacia, satisfacción de las
necesidades del enfermo. La Comunidad religiosa, en un Hospital que quiere ser humano,
se rige por normas que prevén el modo, la finalidad con la que se coordina la
autoridad, la autoridad de todos, incluso la del enfermo (recordar derechos del enfermo), y no solo la de
los trabajadores.
Una vez establecida la autoridad de todos, también
la de la Comunidad, se da a conocer. La autoridad, cuando se usa de forma
oculta, o cuando no corresponde a las exigencias de la función, es amenazante
e improductiva. El religioso, cuando está en el Hospital, es el primero que
debe respetar las reglas de juego; no aprovecha el hábito para ejercer una
autoridad distinta a la establecida. El religioso que respeta su propia
autoridad y la autoridad de los otros, es un ejemplo a todos los trabajadores
de que sin respeto de los roles y medios el Hospital no puede funcionar de modo
adecuado. La autoridad de un religioso en un Hospital humanizado es la de hacer
bien su propio trabajo y de mantener la autonomía, asumiendo el poder que le ha
sido confiado.
La confianza
en los colaboradores laicos caracteriza al religioso hospitalario humanizante:
él descubre personas en los colaboradores que, a
su vez pueden ser agentes de humanización; por tanto les apoya y no les vive
como opositores, como contrarios. El religioso en un Hospital humanizado y
humanizante no realiza funciones para las que no está capacitado, no es obstáculo
para que el laico asuma funciones de autoridad.
Cuando las funciones son claras, es fácil superar
los momentos de duda, de intromisión. Cuando el nivel de autoridad es
transparente, adecuado a las necesidades, se convierte en un medio estupendo
(nunca en fin) para conseguir que cuantos trabajan en el Hospital realicen su
función de modo ordenado y convergente, en una atmósfera de lucidez, de
responsabilidad, de aceptación del poder de todos.
EL HOSPITAL HUMANIZAD0 CREE EN EL TRABAJO DE GRUPO
Una característica que distingue al hospital
humanizado es la del trabajo de grupo. Del prior al enfermo, del médico al administrativo,
todos cuantos trabajan en el Hospital se sirven de esta técnica para hacer más
rica la actividad, para mantener el nivel de preparación profesional. En el
Hospital humanizado no se tiene miedo a las reuniones de grupo, más bien se
hace cuanto se puede para favorecer y mejorar el trabajo en equipo.
El grupo no se reúne para eludir
responsabilidades, para perder tiempo, sino para intercambiar, enriquecerse,
para tomar decisiones acertadas.
En el Hospital humanizado, el prior no tiene miedo
de recibir informaciones que contrastan con su punto de vista, no tiene miedo
de “quedar mal” si en el grupo emergen orientaciones distintas pero mejores de
las que el había propuesto. El prior y la Comunidad de un Hospital humanizado
creen en las personas que trabajan con ellos, y hacen cuanto está de su parte
para aumentar la confianza, el espíritu de colaboración, el trabajo en común.
Puesto que existe el profundo convencimiento de que todos los trabajadores son
agentes de humanización, el religioso no piensa que tiene el monopolio de la
misma, sino que favorece al máximo las iniciativas que se orientan y potencian
el fin terapéutico del Hospital, que ofrecen a cuantos trabajan en él un ambiente
adecuado para reunirse, salas de descanso, de lectura, donde encontrarse.
EN EL HOSPITAL HUMANIZADO EXISTE FORMACION PERMANENTE
Formación permanente que se orienta a todos
cuantos trabajan en el Hospital, de manera especial a los religiosos. “No se
puede entrar en los tiempos nuevos sin formación permanente”. Es imposible
crear un Hospital humanizado si la formación permanente no se garantiza a cuantos
trabajan en él, no les ofrece un punto de referencia al que dirigirse, para
permanecer no sólo actualizados, sino dispuestos, siempre dispuestos al encuentro con el enfermo, con los compañeros,
con los hermanos. El empobrecimiento que comporta la estructura hospitalaria
de altísimo: según expertos si no existe formación permanente, el envejecimiento
técnico y humano afecta al noventa por ciento de cuantos trabajan en el Hospital,
en el plazo de cinco años. No es mi intención profundizar aquí ni ofrecer
siquiera modelos de formación permanente, que existen en los distintos países.
Cada Hospital debe aprovechar aquellos que existen, tratando de mantenerse en
coordinación con las obras de la Orden que ya están actuando positivamente la
formación permanente.
Lo que sí debo recordar tanto a los jóvenes como a los mayores, es que
todos nos encontramos en constante devenir, todos, teniendo en cuenta los
ritmos y el tiempo personal, podemos hacer algo para retrasar nuestro envejecimiento
humano, profesional y religioso. Para nosotros, que estamos llamados a vivir
junto al enfermo, al necesitado, es importantísimo no caer en rutina,
necesitamos permanecer frescos incluso a los noventa años. Si no nos preocupamos
de estar atentos y solícitos, faltamos a nuestro deber.
Hoy la ciencia y la técnica nos pueden ayudar incluso a aprender a aprender, a evitar la esclerosis cultural y
relacional.
La formación permanente al principio nos resultará difícil, pero con el
tiempo nos ayudará a ser más humanos, más atentos, más cristianos.
EL HOSPITAL HUMANIZADO ES UN
HOGAR
Es una comunidad que afronta con seriedad el dolor, que no teme la derrota,
que vive y comunica esperanza. Es un lugar que se convierte en quicio sobre el
que gira la vida profesional, afectiva, intelectual de los trabajadores, de los
enfermos, de sus parientes. El Hospital humanizado es la “domus” en la que el
hombre se encuentra como en su casa, es decir, aceptado tal y como es, comprendido,
y ayudado en sus necesidades fundamentales.
En el antiguo prefacio de San Juan de Dios se decía que en nuestra Orden
los enfermos no deben encontrar sólo una casa (domum), sino un hospicium pietatis, una casa de amor
misericordioso. Si en nuestro Hospital el enfermo encuentra sólo una casa, es
decir un techo, alimento, terapia, pero no encuentra amor misericordioso,
continúa siendo un extraño, un desconocido por el amor humano, por la
fraternidad y e mensaje cristiano.
Cuando algunos religiosos dicen que ya no hay nada que hacer en los hospitales
llamados modernos, respondo: el día que hayáis garantizado a los enfermos no
sólo una casa sino un hospicium pietatis, dejad el Hospital. Id a otros sitios
a evangelizar. Pero estoy seguro que no es suficiente nuestra vida, la que el
Señor quiera concedernos, para transformar nuestras obras en hospicium
pietatis. No será suficiente nuestra vida ni la de nuestros Hermanos de las
futuras generaciones. “Ospes eram, et collegistis me”, “era forastero y me recibisteis”.
Pero si nos limitamos a ofrecer sólo técnica, sólo casa, y no ofrecemos
amor misericordioso, no habremos acogido al hombre que se encuentra enfermo, en
necesidad, en peligro, a Cristo, para ofrecerle pan, curación y salvación.
Un libro francés sobre el Hospital dice: “el objetivo primario del Hospital
es el de ofrecer bienestar a los
enfermos pero no sólo esto... tiene también la misión de ofrecer a cuantos
trabajan en él la posibilidad de realizarse... las personas no sólo son
productoras de bienes o de servicio, sino que necesitan realizarse a sí mismas.
La ausencia de cierta unidad, solidaridad, no afecta únicamente al fin del Hospital:
implica el deterioro del ambiente profesional”.
Queridos Hermanos, ¿cómo podremos garantizar al enfermo un hospicium
pietatis si no nos unimos, si no apoyamos, si no acogemos al otro prójimo de nuestro Hospital que es nuestro colaborador? ¿Cómo podremos
garantizar bienestar (biológico, psicológico, social, espiritual) si no nos
amamos entre nosotros y no amamos a nuestros colaboradores? ¿Cómo podremos
mantener elevado el nivel terapéutico y humano del Hospital si nos encontramos
luchando continuamente con el personal, si lo oprimimos o si lo ignoramos en
sus necesidades de realización, de desarrollo? Tenemos necesidad de su colaboración,
de su humanidad. ¿Y quién, si no el religioso, debe ocuparse de ofrecer a los
colaboradores la asistencia, la ayuda para que ayuden mejor a los enfermos?
El colaborador no es sólo un profesional, es una persona con su humanidad y
su espiritualidad y con frecuencia puede superarnos tanto en humanidad como en
espiritualidad. Y nosotros en lugar de utilizar tales medios para enriquecernos
rechazamos el encuentro: a veces aislamos precisamente a las personas más validas
por miedo a aceptar nuestra incapacidad. La persona madura es capaz de admitir
sus propias incapacidades y sólo quien es fuerte admite la propia debilidad.
Es necesario recordar que estamos obligados a ofrecer estructuras y
personas (colaboradores) eficaces, eficientes, humanizantes. ¿Cuánto tiempo
dedicamos a la asistencia de nuestros colaboradores para que renueven su
formación, para que vivan en condiciones de “salud” su actividad? También el
colaborador es nuestro prójimo: por eso debemos ofrecerle atenciones, acogida,
estimulo, ejemplo, amor y apoyo. Debemos mirarlo como a nuestro hermano que
colabora en la obra de reintegración del hombre. No es necesario que el laico
sea creyente o se declare tal. Es suficiente que respete nuestra misión y se
una con todas sus energías para garantizar el derecho a la salud y el respeto
al enfermo. Si nosotros estamos atentos para con él y para con el enfermo, si
nuestro estilo de vida es realmente cristiano, el colaborador seguro que adopta
comportamientos cada vez más cercanos a nuestra ética. Nuestra misión es
unirnos con cuantos colaboran con nosotros, aunque no faltan recelos y
hostilidades. ¿Quizá el cristiano ha elegido carecer de dolor, de incomprensión?
¿Acaso ha olvidado que su misión comporta dolor, incomodidades,
contradicciones?
Es imposible humanizar el Hospital si a nuestra humanización y conversión personal no se suma la búsqueda de una
relación adulta, cordial, con nuestros colaboradores. Si el colaborador es
considerado como intruso o como extraño, debemos salirle al encuentro para
acogerle y orientarle hacia el centro de nuestro actuar diario: la salud de los
enfermos. Porque no debemos olvidar que para garantizar bienestar al enfermo es
necesario que los trabajadores posean bienestar cultural, humano, ambiental.
Cuantas veces en mis encuentros con los Hermanos he oído hablar de problemas,
de conflictos con éste o aquél trabajador laico. ¡Pero qué pocas he oído hablar
del enfermo y de la necesidad de hacer siempre más por él! Nuestra primera
obligación es ser para el enfermo. Es personalizar
todos los acontecimientos significativos. Es escribir en nuestro corazón,
antes que sobre el papel, los derechos fundamentales del enfermo. El acto de
comprensión, de personalización de relaciones paciente—trabajador, además de
terapéutico es humano. En nuestras comunidades, en nuestros hospitales, hemos
profundizado poco en las necesidades del enfermo.
LA HUMANIZACION DEL
HOSPITAL: ¿ACTO DE JUSTICIA O DE CARIDAD?
Jesús nos presenta al Samaritano como ejemplo de amor hacia el prójimo. El
Samaritano actúa humanamente y
responde a un compromiso filantrópico, pero no se queda en esto solo. El Samaritano,
siguiendo un cierto espíritu, actúa gratuitamente no obligado por la ley. Los
grandes santos, comprometidos en obras sociales, no han esperado a que la ley
sancionara y reconociera los derechos de la persona, sino que movidos por la
caridad, impulsados por el corazón, se han regido apoyándose en profundos
principios espirituales, morales y cristianos (principios que la humanidad
necesitará siempre para no retornar a la jungla), precediendo con su actuación
a la legislación social y política. San Juan de Dios, con su amor
misericordioso, no sólo ha colmado grandes vacíos a nivel de asistencia,
dejados de lado por países comprometidos más que nada en hacerse la guerra,
sino que ha impulsado a países y pueblos a que se ocupen y atiendan al hombre
en su enfermedad y pobreza.
La caridad precede y orienta a la justicia; supera las normas, exige una
actitud interior, no se conforma con simples actos externos, es gratuita, no
odia a los privilegiados sino actúa con amor hacia los desheredados.
El Samaritano actúa con amor hacia el hombre que descendía de Jerusalén, ignorado
por los otros, de modo desinteresado. El amor ni se compra ni se vende: es un
valor incorruptible.
Los estados se afanan actualmente para garantizar la salud del hombre. Más,
a pesar de los grandes adelantos científicos, técnicos, económicos y
organizativos en todas partes se lamentan de que la finalidad de los Centros
Sanitarios en lugar de centrarse en la persona, se orienta a lo periférico: a
la parte física, biológica del hombre. Hoy la antigua pietas, la relación de amistad entre el huésped y al
persona acogida, está en crisis y se recuerda nostálgicamente en todas partes.
Es paradójico, pero cierto, que mientras se atiende mejor la enfermedad, se
atiende menos a la persona. Y no sólo esto, la sociedad actual es fuente de
nuevas enfermedades, formas nuevas de dependencia humana (droga, cosas,
medicina, etc.).
Somos testigos de un hecho que llama la atención:
mientras las conquistas técnicas se suceden siglo tras siglo, la ciencia y el
poder se desarrollan, advertimos que el comportamiento humano no sigue una
línea ascendente. Podría parecer normal que las conquistas morales espirituales
realizadas por el hombre que nos ha precedido, fueran heredadas y aceptadas por
las generaciones actuales; sin embargo el comportamiento humano no es cuestión
de simple herencia sino que se apoya en su libertad y en el modo de actuar su
voluntad. La verdad, la libertad, el amor, la capacidad de obrar bien no se
heredan: son siempre una conquista.
Sabemos que la realidad dista mucho del ideal y
que el amor no tiene fin; de ahí que no podamos pretender superar el
mandamiento del amor, pero debemos orientar siempre nuestra vida en su
dirección.
Cuando hablamos de humanización no podemos
entender que a nuestra hospitalidad debemos sumar el amor, la humanidad;
debemos recordar que nuestra hospitalidad comprende y abarca cuanto implica
nuestra misión y, por tanto no sólo se orienta a quien esté sufriendo, sino a
quien vive cualquier necesidad. Es decir, la humanización es inseparable del
carisma de a hospitalidad y, por tanto está comprendida en aquello que distingue nuestros Hospitales, llamados a ser no sólo
una clínica, a ofrecer techo y alimento, sino un lugar cálido donde las
necesidades morales espirituales, sobrenaturales, psicológicas, sociales y físicas
reciben una respuesta cargada de afecto.
Humanizar el Hospital es hacerlo más “hospitalario”,
acercarle más al espíritu de nuestro Fundador; es una realidad que afecta a
nuestro ser y a nuestras obras; no es algo añadido. Si nuestros centros no ofrecen
la ciencia y técnica adecuadas, además de lesionar el derecho de la persona,
somos injustos. Si en el Hospital falta la “hospitalidad”, si no existe “humanitas”
pecamos contra la justicia y la caridad.
Es decir, si en nuestras obras, en las que la asistencia
corporal y técnica está garantizada económicamente por la sociedad, nos
limitamos a vigilar al enfermo (función de cárcel) o a prestarle una asistencia
eficiente (función de empresa), no vivimos de acuerdo con nuestra misión, que
comporta ofrecer al enfermo un tratamiento competente y completo (acto de
justicia) y, trascendiendo nos exige solidarizarnos con el hombre que sufre. A ejemplo
de San Juan de estamos llamados a respetar, comprender, entregarnos al hombre;
en síntesis, a vivir el amor con autenticidad. Si no lo hacemos pecamos contra
la justicia contra la caridad. Hoy estamos llamados a comprometernos en la
defensa de los derechos del hombre, superando el concepto de que lo importante
es mantener las obras; éstas tienen sentido cuando realmente sirven al hombre y
tienen en cuenta sus derechos. Más importante que ofrecer cobijo y alimento a
los enfermos y necesitados, es vivir en actitud de entrega personal.
A la pregunta: “la humanización, ¿acto de justicia o de caridad? “, la respuesta
inmediata es hoy por hoy lo uno y lo otro.
Es un acto de justicia porque, como cualquier ciudadano, estamos obligados
a respetar los derechos de la persona; es un acto de caridad porque, superando
lo que está legislado, ofrecemos un servicio humano al hombre. La caridad, esté
llamada a completar las leyes, a realizar lo que el derecho humano y social, no
ha llegado a ofrecer al hombre que se encuentra en necesidad, y a ser la pauta
que indique y favorezca la legislación social. De esta forma, la caridad
aparece como un instrumento que potencia la justicia; es mucho más eficaz que
cualquier reforma o revolución social. El mandamiento de amor a Dios y al
prójimo, sensibiliza y orienta a la justicia.
San Juan de Dios fue capaz de asimilar el mensaje de San Pablo sobre el
amor y descubrir que cumplir la ley no es suficiente para el cristiano; principalmente
de vivir en la práctica que la caridad no puede aceptar la injusticia. El, con
su amor, se adelantó a las leyes sociales. La revolución que estamos llamados a
realizar, desde nuestra condición de seguidores de Cristo, es la revolución del
amor. Nuestra opción por los pobres, los marginados, los que sufren debemos
interpretarla a la luz del Evangelio, “sin dejarnos llevar por el radicalismo
sociopolítico que, antes o después, se muestra ineficaz, produce efectos
contrarios a los deseados y genera nuevas formas de injusticia” (Juan Pablo II).
Queridos Hermanos, ¡cuánta injusticia advertimos en el tercer mundo, en
América Latina! Somos testigos de la opresión que el hombre ejerce contra el
hombre, perpetrada siglo tras siglo. Ante esto nos parece que en nuestras obras
hacemos poco, que nuestro apostolado es limitado, y sentimos la urgente necesidad
de cambiar, de actuar directamente y con fuerza, por no decir con violencia. En
ocasiones, sentimos la tentación de ponernos junto al pobre para luchar contra
el rico, contra la injusticia. En el fondo, hay una actitud negativa que
debemos mantener; pero sin olvidar que, cuando nos consagramos a Dios en el
servicio al hombre, escogimos luchar contra el mal desde el bien; ser testigos
y comunicar a nuestros enfermos, a cuántos se acercan a nosotros, de que la persona es sagrada, que en sí misma
es un valor; que el hombre está llamado a la libertad, la verdad, el amor. Si
somos capaces de ofrecer a quienes sufren a causa de la injusticia el sentido
de su dignidad, de sus derechos humanos, del valor sagrado de su persona, estamos
contribuyendo a que el pobre, el oprimido, llegue a ser consciente de su valor
personal, a que no acepte ningún tipo de opresión, y con el correr del tiempo
el mismo será protagonista de su propia liberación.
Porque no existe auténtica liberación personal,
cuando se delega en manos ajenas la consecución de la misma. Somos auténticos
revolucionarios cuando, con amor y por amor, presentamos ante el hombre que llega
a nuestros Centros el valor sagrado de la persona. Jesús no organizó
revoluciones armadas contra la esclavitud; pero, en su aparente inactividad, los
cristianos dieron el golpe más violento de la historia del hombre contra la
misma esclavitud.
Nuestra misión en los países donde el hombre sufre la injusticia, es
contribuir desde nuestra acción caritativa a que el proceso de liberación, de
justicia, no se retrase sino a anticiparla, precederla, estimularla. Cuando un hombre pobre y débil experimenta
qué significa ser tratado como persona, en adelante exigirá que se le trate
como persona.
A veces, ante situaciones de necesidad, originadas principalmente por la
injusticia, sentimos que lo más urgente es solucionar los problemas de los
pobres, satisfacer sus necesidades. Ciertamente debemos de ofrecer respuestas
concretas. Pero sin olvidar que, bajo apariencia de caridad, a veces
contribuimos a que la injusticia continúe. Podemos incidir, además en formas
larvadas de sadismo, si pensamos que los otros son tan débiles tan pequeños,
que no pueden llegar a defenderse por si mismos, esclavizándolos de esta manera
a la “potencia” de nuestra bondad. Cuando no ayudamos a que la persona asuma su
propia dignidad y capacidad de superación, la hacemos esclava de nuestra falsa
caridad. En situaciones de injusticia, nuestra misión es colaborar activamente
a que la persona descubra su dignidad, no como una limosna, sino como derecho y
obligación de ser y vivir personalmente como persona, con capacidad de mirar a
cada hombre si sentirse inferior a él. Tenemos que ser profetas y, si es
necesario, mártires como nuestro Santo, pero nuestro testimonio no se apoya en
las armas. Nuestra vida tiene que ser signo, un indicador en esos países, y no
sólo en ellos, del sentido que hay que dar a la existencia humana.
Este es el programa de vida inspirado en San Juan de Dios: no luchó contra
los poderosos, no eliminó a los injustos de su tiempo, no se apoyó en el odio,
sino que realizó la salvación física y moral del oprimido, recordando y
obligando a los poderosos a reconocer como sagrado el derecho a la salud,
debido como justicia a cualquier hombre, pobre o rico.
¡Ojalá que cuantos pobres y enfermos son acogidos por nuestros Hermanos, al
contemplar nuestra actitud, al ser testigos de que nuestro amor al hombre y a
su dignidad ha transfigurado nuestra existencia y transfigura nuestras obras!
¡Ojalá puedan pronunciar las palabras de Exequias, salvado de la muerte: “me
has curado, me has hecho revivir. La amargura se me volvió paz”. (Isaías, 38,
16-17)! ¡Ojalá puedan pronunciarlas aunque no obtengan la salud del cuerpo,
porque el Hermano de San Juan de Dios que le ha servido con su eficiencia y
amor, les ha comunicado serenidad y esperanza!
CAPITULO II.
NUEVO ESTILO DE PRESENCIA
COMO RELIGIOSOS
En estas últimas páginas deseo compartir mi pensar y sentir sobre el modo
expresar hoy nuestro carisma hospitalario.
Me he referido ampliamente acerca de tantas cosas
como olvidamos en nuestra relación con el enfermo, con sus familiares, con
nuestros colaboradores laicos, para con nosotros mismos.
Son muchas las cosas relacionadas con la persona
que la medicina no tiene en consideración. Casi nadie se preocupa de los
problemas existenciales, morales y espirituales aunque con frecuencia
determinan la misma enfermedad y el sufrimiento físico; tampoco importa que el
ambiente hospitalario acentúe el sufrimiento o que esas realidades retrasen el
proceso curativo. Puede ocurrir incluso que los problemas vitales del enfermo
sean ignorados en nuestros Centros hospitalarios. Los problemas de la vida del
enfermo en el sentido más amplio, pueden no recibir respuesta en la Orden Hospitalaria
de San Juan de Dios. Como puede ser marginado todo problema relacionado con la
muerte, y a nosotros no nos encuentre abiertos para ofrecer alguna respuesta.
(Este problema de la muerte es en sí mismo apasionante y está contribuyendo a
realizar un cambio en el Hospital y debería encontrarnos muy dispuestos y
comprometidos a afrontarlo).
La sociedad industrializada, al tiempo que
responde a algunas de las necesidades de la persona, contribuye a crear nuevas
formas de marginación. En concreto, y en éste punto estamos comprometidos como
Hermanos de San Juan de Dios, el enfermo, la persona que ha perdido su
bienestar, su salud está expuesta a la marginación. Esto porque la comprensión
y el amor son valores raros en nuestra sociedad industrializada. Mas para
ofrecer comprensión y amor al que sufre, al necesitado, es necesario creer en
el amor no tener miedo de amar y ser amado, de ser incomprendidos; es necesario
ser creativos. Sin creatividad no se ama, no se puede amar. Es una verdad que
debemos repetirnos con fuerza a lo largo de la vida.
No existe verdadera salud, verdadero bienestar, si
un enfermo no encuentra un ambiente en el que desarrollar sus relaciones
personales, un ambiente que ofrezca actitudes de empatía y de amor. Y es
imposible que nosotros, religiosos, ofrezcamos un ambiente de acogida de amor
si, por nuestra parte nos sentimos marginados, si nuestra Comunidad se siente
marginada, si nuestros colaboradores son marginados, tal vez, por nosotros
mismos. Y vivimos como marginados cuando ya no creemos en la fuerza de la
caridad, cuando ya no creemos en el Evangelio, en el Fundador, en nosotros
mismos.
Si nuestros Hospitales no consiguen el fin de ofrecer “humanitas” al enfermo
no es porque carezcan de medios, sino porque también nosotros hemos perdido
nuestro ideal. Es necesario vivir resaltando constantemente nuestros ideales;
ideales que no pasan jamás. Es necesario estar abiertos a la historia llenos de
humanidad. Es necesario participar en la esperanza y en la desilusión del
hombre.
El mundo necesita y necesitará siempre la presencia
del religioso, pero del religioso comprometido, que no se asusta, que no se
opone a la marcha de la historia, porque viven el compromiso de la libertad que
se funda en la fe. La libertad que no ata a una función, sino que capacita para
vivir proféticamente la libertad que nos abre a la vida y al hombre con actitud
de sorpresa. Dice un sabio que quien no se siente capaz de sorprenderse ante la
vida puede decir que está muerto, que está ciego.
Queridos hermanos, ¡qué cierta es esta
afirmación!, ¡qué verdad es que nosotros actuamos deshumanamente cuando nos
identificamos totalmente con la función que realizamos y vivimos acostumbrados
a estar con las personas, con el enfermo, con los colaboradores, a vivir en a
Iglesia local! el religioso se deshumaniza cuando se ata a una función; todos
nosotros corremos este riesgo mortal. En lugar de desarrollar una actividad que
favorezca relaciones más profundas, más auténticas con el enfermo, con los
colaboradores, nos apoyamos en nuestra función para esconder nuestra
personalidad, que no es pobre sino que reprimimos, que dejamos de lado. Atarse a una función significa convertirse
en prisioneros.
Cuantos religiosos se esfuerzan por defender éste
o aquel puesto en lugar de desarrollar su personalidad, de profundizar en la
propia existencia, para poder ofrecer al enfermo un servicio humano, atento, de
amor. ¡Cuántos religiosos sienten la impresión de que todo termina porque deben
abandonar un puesto!, cuando esto sucede se demuestra que no habían descubierto
su verdadero puesto, que es el de estar al servicio del hombre y no al
servicio del poder, del deber, de la autoridad.
No nos cansemos de repetirnos que el enfermo,
ciertamente, necesita de personas capacitadas, competentes, que le atiendan;
pero de nosotros espera, principalmente, una presencia viva, llena de esperanza
sobre todo en los casos en los que parece imposible la curación. Quién viene a
nuestros Centros y no encuentra un ambiente humano, se siente traicionado.
Carece de sentido nuestra misión si al llegar a un
servicio del Hospital hablamos de enfermos en términos cuantitativos; cuando
decimos que hay tantos enfermos, que el número tal ha sido dado de alta, que ha
llegado uno nuevo, que debemos hacer tantos tratamientos. Si descubrimos que
nuestra actuación es ésta, debemos de ser valientes para no volver al servicio,
porque nos hemos convertido en robots. Ya no somos capaces de compadecernos, no
tenemos ya capacidad para alegrarnos, para bromear, para identificarnos con el
enfermo. Nos hemos acostumbrado; hemos perdido la parte más rica de nosotros
mismos, nuestra personalidad, nuestros sentimientos. Y tal vez creemos que por
haber conseguido esto, hemos logrado un alto grado de madurez
personal-profesional: ya todo nos es indiferente, incluso la muerte, somos
superiores, y pretendemos qué los enfermos no sean caprichosos no se sobrepasen
en sus exigencias, no lleguen a creerse y pretender el ser considerados en sí
mismos, diferentes, como únicos. Si llegamos a creer que en el servicio del
Hospital todos tienen que ser iguales, sin darnos cuenta, hemos impuesto una
dictadura despiadada y sutil, porque el dictador (conocido o desconocido,
pequeño o grande) está convencido que todos cuantos tienen necesidades
necesitan las mismas cosas; por tanto una vez que las tienen, ¿qué pretenden? ¿qué
pretende el enfermo? tiene una cama, tratamientos comida ¿de qué se queja?
cierto que sufre pero que soporte el dolor... también nosotros tenemos que
sufrir con frecuencia. ¡Si supiéramos como contribuimos al dolor del enfermo
cuando nos acostumbramos a él!
Es lógico que los religiosos que viven atados a un
puesto y se habitúan al trato con el enfermo se preguntan: “¿tiene aún sentido
mantener nuestros Centros? ¿no seria mejor ir a otra parte, a realizar otro
tipo de apostolado, donde podamos ser más nosotros mismos? “aparte de que
nuestra casa, nuestra obra, somos nosotros mismos, es cierto que no se consigue
la santidad sino realizando un cambio en nuestra vida, no sólo cambiando de
Nación o de enfermos. Y todos nos damos cuenta que si estamos en el Hospital
para “luchar con Dios contra el mal” (Teilhard de Chardin), debemos luchar
contra el mal allí donde se encuentre, y sea cual sea: físico, psíquico, moral,
existencial, espiritual. El verdadero mal está en no luchar para mejorar
nosotros mismos, nuestras Comunidades. Si centráramos nuestros esfuerzos en
conseguir este cambio, mejorarían la organización de trabajo, la eficiencia y
la eficacia de nuestros Centros.
El religioso es hospitalario cuando está con la
persona enferma, cuando la reconoce, la defiende de los peligros que sufre
cuando llega al Hospital; cuando le ofrece no sólo alimento, medicinas, cama y
techo sino su propio tiempo.
¿Quién es la persona que nos quiere bien? responde
un autor: “aquella que nos dedica su tiempo”. Añadimos: Y aquella que nos
dedica su tiempo con una actitud cordial, atenta, disponible.
El religioso hospitalario ejercita su hospitalidad
también cuando, y esto forma parte de su misión, cuando facilita estructuras y
colaboradores capaces de ofrecer lo mejor en humanización, en técnica, en
espacios. Pero para promover una asistencia digna es necesario, repito que
nosotros vivamos unidos, con Dios, con los Hermanos, cada uno consigo mismo.
La renovación, que nos compromete a todos, debe
conducirnos a este profundo cambio que se refiere no sólo, sino sobre todo, a
nuestro corazón. “Valéis tanto cuanto vale vuestro corazón”. Es una afirmación
del Papa en su viaje a Paris. “Toda la historia de la humanidad se resume en la
necesidad de amar y de ser amados”. ¿Cuánto valemos? no podemos responder a la
pregunta, pero podemos afirmar que todos debemos insistir para reeducar nuestro corazón. No pensemos,
como podría deducirse de una mirada superficial al mundo juvenil, que el hombre
ha aprendido a amar y que el corazón ha vencido el egoísmo, está por encima del
poder, ha superado el frío cálculo.
Cuánta violencia, tanto más grave cuanto más refinada; cuánta marginación,
cuánta enfermedad social, cuántos millones de personas que mueren de hambre
porque no ha vencido el corazón. Nuestro corazón que tiene miedo de amar,
necesita una larga rehabilitación, porque ya no está acostumbrado a amar: tiene
miedo de Dios. Nuestro corazón, por tanto tiene miedo de orientarse al otro,
hacia el prójimo. Tener un corazón capaz de amar es un don de Dios y un
compromiso que debemos emprender quienes nos hemos consagrado al servicio en el
amor. Es una empresa, como he dicho, peligrosa y larga; no se puede amar al
otro si antes no nos amamos a nosotros mismos, y no podemos amarnos a nosotros
mismos sin amar a los demás. Nuestro corazón puede estar protegido por una
coraza más o menos gruesa pero debemos superarla, si queremos llamarnos
cristianos y si queremos servir de verdad al enfermo.
“Arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne”, decía
Ezequiel. Sólo Dios puede arrancarnos el corazón de piedra, pero si nosotros se
lo permitimos. Pensad bien; podemos decir a Dios que no. Si decimos que sí,
necesitamos reeducarnos para mantener siempre un corazón nuevo, joven; un
corazón que sea el centro de nuestra vida espiritual Un religioso, un Hermano
cuando se renueva renueva ante todo su corazón.
¿Estamos convencidos o no de que en el Hospital vivimos expuestos a habituarnos al endurecimiento del corazón?
todos lo estamos. Entonces, ¿qué hacer para evitar el monstruo de la costumbre?
el religioso que se renueva para humanizar, para ser hospitalario de verdad, se
para a reflexionar, sólo o con la Comunidad, con los amigos y con los
colaboradores, sobre la razón del endurecimiento. Se dirige a Dios, a San Juan
de Dios, a otros Hermanos; acude a cursos, se renueva por medio de la lectura o
del intercambio; organiza vacaciones inteligentes, visita Centros en proceso
de humanización, sean o no de la Orden. El religioso en proceso de humanización
aprende a escuchar al enfermo, está atento al enfermo, además de prestar atención
a las ciencias humanas. El religioso que desea humanizarse para humanizar no
tiene miedo ante el cambio, teme las modas, tiene un gran respeto por sí mismo,
por su persona. No se puede amar al otro más que a sí mismo.
La plenitud de humanidad se convierte en plenitud de divinidad: en analogía
a la persona de Cristo.
Para amarse a sí mismo es necesario superar el narcisismo egoísta, el masoquismo
espiritual (que es otro modo de narcisismo); necesitamos vivir abiertos a crecer
como personas con nuestra ayuda, con la ayuda de los otros, con la ayuda de Dios.
Cada uno tenemos la responsabilidad de decidir si queremos ser personas y
no simples fantasmas. Crecer como personas significa revisar nuestros deseos,
nuestros sueños, admitir nuestra grandeza y nuestros límites, temiendo sólo una cosa: hacer el mal.
Toda persona tiene el derecho y el deber de crecer como tal, con un corazón
de carne que late por el prójimo. Esto no tiene nada que ver con el
sentimentalismo. A cualquier edad podemos reemprender el camino para ser reconocidos
y para reconocernos. El religioso que se renueva tiene ante sí un proyecto
estupendo, que supera el miedo y la culpa, pero acepta el riesgo y la
responsabilidad: su crecimiento, su desarrollo, la amplitud de corazón y de
mente. El religioso que se renueva, en un cierto momento, es consciente de que no
necesita hacer ostentación de su nueva riqueza interior: se manifestará sin
palabras, sin ruido, sin imponerse a nadie. El prójimo, sobre todo el enfermo,
descubrirá claramente nuestro cambio. Deseará íntimamente y expresará su deseo
de gozar de nuestra presencia.
El religioso que no realiza un camino de interiorización puede construir
obras hermosas, puede desenvolver cargos de responsabilidad, pero como ha
evitado el fatigoso ascenso hacia la propia humanización, a realizarse como persona,
no podrá contemplar el horizonte que sólo desde esa altura se puede descubrir.
Evidentemente no se sentirá en grado de describir estos horizontes al enfermo,
al prójimo, porque nunca los ha contemplado. La empresa más importante del
religioso es llegar a ser persona. Nuestra misión que consiste en abrir nuestra
casa a las necesidades del hombre pasa inevitablemente a través de la apertura,
por medio de la educación y de la experiencia de nuestro corazón, de nuestro
ser, y de nuestro saber.
Es así, Hermanos, como tendremos la certeza de vivir nuestra fe “creemos en
el amor” (I de Juan 4, 16).
El religioso hospitalario que se sitúa ante el dolor tratando de disipar la
angustia y de asegurar bases sólidas a la vida física y psíquica, se convierte
gracias a su competencia y convicción en instrumento del espíritu: continúa la acción
evangelizadora de Jesús que pasaba “haciendo el bien” y curando.
No se trata, por tanto, de mayor eficacia de actividad nueva, sino de un estilo
nuevo de presencia posible sólo a partir de la fe. En realidad se trata de una cuestión
de fe y de un significado nuevo que la fe confiere a nuestra actividad.
Sólo a partir de la fe es posible distinguir la
actividad profesional más altruista caracterizada por el don más completo de
sí, según el contenido de la primera carta de Juan, realizada por un religioso
de la que pueden desempeñar otras personas, incluso no creyentes. Porque de
hecho, existen ateos que dedican todas sus energías al servicio de los
enfermos, hasta entregar la propia vide en la defensa de los pobres, corriendo
cualquier riesgo para hacer prevalecer los derechos del hombre. La actividad
del religioso tiene esta calificación: por un lado está vinculada a la misma
acción del misterio de Cristo en cuyo nombre actúan; por otro están proyectados
al reino de Dios, cuya realización plena se realiza más allá de este mundo. Y
es la fe quien inspira estas actitudes.
Si la fe tiene tal importancia en el seguimiento
de Cristo, es fundamental garantizar su vitalidad. Tradicionalmente esta misión
se ha referido a la Comunidad como tal. Antes que Comunidad que comparte los
bienes y los dones espirituales, la fraternidad religiosa es una comunidad de
fe. Este es un hecho que hemos olvidado un poco en nuestro diálogo sobre la
vida de grupo. Subrayamos antes que el mundo sanitario se encuentra en la
encrucijada de la incredulidad; las dudas pueden afectar la fe de los mismos
religiosos comprometidos en este ambiente. Podemos añadir que no podemos
superar estas dificultades sino conseguimos ámbitos en los que confesar la
propia fe y alimentarla de un modo profundo que supere al pietismo. Si existe
una parte de la Iglesia que tiene especial necesidad de profundizar la fe con
inteligencia y no sólo sentimentalmente, esta parte está constituida por
quienes trabajan y se realizan en contacto directo con la vida, la enfermedad y
la muerte. En definitiva se trata de salvaguardar la fidelidad de la Iglesia al
mismo Jesús.
Asociados
misteriosamente con Dios para luchar contra la muerte y defender la vida, redescubrimos
la presencia del amor en un corazón humano capaz de ofrecer gestos humanos (el corazón
de Cristo); de su actitud de compasión hacia el hombre brota el evangelio.
Necesitamos, naturalmente creer, y creer en verdad.
“El hombre está llamado a sufrir con Dios el dolor
que el mundo causa al mismo Dios... éste es el sentido de la conversión: no creer que lo principal
sea enrolarse con Cristo en su evento mesiánico...; cuando renunciamos a
sobresalir... cuando nos ponemos sencillamente en las manos de Dios y tomamos
en serio no el propio dolor sino el dolor de Dios en el mundo, velamos con
Cristo en Jetsemaní; esta es, a mi entender la fe, la conversión; es así como un cristiano se transforma en hombre”. (D.
Bonhoeffer, Resistencia y sumisión).
Es así como se vive en verdad el “soy yo por el camino de mi evangelio”.
CONCLUSION
LA NUEVA ALIANZA CON EL ENFERMO
Mi reflexión sobre la humanización tenía como fin
principal llamar la atención del religioso sobre su misión exacta: la de
situarse valientemente ante la renovación personal, profesional y de las
estructuras para conseguir vivir una
nueva alianza con el hombre que sufre.
Permitidme repetir dos cosas:
1) Que son necesarias profundas transformaciones a
nivel comunitario.
2) Que la humanización del Hospital es un acto de
caridad, de justicia, un acto debido al enfermo, sea pobre o rico.
Si aprendemos día a día a estar de parte del
enfermo, de parte del hombre concreto, el Hospital será una gran comunidad hospitalaria
en el verdadero sentido de la palabra a pesar de las numerosas figuras
profesionales que caminan por él.
Ciertamente, humanizar el Hospital implica
modificar las estructuras. Pero principalmente comporta cambiar nuestro modo de
relacionarlos con los colaboradores, con los familiares y, finalmente, con el
enfermo.
Debemos aprender a asumir nuestra humanidad para ofrecerla al enfermo y a identificar
nuestros modos de ser deshumanos para superarlos, para disminuirlos,
apoyados en una vida de oración, de estudio, de formación permanente que,
repito, tenga en cuenta no sólo el saber sino principalmente nuestro ser.
El punto focal es intentar decididamente
aproximarnos al enfermo con un estilo nuevo, situándolo en el centro del
Hospital y de las atenciones de cuantos trabajan en él. Puede parecer poco
afirmar y mantener en la práctica la centralidad del enfermo, pero estoy
convencido de que en muchos de nuestros Hospitales esta centralidad está
oscurecida. Si esto es así, no deberíamos dormir tranquilos hasta que el
enfermo recuperase su puesto, el
puesto que San Juan de Dios definió con exactitud. Y nosotros, que tratamos de
seguir animosamente a Juan de Dios, dispuestos
a superar viejas costumbres, modos de comportarnos que ya no sirven,
podemos, debemos renovar diariamente
nuestra antigua alianza con el hombre que se vuelve a nosotros, convencido
de que en nosotros puede recibir el puesto central que difícilmente podrá
encontrar en otro sitio.
No es posible humanizar el Hospital si antes no
nos humanizamos nosotros. Los laboratorios no han conseguido aún el producto
capaz de humanizar el Hospital. Sí es cierto que el Hospital humanizado es un
Hospital distinto, radicalmente distinto a nivel de comunicaciones, de poder,
de decisión, de vida activa, etc…no es menos cierto que para conseguir este
nivel de cambio, se necesitan personas que han sido capaces de cambiar. Se
necesita principalmente religiosos maduros, o que se comprometan en serio; se
necesita una Comunidad rica, siempre dispuesta a crecer humana y
espiritualmente.
¿Qué hacer para crecer en madurez afectiva, puesto
que sin desarrollarnos en humanidad, en equilibrio, en afectividad, no podemos
llegar a ser más humanos y humanizantes?
Puesto que no existe un camino que todos puedan
recorrer de la misma manera, esta pregunta admite diversas respuestas si
deseamos recorrer el camino de la humanización desde la riqueza personal que
caracteriza a cada uno. Sin embargo, a mi modo de ver, una exigencia común es
la de abrirnos con toda transparencia al mundo, a los laicos que viven con
nosotros en el Hospital, a sus familias, sin sustituir nunca con esta amistad
nuestra amistad entre nosotros, en la Comunidad, con Dios.
Debemos abrirnos también a los otros Institutos
religiosos, a nuestros familiares, al enfermo, sin utilizarle y sin dejarnos
utilizar más que en vista al fin que pretendemos con nuestra vida.
Otra exigencia, no tan sencilla como puede parecer
a simple vista y que es indispensable a quien desea crecer en humanidad, es amar a nuestro prójimo, a quien está junto
a nosotros y dejarnos amar por él.
“Los cristianos comprometidos en el mundo de la
salud, especialmente los religiosos y las religiosas, se encuentran entre los
agentes principales de evangelización. A titulo particular son quienes
mantienen la Iglesia de Dios en constante coherencia con el camino
evangelizador iniciado por Jesús y continuado por la comunidad apostólica
primitiva”.
Gracias a ellos, de hecho, la buena noticia se
anuncia en medio de la miseria y de las esperanzas humanas, es decir en su
“lugar” privilegiado. Sin ellos y sin la presencia de quienes afrontan
directamente la miseria, el Evangelio correría el riesgo de aparecer
maravilloso pero sin contenido para el hombre de hoy, como una religión
abstracta que adora a un Dios lejano pero que ya no es Salvador.
Es interesante recordar que a los hombres y
mujeres que intentan sembrar el Evangelio en medio del dolor y de la angustia
humana, la Iglesia los ha distinguido con un título especial (diáconos y diaconisas
pertenecientes a los Institutos fundados con esta finalidad) y como insiste
constantemente al obispo para que se preocupe de ellos. Si el término diaconía,
empleado aquí genéricamente, no pierde su valor, podemos decir que los
cristianos comprometidos en el mundo de la salud en nombre del Evangelio
aseguran el núcleo de “praxis” sin el cual la buena noticia se reduciría a pura
teoría. También aquí movidos por un instinto proveniente del espíritu de Dios,
la tradición cristiana, con interpretaciones diversas de acuerdo con la época,
ha contenido siempre un puesto de honor al servicio llamado (con expresión
preciosa) “servicio corporal”. La Iglesia es consciente de que la misericordia
es el sacramento de la salvación de
Dios”. (JMR Tillard O.P.).
Y Jesús le dijo:
“Ve y haz tú lo mismo”
(Lucas 10, 37).
ACUERDO
FINAL DE LA ASAMBLEA DE ROMA
DE LOS
H.H. PROVINCIALES
Los Hnos. Provinciales y Viceprovinciales de la Orden, que hemos compartido
con el P. General y su Consejo unos
días de reflexión, trabajo y plegaria en común, somos conscientes de que el
proceso de renovación que vive la Orden se encuentra en un momento importante,
en el que es necesario conjuntar todos los esfuerzos y ilusiones para conseguir
los objetivos que la Iglesia y el Capítulo General Extraordinario, más
concretamente, nos ha señalado.
Sintiéndonos urgidos por el Espíritu a expresar
nuestra misión de servicio a los Hermanos a través de un signo tangible, hemos
iniciado un camino de coparticipación en la problemática de nuestra Orden y en
as líneas fundamentales que deben animar a expresión de nuestro carisma y fin
específico —superando los límites de cada una de las Provincias—, a través de
una primera toma de conciencia práctica en la corresponsabilidad que tenemos
de animar y orientar a la Orden en comunión con el P. General y su Consejo.
Somos conscientes de que esto no es más que una
primera aproximación al sentido de colegialidad a que nos urge el objetivo IX
del Capítulo General Extraordinario. Sabemos que no es fácil superar costumbres,
formas particulares de vivir y actuar la autoridad. No obstante, estamos
convencidos de que la unidad de la Orden está necesitando que todos cuantos la
integramos sumemos nuestros esfuerzos para llegar a ofrecer un testimonio
auténtico de fraternidad, manifestada directamente con actitudes y expresiones
de solidaridad y corresonsabilidad entre las Provincias, las Comunidades y los
Hermanos con el Gobierno central de la Orden.
Los centros de interés que han ocupado más directamente
nuestras reflexiones han sido: la
revisión del Piano del Capitulo General Extraordinario y el estudio del
anteproyecto de un documento sobre la
humanización, presentado por el P. General en vista a dirigirlo a los
Hermanos de la Orden.
LA HUMANIZACION, VINCULO UNIFICANTE
Nuestra Asamblea reafirma su esperanza y compromiso
en la continua renovación de la Orden. Estamos convencidos que esta sólo se
puede conseguir si todos los miembros del Instituto vivimos en constante
actitud de conversión a las exigencias que implica nuestra consagración a Dios
como religiosos hospitalarios nos esforzamos en traducir las actitudes en
respuestas concretas a las esperanzas que han puesto en nosotros la Iglesia y
la sociedad.
Teniendo en cuenta que el mundo está viviendo un
momento importante de su historia, en el que los valores fundamentales de la
personal se reivindican y son violados, a un tiempo, asumimos el compromiso
particular que comporta la expresión concreta del carisma de la Orden, como
urgencia a defender y promover el respeto de la dignidad humana.
Esto nos ha llevado a la convicción de que la Humanización, entendida en el
sentido que adquiere en la persona de Jesús de Nazaret, constituye, en este
momento histórico que vivimos, el vínculo
unificante e integrador que puede ayudarnos a traducir en hechos de vida el
proceso de renovación.
DOCUMENTO SOBRE LA
HUMANIZACION
Convencidos de la importancia del tema sobre la Humanización y la necesidad
de llegar a entenderla y vivirla en toda la Orden con unos criterios unánimes, los
Hnos. participantes en el Encuentro, hemos acogido con esperanza el anteproyecto
que el P. General ha puesto a nuestra consideración. Después de reflexionar
personalmente y en grupos sobre el contenido del mismo, invitamos a los Hnos.
de la Orden:
a) a
acogerlo como expresión de nuestro sentir común y de nuestra adhesión al P.
General y su Consejo;
b) a
recibirlo, después de su reelaboración, como una expresión práctica del proceso
de renovación de la Orden;
c) a
estudiarlo personalmente y en las comunidades, para poder llegar a comprender
su contenido y a vivir comprometidamente cuanto significa.
Terminamos nuestro comunicado declarándonos en plena solidaridad con todos
y cada uno de nuestros Hermanos, son cuantas personas trabajan y colaboran en
nuestra misión de caridad y, particularmente, con los enfermos y necesitados
que sufren y esperan, a quienes dedicamos nuestro servicio en nombre de la
Iglesia y de Cristo, animados por el mismo espíritu de nuestro Padre San Juan
de Dios.
Fr. Narciso Petrillo Fr. Fierluigi Marchesi
Secretario Prior General
Roma, 4 de febrero de 1981