11 de febrero de 2023
«Cuida de él».
La compasión como ejercicio sinodal de sanación
Queridos hermanos y hermanas:
La
enfermedad forma parte de nuestra experiencia humana. Pero, si se vive en el
aislamiento y en el abandono, si no va acompañada del cuidado y de la
compasión, puede llegar a ser inhumana. Cuando caminamos juntos, es normal que
alguien se sienta mal, que tenga que detenerse debido al cansancio o por algún
contratiempo. Es ahí, en esos momentos, cuando podemos ver cómo estamos
caminando: si realmente caminamos juntos, o si vamos por el mismo
camino, pero cada uno lo hace por su cuenta, velando por sus propios intereses
y dejando que los demás “se las arreglen”. Por eso, en esta XXXI Jornada
Mundial del Enfermo, en pleno camino sinodal, los invito a reflexionar sobre el
hecho de que, es precisamente a través de la experiencia de la fragilidad y de
la enfermedad, como podemos aprender a caminar juntos según el estilo de Dios,
que es cercanía, compasión y ternura.
En
el libro del profeta Ezequiel, en un gran oráculo que constituye uno de los
puntos culminantes de toda la Revelación, el Señor dice así: «Yo mismo
apacentaré mis ovejas y las llevaré a descansar —oráculo del Señor—. Buscaré a
la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a
la enferma […]. Yo las apacentaré con justicia» (34,15-16). La experiencia del
extravío, de la enfermedad y de la debilidad forman parte de nuestro camino de
un modo natural, no nos excluyen del pueblo de Dios; al contrario, nos llevan
al centro de la atención del Señor, que es Padre y no quiere perder a ninguno
de sus hijos por el camino. Se trata, por tanto, de aprender de Él, para ser
verdaderamente una comunidad que camina unida, capaz de no dejarse contagiar
por la cultura del descarte.
La
Encíclica Fratelli tutti, como ustedes saben, propone una lectura actualizada de
la parábola del buen samaritano. La escogí como eje, como punto de inflexión,
para poder salir de las “sombras de un mundo cerrado” y “pensar y gestar un
mundo abierto” (cf. n. 56). De hecho, existe una conexión profunda entre esta
parábola de Jesús y las múltiples formas en las que se niega hoy la
fraternidad. En particular, el hecho de que la persona golpeada y despojada
sea abandonada al borde del camino, representa la condición en
la que se deja a muchos de nuestros hermanos y hermanas cuando más necesitados
están de ayuda. No es fácil distinguir cuáles agresiones contra la vida y su
dignidad proceden de causas naturales y cuáles, en cambio, provienen de la injusticia
y la violencia. En realidad, el nivel de las desigualdades y la prevalencia de
los intereses de unos pocos ya afectan a todos los entornos humanos, hasta tal
punto que resulta difícil considerar cualquier experiencia como “natural”. Todo
sufrimiento tiene lugar en una “cultura” y en medio de sus contradicciones.
Sin
embargo, lo importante aquí es reconocer la condición de soledad, de abandono.
Se trata de una atrocidad que puede superarse antes que cualquier otra
injusticia, porque, como nos dice la parábola, todo lo que se necesita para
eliminarla es un momento de atención, el movimiento interior de la compasión.
Dos transeúntes, considerados religiosos, ven al herido y no se detienen. El
tercero, en cambio, un samaritano, objeto de desprecio, sintió compasión y se
hizo cargo de aquel forastero en el camino, tratándolo como a un hermano.
Obrando de ese modo, sin siquiera pensarlo, cambió las cosas, generó un mundo
más fraterno.
Hermanos,
hermanas, nunca estamos preparados para la enfermedad. Y, a menudo, ni siquiera
para admitir el avance de la edad. Tenemos miedo a la vulnerabilidad y la
cultura omnipresente del mercado nos empuja a negarla. No hay lugar para la
fragilidad. Y, de este modo, el mal, cuando irrumpe y nos asalta, nos deja
aturdidos. Puede suceder, entonces, que los demás nos abandonen, o que nos
parezca que debemos abandonarlos, para no ser una carga para ellos. Así
comienza la soledad, y nos envenena el sentimiento amargo de una injusticia,
por el que incluso el Cielo parece cerrarse. De hecho, nos cuesta permanecer en
paz con Dios, cuando se arruina nuestra relación con los demás y con nosotros
mismos. Por eso es tan importante que toda la Iglesia, también en lo que se
refiere a la enfermedad, se confronte con el ejemplo evangélico del buen
samaritano, para llegar a convertirse en un auténtico “hospital de campaña”. Su
misión, sobre todo en las circunstancias históricas que atravesamos, se
expresa, de hecho, en el ejercicio del cuidado. Todos somos frágiles y
vulnerables; todos necesitamos esa atención compasiva, que sabe detenerse,
acercarse, curar y levantar. La situación de los enfermos es, por tanto, una
llamada que interrumpe la indiferencia y frena el paso de quienes avanzan como
si no tuvieran hermanas y hermanos.
La
Jornada Mundial del Enfermo, en efecto, no sólo invita a la oración y a la
cercanía con los que sufren. También tiene como objetivo sensibilizar al pueblo
de Dios, a las instituciones sanitarias y a la sociedad civil sobre una nueva
forma de avanzar juntos. La profecía de Ezequiel, citada al principio, contiene
un juicio muy duro acerca de las prioridades de quienes ejercen el poder
económico, cultural y de gobierno sobre el pueblo: «Ustedes se alimentan con la
leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no
apacientan el rebaño. No han fortalecido a la oveja débil, no han curado a la
enferma, no han vendado a la herida, no han hecho volver a la descarriada, ni
han buscado a la que estaba perdida. Al contrario, las han dominado con rigor y
crueldad» (34,3-4). La Palabra de Dios es siempre iluminadora y actual. No sólo
en su denuncia, sino también en su propuesta. De hecho, la conclusión de la
parábola del buen samaritano nos sugiere cómo el ejercicio de la fraternidad,
iniciado por un encuentro de tú a tú, puede extenderse a un cuidado organizado.
La posada, el posadero, el dinero, la promesa de mantenerse mutuamente
informados (cf. Lc 10,34-35): todo esto nos hace pensar en el
ministerio de los sacerdotes; en la labor de los agentes sanitarios y sociales;
en el compromiso de los familiares y de los voluntarios, gracias a los cuales,
cada día, en todas las partes del mundo, el bien se opone al mal.
Los
años de la pandemia han aumentado nuestro sentimiento de gratitud hacia quienes
trabajan cada día por la salud y la investigación. Pero, de una tragedia
colectiva tan grande, no basta salir honrando a unos héroes. El COVID-19 puso a
dura prueba esta gran red de capacidades y de solidaridad, y mostró los límites
estructurales de los actuales sistemas de bienestar. Por tanto, es necesario
que la gratitud vaya acompañada de una búsqueda activa, en cada país, de
estrategias y de recursos, para que a todos los seres humanos se les garantice
el acceso a la asistencia y el derecho fundamental a la salud.
«Cuida
de él» (Lc 10,35) es la recomendación del samaritano al posadero.
Jesús nos lo repite también a cada uno de nosotros, y al final nos exhorta:
«Anda y haz tú lo mismo». Como subrayé en Fratelli tutti, «la parábola nos muestra con qué iniciativas se puede
rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la
fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión,
sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien
sea común» (n. 67). En realidad, «hemos sido hechos para la plenitud que sólo
se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el
dolor» (n. 68).
El
11 de febrero de 2023, miremos también al Santuario de Lourdes como una
profecía, una lección que se encomienda a la Iglesia en el corazón de la
modernidad. No vale solamente lo que funciona, ni cuentan solamente los que
producen. Las personas enfermas están en el centro del pueblo de Dios, que
avanza con ellos como profecía de una humanidad en la que todos son valiosos y
nadie debe ser descartado.
Encomiendo
a la intercesión de María, Salud de los enfermos, a cada uno de ustedes, que se
encuentran enfermos; a quienes se encargan de atenderlos —en el ámbito de la
familia, con su trabajo, en la investigación o en el voluntariado—; y a quienes
están comprometidos en forjar vínculos personales, eclesiales y civiles de
fraternidad. A todos les envío cordialmente mi Bendición Apostólica.
Roma, San Juan de Letrán, 10 de enero de 2023