11
de febrero de 2024
«No
conviene que el hombre esté solo».
Cuidar
al enfermo cuidando las relaciones
«No
conviene que el hombre esté solo» (Gn 2,18). Desde el principio, Dios, que es
amor, creó el ser humano para la comunión, inscribiendo en su ser la dimensión
relacional.Así, nuestra vida, modelada a imagen de la Trinidad, está llamada a
realizarse plenamente en el dinamismo de las relaciones, de la amistad y del
amor mutuo. Hemos sido creados para estar juntos, no solos. Y es precisamente
porque este proyecto de comunión está inscrito en lo más profundo del corazón
humano, que la experiencia del abandono y de la soledad nos asusta, es dolorosa
e, incluso, inhumana. Y lo es aún más en tiempos de fragilidad, incertidumbre e
inseguridad, provocadas, muchas veces, por la aparición de alguna enfermedad
grave.
Pienso,
por ejemplo, en cuantos estuvieron terriblemente solos durante la pandemia de
Covid-19; en los pacientes que no podía recibir visitas, pero también en los
enfermeros, médicos y personal de apoyo, sobrecargados de trabajo y encerrados
en las salas de aislamiento. Y obviamente no olvidemos a quienes debieron
afrontar solos la hora de la muerte, solo asistidos por el personal sanitario,
pero lejos de sus propias familias.
Al
mismo tiempo, me uno con dolor a la condición de sufrimiento y soledad de
quienes, a causa de la guerra y sus trágicas consecuencias, se encuentran sin
apoyo y sin asistencia. La guerra es la más terrible de las enfermedades
sociales y son las personas más frágiles las que pagan el precio más alto.
Sin
embargo, es necesario subrayar que, también en los países que gozan de paz y
cuentan con mayores recursos, el tiempo de la vejez y de la enfermedad se vive
a menudo en la soledad y, a veces, incluso en el abandono. Esta triste realidad
es consecuencia sobre todo de la cultura del individualismo, que exalta el
rendimiento a toda costa y cultiva el mito de la eficiencia, volviéndose
indiferente e incluso despiadada cuando las personas ya no tienen la fuerza
necesaria para seguir ese ritmo. Se convierte entonces en una cultura del
descarte, en la que «no se considera ya a las personas como un valor primario
que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas,
si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los
ancianos—.» (Carta enc. Fratelli tutti, 18). Desgraciadamente, esta lógica
también prevalece en determinadas opciones políticas, que no son capaces de
poner en el centro la dignidad de la persona humana y sus necesidades, y no
siempre favorecen las estrategias y los medios necesarios para garantizar el
derecho fundamental a la salud y el acceso a los cuidados médicos a todo ser
humano. Al mismo tiempo, el abandono de las personas frágiles y su soledad
también se agravan por el hecho de reducir los cuidados únicamente a servicios
de salud, sin que éstos vayan sabiamente acompañados por una “alianza
terapéutica” entre médico, paciente y familiares.
Nos
hace bien volver a escuchar esa palabra bíblica: ¡no conviene que el hombre
esté solo! Dios la pronuncia al comienzo mismo de la creación y nos revela así
el sentido profundo de su designio sobre la humanidad, pero, al mismo tiempo,
también la herida mortal del pecado, que se introduce generando recelos,
fracturas, divisiones y, por tanto, aislamiento. Esto afecta a la persona en
todas sus relaciones; con Dios, consigo misma, con los demás y con la creación.
Ese aislamiento nos hace perder el sentido de la existencia, nos roba la
alegría del amor y nos hace experimentar una opresiva sensación de soledad en
todas las etapas cruciales de la vida.
Hermanos
y hermanas, el primer cuidado del que tenemos necesidad en la enfermedad es el
de una cercanía llena de compasión y de ternura. Por eso, cuidar al enfermo
significa, ante todo, cuidar sus relaciones, todas sus relaciones; con Dios,
con los demás —familiares, amigos, personal sanitario—, con la creación y
consigo mismo. ¿Es esto posible? Claro que es posible, y todos estamos llamados
a comprometernos para que sea así. Fijémonos en la imagen del Buen Samaritano
(cf. Lc 10, 25-37), en su capacidad para aminorar el paso y hacerse prójimo, en
la actitud de ternura con que alivia las heridas del hermano que sufre.
Recordemos
esta verdad central de nuestra vida, que hemos venido al mundo porque alguien
nos ha acogido. Hemos sido hechos para el amor, estamos llamados a la comunión
y a la fraternidad. Esta dimensión de nuestro ser nos sostiene de manera
particular en tiempos de enfermedad y fragilidad, y es la primera terapia que
debemos adoptar todos juntos para curar las enfermedades de la sociedad en la
que vivimos.
A
ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría decirles:
¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten y no
piensen nunca que son una carga para los demás. La condición de los enfermos
nos invita a todos a frenar los ritmos exasperados en los que estamos inmersos
y a redescubrirnos a nosotros mismos.
En
este cambio de época en el que vivimos, nosotros los cristianos estamos
especialmente llamados a hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús. Cuidemos a
quienes sufren y están solos, e incluso marginados y descartados. Con el amor
recíproco que Cristo Señor nos da en la oración, sobre todo en la Eucaristía,
sanemos las heridas de la soledad y del aislamiento. Cooperemos así a
contrarrestar la cultura del individualismo, de la indiferencia, del descarte,
y hagamos crecer la cultura de la ternura y de la compasión.
Los
enfermos, los frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia y deben
estar también en el centro de nuestra atención humana y solicitud pastoral. No
olvidemos esto. Y encomendémonos a María Santísima, Salud de los Enfermos, para
que interceda por nosotros y nos ayude a ser artífices de cercanía y de
relaciones fraternas.
Roma,
San Juan de Letrán, 10 de enero de 2024
Francisco